En mi época como alumno de instituto siempre nos obligaban a elaborar una redacción sobre lo que habíamos hecho durante las vacaciones como primera tarea del nuevo curso escolar. No sé si siguen con aquella empedernida tradición en pleno siglo XXI, pero quizás por la nostalgia tan característica al menos entre algunos treintañeros como yo, he decidido resucitar tan noble actividad después de diecisiete años y, por primera vez, sin obligación. El pasado verano ha sido para mí de festivales por una serie de motivos que iré desgranando. Un aviso previo: no soy nada festivalero. O, por decirlo de otra manera, me dan repelús muchas de las cosas que suelen implicar las macro-fiestas: la obligación de sentir y de comunicar continuamente a las personas de tu entorno (real o virtual) que te lo estás pasando bomba; en relación con la anterior, el típico engaño capitalista, de que si no has disfrutado de un espectáculo, es tu culpa por haber elegido mal entre tanta oferta; el código implícito (y a veces explícito) de que la más mínima queja sobre la calidad de cualquier servicio desde el aspecto artístico hasta las copas supone una traición al buen rollo, un ultraje al bien común del colectivo utópico; y, más que nada, la perversa, desagradable, contradicción en el hecho de que pagues para vivir en condiciones de las cuales un alto porcentaje de la población mundial huye, es decir, hacer camping. No me ruborizo al reconocer que, por muy en desacuerdo que esté con muchos de los postulados y las prácticas del capitalismo actual, me cuesta prescindir de las comodidades de la vida burguesa.
Mi currículum festivalero
Existe un claro punto de inflexión en mi trayectoria vital: mi odisea al Exit Festival de Serbia en julio de 2009. Ya compradas las entradas, billetes de avión etcétera, me llamaron de la Universidad de Leeds para convocarme a una entrevista de trabajo. Me doy cuenta de lo mucho que he cambiado –no sé si es algo personal, o la agudización de nuestras prioridades y preocupaciones por la crisis– en el hecho de que en aquellos años, sin tener empleo fijo para el curso siguiente, les dijese que me encantaría asistir, pero que me iba a resultar imposible por una cuestión de fechas: tenía que marcharme justamente ese día. Con un gesto muy generoso por parte de mis futuros empleadores me ofrecieron la posibilidad de hacer la entrevista por teléfono y concretamos la hora para coincidir con mi llegada a Novi Sad. Todo fácil y resuelto, salvo los retrasos en la aduana de Serbia: al parecer, el conductor no había pagado el soborno estipulado, y tuvimos que bajar las maletas para que las registrasen. Todavía estábamos en el autobús cuando recibí la llamada. Tuve que rogar a todos los viajeros –la mayoría compatriotas míos que, fieles al estereotipo, ya habían bebido como cosacos– que se callasen porque me iban a hacer una entrevista telefónica.
Por suerte, los golfos eran buena gente, y me concedieron un silencio monacal durante la llamada, en la cual intenté sin pena ni gloria defenderme –luchando contra la malísima cobertura– sobre temas como las ventajas e inconvenientes de la incorporación de la tecnología en el aula moderna o cómo enganchar a los chavales en clases sobre el teatro del Siglo de Oro. Total, di por hecho que no me iban a seleccionar, pero justo antes de la salida al escenario de The Prodigy, el jefe del departamento me llamó para ofrecerme el puesto. Daba la impresión de no conocer la precariedad de mi situación laboral porque intentó convencerme para que aceptara la oferta a base de unas explicaciones algo farragosas sobre los beneficios del sistema de pensiones que existen para los recién incorporados en Leeds. Muy bueno saberlo, pero no era precisamente el momento más adecuado para ocuparme de tales temas: le contesté que sí, e intenté colgar lo antes posible. Ya hablaban los griegos, los grandes maestros de las fiestas bacanales, de la tensión humana entre la rutinaria disciplina de Apolo y la destructiva orgía hedonista de Dionisio; trasladado a mi situación actual, se podría concluir que he llegado a vivir esta disyuntiva de la siguiente manera: la prosaica pensión está reñida con los alocados ritmos eléctricos de alto voltaje. En mi caso, para bien o para mal, quizás ha ganado aquella.
