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Una cena


 Somos 7 en la mesa. Dos bustos parlantes, un militar y el incombustible corresponsal… el resto meros acompañantes en el decorado. Atentos oyentes, discípulos deseosos de escuchar a los viejos.

 

Había oído hablar del militar: encantador, de buena planta, sibarita, y  amante de la buena vida. Se presenta con sus propias copas y botellas dispuesto a organizar una cata de vinos. Del brazo trae a una turca atractiva con la que enseguida congenio. Dispone la mesa cuidadosamente con todo lo necesario para su cata y coloca las seis botellas, dos de rosado, dos de tinto y dos de vino blanco, con las que va a ilustrar a su público.

 

Yo no voy a participar en la cata de vinos pero sí en la de vodka, montada y gestionada por mi misma en cuestión de segundos. Me siento en la mesa con una inmaculada botella de Russky Standart, una jarra de agua y un pequeño vasito. La turca, vacilante, se sienta a mi lado con un vaso en la mano. La he ganado para la causa. El vino que se lo beban las nenas…

 

Mi experiencia en una revista de vinos, copiando lo que otros decían, me hace estar familiarizada con los conceptos que maneja el militar. Imparte la clase magistral en español, así que la turca se da a la bebida. Yo la acompaño mientras los otros intentan determinar cuál es el aroma procedente de la copa de vino como quien huele un coño por vez primera. Como catadores los tíos son nulos, más que apreciar las cualidades manifestadas por el vino solo parecen  interesados en tragárselo. El corresponsal se muestra incluso pesaroso de tener que tirarlo en una jarra una vez realizada la cata, “esto es un desperdicio”, gesticula  con aspavientos.

 

La cata termina al fin ante mi sopor mal disimulado. Aún no hemos probado bocado así que la cabeza se me inclina un poco hacia un lado. Un poco “achispada” le enseño al militar la guía de armas que me he comprado, seguro que me está imaginando en pelotas con un fusil de asalto. Degustamos una excelente paella. Ahogo el pelotazo entre granos de arroz. La conversación deriva, inevitablemente, hacia el apasionante mundo de la burocracia, los visados y todo tipo de pasaportes del que soy una auténtica experta. Mi visado y yo, en una libidinosa orgía de sellos mensuales y trimestrales, atravesamos Europa con una familiaridad sospechosa. Los libaneses se aseguran de que no he pegado mi foto a un pasaporte robado, yo juro que antes que espiar para Israel prefiero cargar con el camping gas de una familia de excursionistas suizos por todos los Alpes y los alemanes, mientras tanto, me esperan solícitos en el Duty Free. Mi tarjeta de clienta acumula tantos puntos que la última vez me regalaron un oso piloto de la Luftwaffe con tal cara de mala hostia, que Göring se hubiese sentido orgulloso.

 

Los comensales se enfrentan a la hora de definir quién es menos malo en Oriente Medio, pero como la conversación nunca conduce a nada terminamos hablando de poligamia e intercalando a Ahmadineyad por el medio para rebajar la tensión sexual.

 

Me gustan estas cenas beirutíes, me gusta en especial todo lo que, desgraciadamente, no puedo contar.

 

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