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Acordeón¿Qué hacer?Una última siesta

Una última siesta

Ilustración: Atxu Amann

Nunca había estado tanto tiempo junto a un cadáver; y digo literalmente “junto a” un cadáver porque nuestros cuerpos estuvieron en contacto durante más de una hora. La empresa de incineración en la periferia sur de Madrid, que tenía un nombre muy absurdo que no recuerdo, nos había dado cita a las tres de la tarde. Era lunes, 17 de junio, y estábamos en plena ola de calor. Conduje durante treinta y cinco minutos con el aire acondicionado a tope, pero con la radio apagada: iba muy rápido porque tenía muchas ganas de verla y me confundí varias veces entre las calles sin salida del polígono. Desde el sábado por la mañana solo podía pensar en volver a verla y tocarla: tenía necesidad de materia, de pelo, de olor, de textura; bueno, el olor había desaparecido. El argentino del taller que había enfrente me indicó que tenía que llamar al timbre que había al lado de una puerta en una fachada sin carteles y sin ventanas. Apareció una mujer joven, tan grande como anodina; me dio el pésame y me condujo a su oficina para firmar previamente unos documentos. Todo era muy siniestro. Me preguntó si quería tomar algo: no, gracias. Me preguntó si estaba preparada: ¡obviamente!, llevaba dos días preparándome para este momento y no era la primera vez; sabía que cuando se abriera la puerta rompería a llorar, pero no de tristeza, sino de alegría por estar con ella de nuevo. En fin, la seguí por un pasillo aséptico, en tonos azulados, con puertas laterales correderas de vidrio templado que no dejaban ver el interior y una puerta metálica de seguridad al fondo con un cartel que prohibía el paso. La atmósfera artificial era insoportable; ni siquiera sentía mi olor a sudor. Apenas abrió unos centímetros la puerta de la izquierda, la presencia de Syla llenó ese extraño espacio. Creo que dijo que volvería en un cuarto de hora y que si necesitaba algo apretase el telefonillo. Cuando la puerta quedó herméticamente cerrada con un click, sentí la falta de ventanas, del afuera, la ausencia de aire fresco, de algo moviéndose, la presencia de la muerte. Mi mente empezó a recrear escenas de ficción y arquitecturas imposibles: busqué cámaras pensando que ese cubículo era un escenario con transmisión en directo en internet para un público gore; golpeé el suelo para tantear su consistencia pensando en un ascensor que nos llevaría al fondo de la tierra para alimentar a la bestia; toqué los encuentros de las esquinas y pensé en cabinas de tortura que iban cerrándose lentamente para deleite de un maníaco; en cámaras de gas letal para eutanasias más que humanas, en que era una tapadera de un negocio de narcos, en que todo era un sueño. Mi imaginación quería huir, pero tenía que concentrarme en despedirme, aunque no quisiera, que era a lo que había venido.

Pues allí estábamos Syla y yo. Como casi siempre desde aquel mes de octubre en que Javitxu llegó a casa con dos cachorras rescatadas, ¡porque no iba a dejar a una sola! Arrimé una silla de falso terciopelo azul a donde ella estaba tumbada; era una especie de carro hospitalario con ruedas que habían forrado con una manta de corazones para hacer todo más amable, supongo; la cubría parcialmente dejando solamente su cabeza descubierta y me recordaba la ilustración del cuento de Caperucita cuando el lobo se metía en la cama de la abuela. La destapé y comprobé su delgadez; la besé varias veces en la frente mientras palpaba sus costillas demasiado marcadas, su cortísimo rabo y sus piernas, tan huesudas ahora y tan ágiles en el pasado como las de las corredoras de maratón. Tenía sus enormes orejas en punta como siempre y al final de su estrecho y largo morro, se le salía un poco la lengua. Le abrí la boca y se la metí para dentro; cogí la piel del labio y la estiré un poco para taparle los dientes intentando encontrar una expresión lo más cotidiana posible. Sus ojos estaban abiertos, pero no me miraban: me moví alrededor de su cabeza intentando ajustar la dirección de la mirada haciéndola coincidir con mis ojos hasta que comprendí que estar muerto impide mirar. Opté entonces por cerrar sus ojos para que pareciera que estaba durmiendo, sin éxito porque su párpado superior volvía a replegarse y a dejar al descubierto un ojo, algo reducido, con una pupila dilatada que ocupaba todo el espacio de la habitación. Levanté la cabeza para comprobar que el otro ojo estaba igual.

Su nariz estaba húmeda curiosamente. Siempre se la limpiaba cuando llegábamos a casa y estaba manchada de tierra, de hierba, de ramas. Ahora, cuando acaricio a Misha, me acuerdo de ti. Lleva todo el verano en el suelo, desparramada con su piel peluda exactamente donde el aire acondicionado le llega directamente. Cuando se acerca a ver si todo va bien y me pide atención con su pata, le acaricio una piel fría, casi como estaba la tuya.