Exit fue la primera y última vez que he pasado todo un festival durmiendo –o, mejor dicho, intentando dormir– en una tienda, cercada de críos, por lo general hijos de papá, muchos de los cuales podrían ser mis futuros estudiantes. La combinación del calor diurno y el imprevisto frío de la madrugada hizo que casi no pegara ojo y la única manera de seguir alerta fue a través de repetidas visitas al bar: por lo menos, la cerveza era muy barata. Juré que no iba a repetir la experiencia y, en 2010, reservamos una habitación de hotel para nuestra visita al Bilbao BBK. Todo un acierto, aunque cometí otro error quizás aún más grande con ese festival. Decidí acudir porque entre el cartel figuraban algunos de mis grupos predilectos: Pearl Jam, Gogol Bordello, Skunk Anansie, Paul Weller, Rammstein y un largo etcétera. Lo que no tuve suficientemente en cuenta es que los recitales de los músicos en los festivales casi nunca están a la altura de sus propios conciertos, pues no tocan en condiciones óptimas: los espectadores no suelen estar tan entregados, la calidad del sonido es desigual, disponen de menos tiempo y existe la presión de mantenerse fiel a sus temas más emblemáticos porque el público no está muy curtido en su cancionero. De ahí, mi segunda regla fundamental: además de no hacer camping, el cartel en sí no debe ser la razón exclusiva para ir a un festival.
Existen pocas sensaciones tan ingratas como estar en un campo viendo a uno de tus grupos favoritos sin poder oírles bien, rodeado de gente más pendiente de sus cámaras que de la actuación en sí. En mi experiencia, algo parecido pasa con los festivales de teatro y de humoristas como el de Edimburgo; una vez enterrada mi pasión por la música o el teatro, los desconocidos suelen hablarme sobre los macro-eventos a los que han asistido preguntándome si he ido o increpándome para que asista. Como me precio de ser bien educado, y tengo un odio visceral a los pretenciosos con ínfulas de superioridad (quizás porque, en el fondo, tengo algo de ellos), no puedo soltarles un “siento demasiado respeto por el arte para asistir a tal o cual acontecimiento que acabas de mencionar”. De todos modos, aunque sea cada vez más difícil acudir a los locales, debido a su progresivo cierre y la proliferación de los festivales, siempre opto por aquellos. Debo ser de los únicos que, por mucho, preferiría ver The Rollin’ Stoned (un magnífico tributo) en un bar como el Half Moon en Putney (lo más parecido a Gruta 77 que queda en Londres, incluso si ya, en contraste con mi sala favorita de Madrid, te dan la cerveza en vasos de plástico), que el grupo original en Glastonbury.
Mi primera experiencia musical en directo fue un concierto de Deborah Harry, la mítica cantante de Blondie, delante de un público muy entregado de 3.000 personas –todos bailaban y coreaban, y no había cámaras– en un recinto cerrado de Birmingham en 1990, a mis nueve años. En el fondo, sigo pensando que es el prototipo de lo que debe ser un concierto, aunque acepto que las convenciones, convenciones son, y las condiciones de las representaciones artísticas nunca son estáticas: de ahí, la estupidez de la gente que exige los montajes del teatro clásico “como Dios manda”, cuando en realidad se refieren casi exclusivamente a prácticas establecidas en el siglo XIX. Ya, en pleno siglo XXI, es un fenómeno bastante comentado que, en gran medida debido al éxito de los festivales, la música en directo está en auge, mientras la industria discográfica se va al traste; aunque no ha llegado a tal extremo, los festivales teatrales –y España no supone ninguna excepción– van asumiendo también cada vez más protagonismo.
Existen muchas explicaciones para este fenómeno desde la implicación de las instituciones privadas y públicas, que ven las posibilidades del turismo cultural, hasta las cada vez más sedentarias y solitarias maneras de vivir que nos hacen añorar sensaciones y experiencias que al menos ofrezcan el simulacro de una experiencia compartida y colectiva. En principio, no tengo objeción alguna, aunque sí temo que puede dar paso a un ciclo bastante vicioso: salimos menos y, por eso, tiene que ser un gran acontecimiento lo que justifique nuestras escapadas. Huelga decir que esta práctica no solo supone un peligro para la diversidad cultural, sino que también otorga grandes oportunidades empresariales para unos elegidos; como en tantos otros ámbitos, cuanto más crece el valor simbólico y monetario menos son las personas o entidades entre las cuales se reparten los beneficios.
