
¡Mira que es putita la muy zorra! Camina de aquí para allá por la oficina pendiente de si la mira este o la vacila el otro. Seguro que lleva el coñito mojado y las tetitas duras y que se va al baño a hacerse un dedo pensando en cuántos tíos se hacen pajas a cuenta de ella. Yo la metí a trabajar aquí porque me lo pidió el bobo de su marido. Un tonto de Usera obsesionado con el dinero y el poder y que malfolla a su mujer, lo único que le importa es tener un deportivo caro y mandar sobre mucha gente, cuanta más, mejor; mientras ella lloriquea por los despachos y comenta que al Tony le falta fuelle. Vamos que va pidiendo guerra, pero guerra de la mala porque cuando alguien la ha pillado fuera de la oficina en alguna situación comprometida sale corriendo disparada para casa al abrigo del tonto que le paga todo. Porque eso es lo peor, lo cobarde que es, una boba frustrada que se muere por echar un polvo con alguien que no sea el marido-novio-amante-hermano-amigo-primo que tiene desde los catorce años y no ha conocido otra polla en su triste y estúpida vida. Acaba de cumplir los cuarenta, tiene trabajo, hombre, hijos y es aparentemente feliz, pero Lecter y yo recordamos perfectamente el día en que se metió en el despacho con nosotros y nos contó la historia de una amiga suya liada con su jefe, quien era a su vez amigo de su marido, y del morbo que le daba salir a cenar con su marido, su jefe-amante y la esposa del susodicho. Y claro a la zorrita aquello le molaba y parecía decirnos a la cara que estaba deseando vivir algo similar. Nosotros flipábamos pensando en cómo se podía ser tan calientapollas y en las varias ocasiones que le habíamos insinuado tomar algo y en cómo ella se había escabullido sonrojada, haciéndose la timidilla, hacia su casa… Seguramente para masturbarse pensando que éramos otros dos gilipollas que querian follar con ella y, así, acabábamos de convertirnos en un par de muescas más en el mango de la sartén de su puta cocina.
Y el caso es que a mí el marido me cae bien. Es tonto, muy tonto, pero tiene corazón. Los he conocido mucho peores. Yo lo dejé pasar y me dediqué a otras cosas, a otras tías, y no me fue mal. Pero muchas veces me acuerdo de ella y me pongo cachondo. Hace poco vino a hablar conmigo, se sentó en la mesa, con la cacha al aire y con el escote bien abierto, como lo lleva siempre aunque sea puro invierno, insinuando unas tetas todavía potables aunque muy mamadas por sus bebés y muy poco por el Tony rabomorcillón. El otro día me encontré con Lecter y, como dos abueletes, nos pusimos a hablar de los buenos y viejos tiempos. Y, claro, surgió el tema de la zorrita. ¿Sabes lo que voy a hacer con ella amigo mío? Un día la voy a agarrar por su larga y hortera cabellera y voy a arrastrarla hasta mi depacho. Siempre dejo las persianas levantadas, así que voy a despejar la mesa redonda de reuniones de un manotazo y doblarla sobre ella, separarle bien las piernas y arrearle unas buenas nalgadas para que vaya entrando en calor. Sé que la muy tontita empezará a gritar: «No, déjame, no. Tony ven, Tony ven». Pero no le haré ni puto caso porque eso no es lo que ella quiere. Le arrancaré los pocos botones con que se abrocha la camisita hortera de tienda de Moratalaz y el sujetador con refuerzo para que cuelguen bien a la vista de todos sus pecosillas tetas. Llamaré a Lecter y a otros dos para que le sujeten las manos y yo le levantaré bien la cabeza, agarrándola por el pelo, como si fuera una potrilla loca que pide a gritos ser domada. Los pantalones y las braguitas en los tobillos, la cara mirando hacia la ventana, detrás de la cual estarán observando gozosos y empalmados los más puteros, salidos y poderosos de la oficina porque a ella le gustan los despachos y los jefes más que a las putas el dinero fácil. Así, de bruces sobre la mesa y apenas de puntillas, le voy a meter el rabo hirviendo y punzante hasta el fondo y sin compasión. No le va a doler porque para entonces estará más mojada y babeante que un caracol en primavera y tendré que agarrarme bien a su pelo para no resbalarme, caerme y correrme en vacío. Porque, la conozco bien, cuanta más gente se acerca a ver cómo se la follan a gusto, más cachonda se pone ella. Pero seguirá gritando: «No, no, déjame, Tony ven», pero ya le va cambiando la expresión de horror por una carita bobalicona de placer disimulado. Aahhh! Lecter le mete el rabo en la boca para que se calle. ¡Qué más da, tampoco ha dicho nunca nada interesante! Así seguimos un rato. Ella, al compás de mi movimiento pélvico, chupa y chupa el rabo de mi amigo. Los colegas entran en el despacho, algunos se animan a manosearle las tetas, otro le mete el dedo por el culo, Lecter la saca porque quiere correrse en su cara y ella aprovecha para vocear suavemente: «No, déjame, Tony ven», mientras me la follo y la masturbo al mismo tiempo. Dos amigos le azotan cariñosamente las mejillas con sus rabos y ella entreabre la boca intentado meterse alguna de aquellas herramientas hasta la garganta. Pero no lo consigue y uno de los más depravados aprovecha para escupirle un par de veces en la cara. Le gusta, y mucho, está fuera de sí. Lo noto por la facilidad con la que se desliza mi polla y por lo mojados que están sus muslos. Ay zorrita, ya no grita, todo lo contrario, sus chillidos se han convertido en un dulce gemido: «No Tony, no, no vengas Tony, no vengas, no vengas Tony» porque la que se viene es ella… en medio de un auténtico torrente.
¡Dios mío! Lecter y yo hemos acabado la consumición. Salimos del bar y de allí nos vamos directamente al psiquiatra.