En ‘Las olas’ (Edhasa, 2012), de Virginia Woolf, una de sus memorables protagonistas -cuando todavía era pequeña e inocentona- creía firmemente en el poder emancipador de las distracciones: «Es aburrido —dijo Jinny— pasear por la carretera principal sin ventanas a las que mirar, sin ojos borrosos de cristal azul sobre la acera». Por suerte, en estos tiempos de cuarentena y encierro todos somos como Jinny. Han cambiado algunas cosas, claro está: ahora ya no hay carreteras por las que podamos pasear -o circular, siquiera-, pero estamos distraídos y viviendo entre cortinas, persianas y vidrios de doble acristalamiento convenientemente desinfectados. Es detrás de ellos, precisamente, donde está la resistencia. Y es también donde nos estamos agolpando estos días para poder ver, aunque sea en la distancia, los lugares por los que hace no mucho transitábamos, y que, dentro de muy poco, volveremos a pisar.
Con la vida reducida a un par de kilómetros cuadrados, que es a lo que alcanza la vista si uno se concentra en el paisaje que hay detrás de los balcones, la rutina se ha visto forzada a claudicar. Hemos limitado las opciones y, como en aquel poema de Alcántara, nos toca disfrutar de lo esencial: «Le gustaban pocas cosas: / el alcohol y las ventanas, / el mar desde una colina / (…) las noches y los amigos / el verano y tus pestañas». Porque gustar, lo que se dice gustar, seguirá gustándonos lo mismo, pero ahora no podemos deleitarnos. Por suerte, para momentos así nos quedan las ventanas.
Gracias a sus luces, a sus aplausos puntuales a las ocho de la tarde, a sus hilos musicales colectivos, las ventanas -y todo lo que ocurre tras de sí- se han ido convirtiendo, poco a poco, en el reducto de la alegría y de la civilización. Reconforta asomarse y comprobar que -como tú- hay decenas de vecinos fisgoneando, celebrando y compartiendo sus quehaceres. Tal vez no sea como ver el mar desde una colina, pero, sin lugar a dudas, las ventanas, estos días, funcionan como un faro, como el punto cardinal certero que nos ayudará a salir de esta situación. Como escribía F. Scott Fitzgerald en ‘El gran Gatsby’ (Anagrama, 2011), «siempre tienes una luz verde que brilla toda la noche en el extremo del embarcadero», sólo hay que pararse a observar.
Es en el mirar, por tanto, donde encontramos consuelo y distracción últimamente. Y entiéndanme: no estamos tan desesperados, porque, aún, no nos hemos conformado en hacerlo sin importar la dirección. En realidad, las cosas más cercanas nos aburren, las que están a media distancia -y disfrutamos cuando vamos a comprar al supermercado, o de excursión a la farmacia- se nos quedan extremadamente cortas, y las lejanas, esta vez sí, son las que nos dan impulso y nos animan a continuar. El futuro, que es lo único que importa en cuarentena, es eso que ocurre, paradójicamente, detrás de un cristal.
Pero no se desanimen ustedes, que el futuro siempre vuelve y siempre llega. Mientras tanto, lo podemos invocar: asomándonos al balcón, levantando las persianas, descorriendo las cortinas. En definitiva, estando en comunión con los vecinos y buscando una luz verde que nos permita desconectar durante un rato, al menos, de nuestras más oscuras preocupaciones. ¡Ah! Y hagámosle caso, también, al eterno personaje de Fitzgerald, porque «Gatsby creía en la luz verde, el futuro orgiástico que año tras año retrocede ante nosotros. Se nos escapa ahora, pero no importa, mañana correremos más, alargaremos más los brazos y llegarán más lejos… Y una buena mañana…» todo esto habrá pasado.