La puerta corredera se abrió lentamente y apareció la joven mujer anodina de la cara innecesariamente triste porque ella no había perdido a ningún ser querido y tanta empatía era imposible: debía ser parte de sus obligaciones laborales, pobrecilla. ¿Cómo me habías dicho que se pronunciaba tu nombre? Ah, vale, atsiu, pues mira, que resulta que nos hemos equivocado y la incineración de Syla no puede ser a las tres y media; resulta que… bla, bla, bla… un perro demasiado grande… bla,bla, bla… si quieres puedes irte y nos ocupamos nosotros de todo.

Así eran las cosas; iba a estar con Syla hasta las cinco de la tarde; justo la hora en la que salíamos las tres a hacer un pis rápido, por tu incontinencia urinaria. Antes, intentábamos dormir la siesta, con el ventilador girando hacia ti y hacia mí, hacia ti y hacia mí. Ya nos habíamos dicho todo en estos casi seis años juntas y después de la operación de febrero, una de las veces que estuvo prácticamente muerta, nos prometimos nunca más separarnos. Contra todo pronóstico, Syla había sobrevivido a una cirugía de urgencia por una perforación del intestino a las dos de la madrugada, pero esos dos días en la UCI sin vernos habían sido demasiado dolorosos. No podríamos soportar otra vez vivir de nuevo la experiencia de los días siguientes cuando íbamos al hospital a estar contigo veinte minutos dos veces al día, para salir al parque, para que Misha te viera y te oliera, para que comieras porque te negabas a relacionarte con nadie: sí, parece que tiene ciertos rasgos de autismo. Así que cuando estábamos de nuevo en casa asumimos que, si volvíamos a empeorar, nos dejaríamos morir o incluso provocaríamos la muerte si fuera necesario.

Te empujé un poco y me hice sitio para acurrucarme. El carrito, la silla y nuestros cuerpos formaron una especie de extraño ensamblaje en el que nuestras narices estaban en contacto; me gustaba pasar repetidamente el dedo por ellas como hacía cuando quería que cerrases los ojos; exactamente igual que como lo hacía con los niños para que se durmieran mientras les tatareaba green sleeves. Poco a poco nuestras temperaturas empezaban a igualarse, pv = nrt: sentía tu pelo, tu piel, tus densidades e incluso tus zonas blandas: hasta podía doblar la punta de la oreja, acariciarte las almohadillas y separarte los dedos: tu estado me confundía y pensé que podrías volver a recuperarte. En esa intranquila calma, sin que el tiempo transcurriera, todavía despierta, recordé cómo el sábado habíamos salido a pasear las tres. Acababa de amanecer y los mirlos, las palomas y, sobre todo las urracas, anunciaban un día caluroso pero que a esa hora era todavía fresco. Te habías esforzado en jugar con tu pelota verde, como siempre, sobre una hierba que en algunas zonas todavía no había secado el rocío. Fue un paseo corto para no cansarte. A la vuelta a casa, noté que arrastrabas los empeines como una bailarina. Te paraste, te sentaste y me miraste: por primera vez en la vida me pedías que te cogiera en brazos, ya no podías seguir disimulando. Caminamos despacio, por la sombra y noté el sabor salado de las lágrimas que empezaban lentamente a llegar a mi boca, pero no quería que te dieras cuenta. Ya en casa llamé a Josetxu. Los dos supimos que te estabas muriendo y lloramos juntos sin decir nada; contigo, tumbados en el patio delante de casa, podíamos notar cómo la fuerza te iba abandonando y te abandonabas a esa sensación como si la reconocieras.

De repente, estabas otra vez como siempre moviendo ese ridículo rabo, demandando que te lanzásemos la pelota. Bosko vino y te la cogió y Misha se lanzó a por él. Tumbados en la pradera podíamos sentir la alegría de estar vivos y juntos. ¡Que poco era suficiente! ¡Tan poco es tanto!

Bajo la sombra, sentíamos la hierba húmeda y vuestros ladridos asustaban a los conejos; las lenguas os colgaban de cansancio. Venga, vamos a la fuente a beber agua. ¡Aquí! ¡Eh, aquí!: Quieto, quietas, que vamos a cruzar.

