
Caminar entre calles que aguardan nuestros pasos, cuando el silencio se apodera del lugar. De vez en cuando un silbido de coche, graznidos de cuervos confundidos –onomatopeyas en el aire estival–, y algún que otro gato extraviado. Zona de casas bajas, algunas en alto estado de degradación, con grandes ventanas de hierro forjado, vetustos testimonios de aquellos tiempos de terror de la historia. El fino espacio entre las vallas y el suelo permite la delicada aparición de una flor de lirio amarillo que no se rinde ante las adversidades, mostrándome su belleza en plenitud. El sendero de la entrada en el parque se ha llenado de conos, y de palomas que ya no hacen la diferencia entre un árbol verde o sin hojas, cualquiera vale para hacer la siesta de la tarde donde cada una lleva su tristeza como puede. Ahí el tiempo se detiene en el instante contenido en el cono caído, en el banco de al lado. El mundo se contiene en una nuez o en un cono de pino. ¿Se habrá preguntado alguna vez el cono por qué tiene que caer si todavía tiene vida en él? La línea entre ser y no ser es una línea muy delgada. Melancólico paseo de tarde por los lugares que antaño escucharon los pasos de mi padre. Ahora todo se reduce a un puñado de recuerdos en la fina línea crepuscular del horizonte. Recuerdos de sus tiempos gloriosos como oficial de la escuela militar de Sibiu, en el regimiento de caballería durante la monarquía del Rey Miguel. Sé ahora que, en su derrota, miró más la parte vacía de la nuez, y el lugar donde depositó su dolor por el daño que le hicieron cuando los comunistas le apartaron para siempre de lo que más amaba: su querida profesión militar. Su luz nunca se extinguirá en mi memoria, y hoy, cuando hubiera cumplido años, recuerdo las numerosas tarjetas que le enviaba desde Madrid y que tanto le alegraban, y los besos que siempre le daba en sus mejillas rosadas, cuando estaba en casa. El tiempo se extingue entre mis manos y ya no doy besos, profetizo como Anna Ajmátova.
La línea fina del horizonte se dibuja lentamente en la luz del atardecer y me llega un aire salado desde el Mar Negro donde pájaros de hierro y gaviotas comparten el espacio aéreo, momento propicio para un “Réquiem por el este”, recordando el libro de Andrei Makine. Lo abro y leo las palabras que, la excelsa traductora de francés, Ileana Cantuniari, esposa del renombrado hispanista rumano Mihai Cantuniari, nos dedicó a mi madre y a mí: “…este libro, trágica incursión en el mundo de hoy, después de la caída de los regímenes comunistas”. Un sabor amargo y la realidad que nos muestra que la incursión en el mundo de hoy sigue siendo trágica. Makine, cuya infancia transcurrida en una Siberia agobiada por los ecos del Gulag y la guerra, que dejó una profunda impronta en su alma, escribió al final de esta novela polifónica: “Surgirás del sueño nevado de los árboles, a la orilla de un lago helado. Y empezarás a caminar sobre ese hielo aún frágil; cada paso será para mí un intenso dolor y una alegría. Caminarás hacia mí, dejándome, con cada paso, reconocerte. Al acercarte, me mostrarás en la palma de tu mano un puñado de bayas, las últimas que se encuentran bajo la nieve. Amargas y heladas. Los peldaños helados de la escalera de madera emitirán un crujido como no he oído en una eternidad. En la casa, quitaré la cadena del reloj con pesas, para desatar su nudo. Pero ya no necesitaremos sus horas”.
Se llena el ambiente de reminiscencias, olores de incienso y armonías, y una perfecta alianza entre fe y música que tiene como telón de fondo la música del Oratorio de Bach, acordes que cambian los matices de azul celestial en el verde veronés, el color de los ojos de mi madre.
Camino con cuidado por los senderos del parque para no pisar algún insecto llamado “el ojo de Dios” debido a que sus puntos negros en su rojo caparazón se parecen a unos ojos bastante profundos. Muchos insectos desaparecen del microcosmos al ser aplastados por nuestros pies, otros llegan a formar parte de un cuadro inerte en un insectario. Igual que los humanos, solo algunos tienen la suerte de tener unas exequias dignas. Dicen que, en el cementerio “Cielo de insectos” de la ciudad de Amagasaki, en Hyogo, un sacerdote budista realiza servicios conmemorativos una vez al mes a los insectos que habían estado bajo el cuidado de alumnos de primaria. Pienso en cuánto amaba mi padre a esos seres cuya lucha constante es la supervivencia en un mundo lleno de peligros. El poeta W. S. Merwin dedicó a esos “ancestros”, que quizá llegaron antes que nosotros a la tierra, unos profundos versos, desde su retiro en la isla de Hawaii, empatizando con esos seres diminutos:
“Ancestros
Llevamos aquí tan poco tiempo
y fingimos haber inventado la memoria
hemos olvidado cómo es ser ustedes
que no nos recuerdan
recordamos haber imaginado que lo que nos sobrevivió
sería como nosotros
y recordaría el mundo tal como se nos presenta
pero serán sus ojos los que se llenarán de luz
los matamos una y otra vez y nos convertimos en ustedes
devorando los bosques
devorando la tierra y el agua
y muriendo por ello
alejándonos de nosotros mismos
dejándoles la mañana
en su antigüedad”
Siguiendo el mismo recorrido por el parque, a la hora del ocaso, cuando las olas de colores se desbordan como un efluvio de rayos sobre mí, hago un alto en el camino y me siento al lado de un cono de pino caído mirando su sagrada geometría, y recordando a mi padre que solía recogerlos y traerlos a casa, junto con algunas ramitas de abeto, cuyo olor le cautivaba. Lo recojo en la palma de mi mano con la delicadeza de saber que algo sobrevive en él aún estando así, marrón y desvitalizado, y pienso en sus “virtudes elementales” absorbidas de todos los vientos que soplan, como en el poema ‘The fallen pine-cone’ de Paul Hamilton Hayne:
“Te levanto a ti, cono moreno y áspero,
bien equilibrado y alto, entre las hierbas florecientes y el cielo;
y, como las voces del mar habitan
en las finas cámaras de la concha oceánica, así el oído de la fantasía
dentro de tus innumerables y tenues complejidades
ha parecido a menudo oír
los espíritus aprisionados de todos los vientos que soplan”
Cierro los ojos en este día de julio antes día de gran celebración –y, como si entrara en el reino del sueño, te imagino. Me envuelven miles de fragancias de rosas, como aquellas que tú, padre, me traías al regresar del habitual paseo matutino por el parque Carlos I. Pienso en ti, en todo lo que perdiste y cómo tuviste que seguir volando con alas rotas de dolor, en cuántas perdidas tenemos que superar, en cómo nos esforzamos cada día a lidiar con el sufrimiento y las injusticias.
Al volver del paseo, reflexiono sobre la incapacidad del lenguaje para capturar todas esas emociones que sentimos al contemplar el mundo, del que tanto habla John Keats. En la alfombra celestial el azul se metamorfosea cada vez más y, en este día de domingo, dirijo la mirada hacia el punto más brillante. Y vuelvo a leer a Makine: “En el cielo hay multitud de puntos brillantes: para encontrar a una persona desaparecida, basta con visitar todas esas fuentes de luz, una tras otra, en todo el planeta”.