No existe mejor manifestación de este cóctel de economía y emociones en mi país que Glastonbury: empezó en 1970 con 1.500 asistentes y en aquella primera edición la entrada costaba una libra; ya por los años noventa constituyó un macro-evento de un precio razonable y, de todos modos, incluso los poco duchos en deportes como yo, pudimos saltar la valla y entrar sin pagar; hoy en día, es casi imposible burlar las fronteras de un lugar que cada vez se parece más a un cuartel, sin pagar una entrada que cueste menos de 200 libras. La repercusión mediática es tanta que muchos de los artistas más consagrados bajan su caché para participar, mientras que para un grupo a punto de consolidarse, formar parte del cartel supone lo mismo que colar un texto en la revista con mejor grado de impacto de tu disciplina para un investigador en ciernes. En el fondo, la fórmula no es tan distinta de la de Operación Triunfo o La Voz: algunos veteranos viven de las rentas, y el salto a la fama es tan rápido para algunos elegidos que llegan a tocar en los polideportivos antes de haber pisado el escenario de cualquier bar. El fundador de Glastonbury, Michael Eavis, y su aún más crematística hija, Emily, se han hecho multimillonarios –aunque debo reconocer que realizan bastantes donaciones– sin perder cierto encanto supuestamente hippy entre los incondicionales y el gran público a pesar de la aplicación de prácticas de seguridad y privatización que hubieran hecho ruborizar a Tony Blair, ese antiguo progre por antonomasia cuando llegó a la cúpula del poder por primer vez.
La industria musical siempre ha sido eso, una industria, y sería una queja quijotesca por mi parte añorar tiempos más inocentes cuando cuatro chavales se hicieron famosos a base de conciertos en todos los garitos del país, pero el actual estado de cosas sí sirve al menos para matizar el binomio Apolo-Dionisio. Muchos grupos, sus representantes y los organizadores de los festivales dedican más tiempo pensando en las pensiones y en mejores maneras de subir los peldaños profesionales que yo; y me niego rotundamente a divertirme por obligación, una fórmula contradictoria que alberga una conclusión bien prosaica: no quiero ir a la gran mayoría de los festivales porque me aburren. No obstante, la puesta en marcha de esta aseveración –tan fácil de decir, tan difícil de llevar a la práctica– junto con la aplicación de mis dos normas fundamentales me ha permitido disfrutar este año de tres festivales muy distintos entre sí: el Festival Internacional de Teatro Clásico de Almagro; The Bulldog Bash, el encuentro anual de los clubes de motociclistas que se celebra en un antiguo aeródromo militar cerca de Stratford-upon-Avon, y Sonorama, el festival indie que se celebra en Aranda de Duero. A pesar de mis tradicionales angustias, parece que, en cuanto a festivales por lo menos, ya voy camino a la perfección, en palabras de Santa Teresa.
En un lugar de La Mancha
No había estado en Almagro para el festival desde 2008, y tengo que admitir que no conservo muy buen recuerdo de dicha estancia: la beca que me dieron, y por la cual estoy muy agradecido, me obligó a asistir a las Jornadas, que fueron por lo general muy tediosas. Había cierto aire de El retablo de las maravillas, con la intervención de muchas eminencias, algunas –muy pocas– verdaderas y otras –la gran mayoría– falsas. Una de las segundas, una reconocida profesora argentina, me instó subir al escenario para recoger un certificado donde constaba mi ejemplar participación. Si se toma en cuenta de que mi actividad se limitó a no dormirme –aunque no fui capaz de suprimir todos los bostezos– sospecho que el criterio tenía mucho que ver con la internacionalización del encuentro: me sacaron una foto con una estudiante española y un coreano. Desde sus humildes comienzos en los años setenta, Almagro se había convertido en el templo del teatro clásico, un Edimburgo o Aviñón a la española. Bajo el mandato de Emilio Hernández (2005-2009), se prestó mucha más atención a la repercusión mediática y turística del festival que a la calidad de los montajes en sí. Como agravante, hubo repetidas acusaciones de enchufismo y, de los doce montajes que vi, solamente dos o tres fueron buenos, hubo algunos regulares y otros que eran auténticos despropósitos.
Lo que más me llamó la atención fue que, a pesar de estas limitaciones artísticas, las salas estaban a tope para montajes que había visto en Madrid con el aforo casi vacío, mientras que otras producciones mucho mejores del mismo año ni entraron en el festival. Convencido de que se había convertido en un endogámico parque temático con ínfulas cultas no tenía el menor interés en volver. El principal motivo de mi regreso este año ha sido porque estaba involucrado en la visita de la Compañía Nacional de Teatro Clásico (CNTC) a Leeds, y quería ver algunos de sus montajes más recientes. Dado que tenía un fin de semana libre en España a finales de julio me aproveché de la coyuntura y reservé entradas para Las dos bandoleras, de la CNTC; El caballero de Olmedo, una co-producción entre el Teatro Lliure y la Joven CNTC, y un montaje de lo que se ha dado en llamar Almagro off, titulado El caballero de Olmedo, no de Lope, el de otro.