El sonido de la puerta corredera nos despertó. La cogí por debajo, ya sin la maldita manta, notando su columna entre mis brazos y la deposité dentro del horno con cuidado. Tuve que cerrar los ojos por el calor que salía de esa cavidad grisácea en la que todavía quedaban algunas cenizas. Con Arvak no pude hacerlo: Syla pesaba apenas trece kilos, menos de la mitad del peso de su cuerpo fibroso en el pasado y mucho menos que los treinta y cinco kilos de su hermana. Arvak pesaba cuarenta y seis kilos y era pura fibra. Tampoco había podido ver a Bosko en el horno: allí en Navarra nos abrieron su cajón para que nos pudiéramos despedir: le incinerarían horas después y harían llegar las cenizas a Soria. Estaba tan guapo como siempre y con el gesto plácido de cuando dormía en posición fetal. Me costó un poco levantarle la cabeza para anudarle alrededor del cuello mi pañuelo negro; dentro, entre su piel y la gasa, dejé un mechón de pelo que corté del final de mi trenza y a cambio le robé unos pelos de su capa dorada, como la de un león; entre sus patas, como si fuera un brazalete, le enrollé una cinta con muchas conchas del Mar Menor que tanto le gustaba. Con Syla fue diferente, apenas un pequeño mechón del flequillo entre sus dedos para juntar nuestros genes. Nuestros pelos eran muy similares, marrones casi negros, con canas y encrespados. A ella se los corté de la cresta punkarra que se le levantaba cuando se ponía agresiva; se los di a mi hijo en una bolsa de plástico que me facilitó la mujer triste del tanatorio: debía ser una práctica muy habitual.

Normalizamos el dolor. La masacre de Gaza continua y cada mediodía, cada desayuno y cada cena las imágenes de las mujeres llorando la pérdida de sus hijos ocupan la escena en las noticias. Sin lugar a dudas, mi tristeza es egoísta, injusta, desmesurada, pero no lo puedo evitar: te echo de menos y mis ojos se enturbian y sienten tu ausencia a ratos, que cada día se irán distanciando. Soy capaz de imaginar el dolor se las madres gazatíes, pero no sabemos qué hacer; tengo rabia y no quiero mirar hacia otro lado, como si ese gesto sirviera para algo, como si mantener la mirada en esos cuerpos delgados muertos envueltos en sábanas blancas en brazos de mujeres cubiertas de negro sirviera de algo, como si estar en este texto sirviera de algo. Tu hermana me mira mientras escribo esto; sus ojos amarillos quieren decirme algo que ahora no comprendo así que opto por levantarme; ella también se incorpora y caminamos juntas hacia la puerta. Hoy es 16 de agosto, Jaime cumple treinta y tres años y el cambio climático ha provocado en este 2025 unas temperaturas que sobrepasan los cuarenta grados. Vamos despacio, pegadas a las fachadas; la una delante de la otra y todavía nos extrañamos de ver en nuestra sombra solamente nuestros dos cuerpos.

Volví a casa desde el tanatorio todavía más rápido que a la ida. Tenía ganas de encontrarte y salir a pasear contigo. Quería contarte todo lo que había pasado; con cuidado, porque cada vez que oías su nombre mirabas hacia atrás como si todavía viniera corriendo con la pelota. Ahora ya te has acostumbrado y adoptas hermanos con quien dormir al fresco bajo el aire acondicionado. Te voy a buscar siempre a las siete y ya fuera te hablo cada día de Syla, de Bosko y te cuento historias que no se si entiendes, pero que te gusta escuchar. Mira, mira, Misha: ¡Tu amiga! Empiezas a correr por la orilla entre las algas verdes –la Caulerpa prolifera que ha invadido la laguna por el vertido incontrolado de nutrientes por los humanos–, entre los mújoles que saltan como si no pudieran soportar estar dentro, entre las medusas “huevo frito” que cosen la orilla. Nos sentimos solas en las salinas del Mar Menor, pero estamos sin duda acompañadas y no solo de ese hombre de pelo blanco que cada día viene a buscarnos por si acaso: la garcilla, la misma garcilla de siempre, nos provoca con sus gritos cuando te ve cada puesta de sol; le gusta que la persigas porque sabe que nunca la podrás alcanzar. Tampoco podremos volver a estar nunca más con Syla.

Según parece, algunos científicos han detectado un espacio-tiempo entre la vida y la muerte. El ateísmo me dificulta dar sentido y forma a esta hipótesis, pero just in case, esa siesta que dormimos Syla y yo, con nuestros cuerpos pegados comunicándonos nuestros sueños, fue lo más parecido a ese “tercer tiempo”. Diez días después, cuando Juan se lamentaba por no poder saltar la hoguera este año, tatué tu nombre justo al lado del de Bosko: S Y L A. Otra banda negra más en mi brazo izquierdo. Si algún día mi mente se pierde del todo, y parece que hay bastante posibilidades, quiero poder leer, mientras sepa cómo hacerlo, todos vuestros nombres cuando me despierte y recordar que estuvimos juntos y fue lo mejor.

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