Usted pintará el vino, el amor, las mujeres

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Pienso en que estas cosas, aún siendo las 8:15 de la mañana, sí que le empujan a uno a los bares. Pero qué sé yo. El tipo, de unos 60 años, que viste un traje gris que se asoma por debajo de un abrigo gordo y largo, insiste con una broma de bolsillo que le río, por cordialidad, digamos, y al ojearle con discreción no puedo remediar sentir envidia por ese abrigo que parece la solución a todas las cosas malas del mundo.

 

La tarde nos empuja a ciertos bares.

Gil de Biedma.

 

 

Con un café ardiendo en una mano y una bolsa con tres porras en la otra espero delante de un semáforo. Hace un día helado de los que parten en cuatro las pestañas y me he olvidado la bufanda y el abrigo en casa. Creo que nunca, hasta hoy, me había olvidado el abrigo en casa. Y es un declive notable, no cabe duda; una señal muy obvia de que el año ya va cuesta abajo, y estamos a día 5 de enero, aún es temprano. Una lástima. Pero como no queda más remedio que agarrarse a las circunstancias, me agarro al café caliente como si fuera el mañana, y entonces un señor de ojos caídos, pelo escaso y dientes amarillos, se para junto a mí y me mira de arriba abajo.

 

Buenos días me dice mientras el semáforo sigue en un rojo brillante (para los peatones, que los coches llevan ya siete minutos silbando)–. Eso le salva a uno la vida sugiere mientras apunta hacia el café.

 

Asiento con la mirada torpemente ante una afirmación tan severa y me refugio en la punta de mis zapatos agachando la cabeza. Pienso en que estas cosas, aún siendo las 8:15 de la mañana, sí que le empujan a uno a los bares. Pero qué sé yo. El tipo, de unos 60 años, que viste un traje gris que se asoma por debajo de un abrigo gordo y largo, insiste con una broma de bolsillo que le río, por cordialidad, digamos, y al ojearle con discreción no puedo remediar sentir envidia por ese abrigo que parece la solución a todas las cosas malas del mundo.

 

Se parece un poco este abrigo, o al menos me recuerda, al sofá que hay en el salón de mi casa. Es un sofá azul, viejo, compuesto por dos piezas que se unen formando medio círculo que se vuelca alrededor de la tele, en medio del salón, bajo la luz de un par de cuadros y tres librerías empotradas. El sofá tiene más años que yo, dos más, creo, y lo compraron mis padres después de que se utilizase para rodar un anuncio, sentándose en él Marlon Brando. El otro día llegó mi padre a casa diciendo que lo iba a cambiar por un sofá nuevo que le regalaban, y de inmediato se le notificó que aquella posibilidad ni se barajara. No por lo de Marlon Brando, que, aunque le da un no sé qué cosa especial, tampoco hay que ponerse en plan mitómanos. El asunto es que es un sofá al que cualquiera se rinde sin titubeos, acogedor, de los que manejan sensaciones positivas entre los dedos. Uno de los mejores momentos del día se reduce a sentarse en una de sus esquinas al caer la noche, en pijama, calzando unas pantuflas de colores de las de andar por casa, con el sonido de la tele de fondo y algo para leer entre las manos. Después apagar la luz, una película, y sentir la espalda hundiéndose entre sus plumas. Se me hace incambiable; sería un auténtico desastre llegar a casa y tener que enfrentarme a un elemento nuevo de semejante importancia, como si a Homer Simpson, con la huella de su culo ya grabada, se lo cambiasen. Y es un sofá, así que como tampoco hay que dejar llevarse por sentimentalismos me agarro al verso de Gil de Biedma en su poema Idilio en el café para decirle lo que siento:

 

Queda también silencio entre nosotros,

silencio

y este beso igual que un largo túnel.

 

Devuelvo ahora a una de esas librerías que acompañan el sofá Los diarios de Emilio Renzi, de Ricardo Piglia, que terminé de visitar la semana pasada, cambiándolo por Alta fidelidad, de Nick Hornby, y las antimemorias del peruano Bryce Echenique Permiso para vivir. Había dejado anotado en el papel que usaba de marca páginas una nota que rescata Piglia de la Correspondencia de Flaubert y no tengo más remedio que sentarme en el sofá para leerla:

 

“Usted pintará el vino, el amor, las mujeres, la guerra, con la condición, querido amigo, de que usted no sea un borracho, un Don Juan, o un soldado de las trincheras, un marido. Si se encuentra inmerso en la vida, no podrá verla con claridad, la sufrirá o la disfrutará demasiado, a costa de su arte”.

Antonio Mérida Ordás nació en Madrid en 1992, y veinte años después se fue de Erasmus al sur de Alemania en busca de sol y playa. Estudia comunicación audiovisual en la Universidad Complutense y ha colaborado desde Alemania con El Viajero, y a su vuelta a Madrid con Koult.es, y Achtung Magazine. Hasta hace no mucho, ha sido becario de redacción en Canal Plus. También ha trabajado sirviendo champán con una mano, de pinche de cocina, y eligiendo corbatas en Massimo Dutti entre otras cosas. Ahora escribe de cuando en cuando. Le gustan las películas. Twitter: @antoniomerida92 Aquí se viene a desnudarse, a tomar seis tragos, a bailar un boogie-woogie aunque no bailes, a enfundarse los guantes y saltar al ring agitando las caderas, para terminar brindando por un buen polvo o mejor combate.