Echando mano de una frase un poco cursi de Raphael, calificaría El caballero de Olmedo como “joya de la corona”, no solo del teatro áureo sino del arte de Talía en su conjunto. No obstante, ha pasado por las tablas modernas sin pena ni gloria debido, en gran medida, a los desafíos que se plantea a finales de la segunda jornada cuando lo que parece a primera vista como una romántica comedia de enredo se convierte en tragedia. Esta inteligentísima puesta en escena, dirigida por Lluis Pasqual, obvia este escollo haciendo hincapié en el romance que dio origen a la obra de Lope, una tradición poética que echa mano de una manera incesante de los malos augurios, junto con la incorporación de flamenco, cuya música y coreografía dan cabida tanto al amor como el desamor y a la muerte, de una manera que oscila entre lo solemne y lo festivo. Esta incorporación también resulta un guiño a la adaptación realizada por Lorca con La Barraca (la versión de Pasqual está claramente inspirada en la del poeta granadino). Aunque es, en cierta manera, una visión actualizada de la obra de Lope, lo que me pareció acertado de la propuesta es que, a pesar de que se presentaba como un tablao flamenco, y la mayoría de los actores llevaban vaqueros, nunca se trata de aparentar un carácter moderno, ni siquiera en los meta-fragmentos carnavalescos en los cuales una radiante Rosa Maria Sardá se recreó en su papel de alcahueta, además de adoptar una personalidad meta-teatral de cantante de cabaret, quien se mete con el público rogándole que apaguen los móviles o explicándole, a través de un bolero, lo que es un entremés. La actriz, irradiando energía y vitalidad a raudales a sus más de setenta primaveras, dejó constancia de sus orígenes en el teatro independiente, con una aparente espontaneidad que está, en realidad, cuidadosamente ensayada.
Sin el mismo nivel, los otros dos montajes fueron por lo menos solventes. Almagro off no es solo una metáfora: las salas están en los alrededores del pueblo en sitios por lo general muy bonitos y acogedores. La idea de tener alternativas a los grandes y costosos montajes de compañías profesionales me parece digno de elogio aunque, en este caso, me decepcionó un poco el hecho de que, en vez de ser un laboratorio para experimentar con acercamientos novedosos fue simplemente una divertida producción de aficionados que emplea chistes bastante trillados, verbigracia la incorporación de The good, the bad and the ugly, un tema de Ennio Morricorne de la película homónima (El bueno, el feo y el malo), como contrapartida después de un larguísimo discurso en verso sobre el amor y el honor. Sin embargo, había cierto entusiasmo y vitalidad en el elenco que logró trasmitirse a un público muy receptivo y entregado.
En el espacio Miguel Narros los asientos son tan incómodos y duros que maldije más de una vez durante las más de dos horas que duró la función de Las dos bandoleras la costumbre española de que no haya descanso. Tenía curiosidad por ver esta obra poco canónica que nunca había leído; solamente sabía que se trataba de unas mujeres que, hartas de ultrajes de honor y del comportamiento poco caballeresco de los hombres, se convierten en unas bandoleras en la sierra, en lo que se podría interpretar como un anticipo de películas del tipo Thelma y Louise e incluso Baise-Moi. No es casualidad que la estrella cinematográfica Macarena Gómez encarne a una de las protagonistas y que tanto su maquillaje como su actuación no disten mucho de los de su intervención como una glamurosa asesina en serie en la película Sexy Killer: morirás por ella. Me enganché al montaje, y me quedé impresionado por la vitalidad física de los actores, aunque había cierta exageración en la manera de decir los versos, y en los gestos y movimientos. Probablemente influyera en mis impresiones de estar sentado en primara fila, aunque esto también me permitió observar la incorporación de unos micrófonos bastante sutiles pero, a mi modo de ver, innecesarios –para actores de cierto nivel profesional– en un recinto de medio aforo como este.
A pesar de ciertas reticencias, esta amena estancia en Almagro me permitió apreciar entre un público más variopinto de lo que se suele encontrar en el Pavón, la sede temporal de la CNTC en Lavapiés. No supone ninguna exageración afirmar que me sonaron las caras de casi la mitad del público cuando fui allí hace unas semanas para el estreno madrileño de Donde hay agravios, no hay celos, de Rojas Zorrilla. Claro, para la mayoría de los asistentes a Almagro comer migas o un pisto con huevo en la estupenda Plaza Mayor –y son placeres totalmente legítimos– tiene igual o mayor importancia que la cata del teatro clásico. De hecho, tengo la sensación de que todo el guirigay que supone trasladarse a sitios como Mérida o Almagro forma parte del encanto para mucha gente; de ahí que la mayoría de turistas a Stratford-upon-Avon ni siquiera vaya al teatro cuando hace el peregrinaje a un pueblo que, si no fuera el lugar natal de Shakespeare, sería una aldea inglesa del montón.
Highway to Hell
Aunque mi familia sigue viviendo en Birmingham, a solo treinta minutos en tren, solo voy al pueblo del bardo inglés por un motivo: el Bulldog Bash, una de las fiestas principales de los motociclistas de Europa, organizado y patrocinado por los Hell’s Angels. Según a quien se pregunte, los autodenominados ángeles del infierno son unos delincuentes peligrosos o unas ovejas disfrazadas de lobos. En cuanto al mundo musical, no cuentan con los mejores antecedentes: como se puede ver en el documental Gimme Shelter, cuando los Rolling les contrataron en 1969 para controlar la seguridad en su festival de Altamont, mataron simbólicamente el sueño de paz y amor cuando cosieron a navajazos a Meredith Hunter, un joven negro. A pesar de tan nefastos antecedentes, el Bulldog Bash, que nació en el año 1987, iba ganando adeptos sin grandes conflictos en sus primeras ediciones. No obstante, algunos abogaron por cancelar la edición de 1998 como consecuencia de las amenazas de violencia, incluso con el uso de explosivos, por parte de Los Outlaws, otra tribu motociclista de raíces más profundas en la zona, y con la cual mantienen décadas de animadversión como consecuencia de la violación de la mujer de uno de los Hell’s Angels por parte de uno de sus rivales.
Al final, las amenazas no se hicieron realidad, y el festival, que compagina actuaciones musicales con carreras y demostraciones de motos junto con actividades alternativas adicionales desde strippers y lucha libre hasta carpas de música dance y tiendas de cervezas artesanales, se consolidó, a pesar de la casi nula cobertura mediática, con la asistencia de hasta 50.000 asistentes, entre los cuales la mayoría eran motociclistas de todo el mundo. A nivel antropológico, la asistencia supone una muestra de pertenencia a un colectivo, consolidando los valores y vínculos entre los socios junto con jóvenes locales, que disfrutaron de sus primeros viajes con el MDMA en la carpa dance a las cuatro de la madrugada en un ambiente infinitivamente menos amenazador que la mayoría de las discotecas de sus alrededores. Por desgracia, en 2007, y fuera del recinto, mataron a tiros en la carretera a Gerry Tobin, un veterano Hell’s Angel, cuando salía del festival, y la policía echó mano de todos los recursos a su alcance para acabar con ello. Sin embargo, el ayuntamiento concedió una licencia para celebrar el evento durante los próximos diez años con el argumento de que los organizadores habían tomado todas las medidas de seguridad adecuadas y de que no se les puede echar la culpa por lo que había ocurrido. Después de una pelea con machetes entre miembros de los Outlaws y los Hell’s Angels en el aeropuerto de Birmingham en 2009 las fuerzas policiales invocaron leyes anti-terroristas e invirtieron más de un millón de libras en seguridad con la incorporación de perros antidrogas y el uso de arcos detectores de metales que los asistentes tuvieron que atravesar antes de disfrutar del festival que contó esa año con la participación de Mötorhead, quizás la formación heavy más querida por los bikers.
No solo los asistentes sino también los concejales y muchos vecinos criticaron a la policía por sus despilfarros y excesos. Sin embargo, la crisis ha podido hacer mucho más mella que las fuerzas de seguridad en la viabilidad del festival: la gran mayoría de los bikers no pertenece precisamente a las élites financieras. Como resultado de la asistencia de menos de 10.000 festivaleros en 2012 el evento se canceló por primera vez en su historia en 2013, y a su reaparición este año concurrimos poco más de 5.000 personas: la carpa dance había desaparecido y no salían grupos estrellas, sino que se les brindaban homenajes. Todo esto hizo aún más ridículo el despliegue policial, que ya no habla tanto de la amenaza de violencia como del hecho de que el festival recauda fondos para las actividades ilegales –prostitución, tráfico de drogas y de armas, etcétera– de los Hell’s Angels. Desconozco si tienen razón o no: es verdad que la manera de conseguir entradas –entregar un cheque en un domicilio particular– y el hecho de que todos los portavoces de la organización tengan apodos como Echo o Bilbo, no da la impresión de algo del todo legal, pero tampoco van a amasar su fortuna con abonos de treinta libras por cuatro días.
Si acaso el lector se pregunta por qué sigo siendo fiel a dicho festival voy a enumerar mis motivos. A nivel prosaico, es barato y cercano a la casa de mi familia: lo más caro es el hotel en Stratford y el taxi. Voy con mi mejor amigo, Dave, quien comparte mi afición por la música heavy y las comodidades burguesas: durante años, fuimos a los maratones de punk en Birmingham, catorce horas de música en directo en un local cerrado, solamente con una escapada para cenar en Pizza Express, el equivalente británico de Ginos. Si quisiera someterme a un auto-análisis psicoanalítico concluiría que constituye una (re)afirmación de lo que los ejecutivos de Hollywood dan en llamar el bromance. Nos conocimos durante la carrera, cuando los dos nos sentíamos bastante desplazados y desarraigados: ambos nos criamos en ambientes que tienen más en común con el Bulldog Bash que con Oxford. Ahora es al revés y quizás somos más forasteros en aquel ambiente que este último; sin embargo, hay una compartida añoranza de lo que hemos perdido por el camino –la cotidiana nostalgia y melancolía de exiliados de toda índole–. Por otro lado, no nos parece amenazador, sino todo lo contrario. No quiero desmentir por completo la agresividad latente que existe pero, como en muchos ambientes donde la gente está acostumbrada a la violencia y conoce sus consecuencias, la educación es ejemplar y si te comportas según las normas no hay problema ninguno. Es decir, no entras en el bar reservado exclusivamente a los socios de los Hell’s Angels y, por mucho que quieras, no te ríes de las chaquetas y banderas de los del Tribu de Judah, los bikers cristianos quienes en vez de las siglas MC (Club de Motociclistas) llevan la alternativa MM, o sea Ministerio de Motociclismo.
En términos menos trascendentales, si uno es aficionado a la cerveza, las motos y el rock’n’roll la combinación que ofrecen no tiene parangón. Aunque no sea un locus amoenus tradicional, mientras otros pagan mucho dinero por ir a Indonesia, tumbarse en la playa y fijarse nada más que en una nube, cuando me siento con una buena cerveza a contemplar una carrera de motos encuentro una paz interior fuera de lugar y en seguida me sale el ramalazo Dalai Lama. Aparte de sus valores terapéuticos, también ofrece la posibilidad de beneficios físicos. Después de observar las barrigas de nuestros colegas hace un par de años, Dave y yo tomamos la decisión de apuntarnos a una carrera de diez kilómetros, y desde entonces intento correr unos treinta kilómetros a la semana. Además de ser, que yo sepa, el primer profesor universitario que ha recibido un aplauso de un autobús de borrachos por su entrevista profesional también apostaría que soy el único que recorre el Retiro por culpa o por gracia de los Hell’s Angels. Como ya he reconocido, soy un forofo de los buenos tributos: no tocan aburridos temas del último disco, hace falta tener tablas en un mercado cada vez más competitivo en el que no se puede vivir de las rentas porque no son los titulares, y el público suele bailar y cantar en vez de pasar todo el maldito concierto intentando sacar fotos de sus ídolos. La calidad media en este caso fue muy alta: los platos fuertes salieron el sábado con Ain’t Skynyrd y una apoteósica versión de Freebird, el himno de los tejanos; y Dirty DC, que dieron fin a la verbena acompañados por los cañones que complementan los clásicos acordes de For Those About to Rock, We Salue You.
A pesar de lo que cantó Belinda Carlisle, el cielo no es un lugar en la tierra y todas las vueltas al jardín edénico son ilusorias. Como antídoto en contra de la nostalgia pura y dura, la dimensión, digamos, más oscura de un festival que recrea ciertas formas de ser de mi infancia de los años ochenta es la pervivencia de ciertos patrones retrógrados. En plan Benny Hill, incorpora el concurso Miss camiseta mojada. Aunque, en esta ocasión, las voluntarias no parecen víctimas en absoluto, hay algo cutre en el espectáculo, como lo hay también en las peleas de lucha libre. Las dos actividades me trasladaron a otra época: las baratas vacaciones de playa en lugares muy monoculturales como era el Blackpool o el Skegness de antes. Por lo general, reflejar la realidad multicultural de la sociedad inglesa es una asignatura pendiente de los festivales, y no sé hasta qué punto estarían bien acogidos los ya no tan minoritarios grupos étnicos en el Bulldog Bash. Estoy seguro de que, para la mayoría de los asistentes, no supondría ningún problema, pero no se puede negar que prevalecen ciertos prejuicios: cuando le conté a uno de los participantes del festival que me había criado en Aston –un barrio multiétnico en el que no solo nació Ozzy Osbourne, sino que también albergó la mezquita de Sadam Husein durante muchos años– llegó a la conclusión, totalmente equívoca, de que debía de ser mucho más duro de lo que mi apariencia sugería, ya que había sobrevivido, y cito textualmente, “en la jungla de los negros”.
La ruta de los (pos)modernos
Nada más volver de la Inglaterra profunda hice las maletas y puse rumbo a Aranda de Duero de camino a Sonorama. Debo reconocer que este viaje roza la traición de mi segunda regla de oro: he firmado un par de artículos sobre Raphael y estoy elaborando un proyecto sobre la nostalgia en la España del siglo XXI. Por ese motivo, tenía interés en observar la posmoderna actuación del niño de Linares entre los más modernos. En mi defensa puedo añadir que también me apunté porque iban mis buenos amigos de The Water Tapes (como el nombre sugiere, graban a grupos en directo en el váter). Además, el clima benigno de Castilla y León evita los riesgos de las inclemencias atmosféricos de los festivales británicos, en los cuales cualquier cielo azul se puede volver gris en un segundo, y cada vez más me siento atraído por la comunidad sin contar con que recibo lo que interpreto como los más curiosos piropos sobre mi español allí: durante una carrera matutina por los campos de Castilla, un viejo de Urueña que solamente había salido del pueblo tres veces en su vida –una para ir a una boda en Gijón, otra para hacer la mili en Valladolid y la última para una excursión al Valle de los Caídos– me preguntó si era de Albacete porque había conocido a uno de allí que hablaba raro como yo, y en El Chispa (nuestra venta, muy acogedora a pesar de cierto parentesco con la de Las brujas de Zugarramurdi), un jugador de mus me comentó que hablo el lenguaje de Cervantes mejor que el Robinson.
Otro aliciente era el hecho que fuera un destino bastante atractivo para cualquier sibarita que se precie: aunque soy vegetariano y no puedo disfrutar los placeres culinarios del lechazo, mi paladar sí sabe apreciar un buen Ribera. Curiosamente, las caras bisoñas de los integrantes de La Maravillosa Orquesta del Alcohol no hicieron honor ni a su nombre ni a una de sus estrofas más pegadizas, “Somos hijos de Johnny Cash”. A nivel iconográfico y rítmico, tienen mucho que ver con los Pogues: les quedan décadas para desarrollar sus arrugas, pero en cuanto a dotes musicales y tablas no tienen nada que envidiar a los irlandeses. Quizás les falta un poco de originalidad o la chispa poética de sus influencias, pero me dieron mejor impresión que muchos de los grupos nacionales más consagrados, especialmente con una versión de It’s a Long Way to the Top if You Wanna Rock ‘n’ Roll, al estilo de The Seeger Sessions de Bruce Springsteen, más coral que la de Dirty DC. En cambio Nacho Vegas, Izal, Amaral y Duncan Dhu parecían tomarse demasiado en serio a sí mismos, con recitales bastantes rutinarios que ni siquiera lograron animar a sus incondicionales.
Incluso los detractores de Raphael no pudieron negar la profesionalidad que mostró su show. Los solistas veteranos conservan un as en la manga que no tienen los grupos originales: pueden contratar a los mejores acompañantes y la banda del ya no tan niño de Linares está a la altura de, por ejemplo, los músicos que están de gira con Leonard Cohen, y tuvieron la oportunidad de lucirse en algunos temas imprevisibles, como Gracias a la vida. Una sorpresa más grande fue que no entraron en el repertorio ni Yo soy aquel, su mítica tarjeta de presentación en el Festival del Eurovisión, ni Balada triste de trompeta, un tema que ha logrado una gran repercusión entre los jóvenes gracias a la película homónima de Álex de la Iglesia, aunque dijo que hizo una inclusión especial de Como yo te amo –que dejó de cantar hace un par de años– por sentirse a gusto entre la tribu indie. Cualidades artísticas aparte, lo que distinguió el concierto fue su entrega total y, de hecho, la actuación superó la que vi en un teatro de la Gran Vía hace unos años, quizás porque el cantante tuvo que esforzarse más para seducir a un público nuevo. En términos más generales, un fenómeno bastante curioso de los últimos diez años que no acabo de entender es que mientras que la calidad acústica y los técnicos de sonido en Inglaterra son cada vez peores van mejorando mucho en España, y el concierto de Raphael fue el mejor ejemplo de cómo esto realmente puede influir en el efecto final: se podía oír su voz, tanto cuando cantaba como cuando hablaba, mucho mejor que en los macro-conciertos que he visto de Aerosmith y de Pearl Jam en Londres y Leeds el último verano.
Aunque se desató cierto escándalo a causa del fichaje, Raphael no fue una elección tan antojadiza por parte de los organizadores. Grupos fetiche del festival ya habían hecho versiones de sus canciones –Los Niños Mutantes con Como yo te amo y Miss Caffeine con Que sabe nadie– mientras Mi gran noche ha vuelto a sonar de manera habitual en los guateques después de décadas de desdén: la acogida del cantante es mucho mejor entre los adolescentes y veinteañeros que entre sus hermanos mayores, quienes suelen verlo como la rancia banda sonora del franquismo. La pancarta de un joven, “Vota a Raphael”, hubiera sido una anatema para muchos de la generación anterior, que siguen recordándole como el cantante predilecto de Carmen Polo de Franco. A nivel económico y mediático, también fue una decisión bien pensada. Tanto el auge de la música indie como de los festivales en España tuvo su punto de arranque en los años noventa; o bien se ha apagado el estrellato de muchos de los antiguos invitados internacionales de lujo de Sonorama o bien, en el caso opuesto, su caché ha aumentado de una manera exponencial. En contraste, el cantante nacional ha actuado por unos honorarios relativamente humildes, dado que le interesa cultivar este público nuevo: no es una casualidad que se haya anunciado su reaparición en el cine a las órdenes de Álex de la Iglesias justo después de las buenas críticas recibidas por su actuación en Aranda.
Había cierto cachondeo entre el público –recibía repetidas llamadas para Aquarius, no precisamente una de las joyas de la corona, en la cual el cantante tortura no solo a la canción del musical Hair sino también la lengua de Shakespeare (dicen que su japonés es aún peor)–, pero los espectadores acabaron por experimentar una más íntima conexión con Raphael que fue mucho menos irónica y más directa que la que estableció Dolly Parton entre su público de Glastonbury este año. Otro factor decisivo y diferencial fue que había un sector minoritario de los fans originales del cantante español: me parece algo realmente mágico, y un verdadero testimonio de la convivencia entre generaciones, que los abuelos no tuviesen reparos en mezclarse con el resto del público. No me gustan las fotos, pero me hubiera encantado tener una de una pareja que, al acabar la actuación de Raphael, se quedó mirando, aparentemente sin prejuicios, We are Standard Play the Clash.
Soy consciente de que, para algunos puristas, tanto la presencia de los mayores como la cantidad de versiones es un lamentable síntoma del hecho de que los festivales no se hayan consolidado en España debido a cierto aire de feria de pueblo. Quizás como consecuencia de que soy poco festivalero, yo siempre optaría por lo paleto en lugar de lo pretencioso y, además, no creo que lo pueblerino equivalga necesariamente a lo paleto: sería imposible ser más castizo que el dueño de El Chispa, pero además de ser alcalde de Castrillo de la Vega también escribe artículos sobre el posmodernismo. Y no es broma. Por un lado, se puede atribuir mi afición por las versiones y los tributos a que me he hecho viejo, y me aferro al empedernido lugar común de los padres de que la Edad del Oro de la música popular ya se ha acabado. Puede ser, pero, por otro lado quizás los que apostamos por esta vía somos los más modernos, y vamos entrando en otra época en la que el rock‘n’roll se va aproximando a las convenciones de otras formas de música como la clásica o el jazz, por lo menos en cuanto a la consagración de los recitales a base de un repertorio en el que el rendimiento de los músicos se evalúa no tanto por las composiciones originales sino por su innovación en cuanto al canon que, eso sí, se puede renegociar año tras años, nota tras nota.
Lo que más he disfrutado de mi experiencia en Sonorama ha sido lo mucho que se involucraban los vecinos de Aranda, y el ambiente de las actuaciones en directo y DJs gratuitos. Sería ingenuo no tomar en cuenta el pulmón económico que supone el festival para la hostelería local y, tal como se puede ver en Max Aub, Rafael Alberti, e incluso Lorca, siempre existe cierto trasfondo melancólico en las celebraciones populares, especialmente en momentos de precariedad y desigualdad material. No obstante, la actitud de los parroquianos hacia el festival y sus asistentes no parece ni exclusiva ni excesivamente interesada, y dan la impresión de estar mucho más encantados con los forasteros que, por poner un ejemplo, sus homólogos en Almagro. Seven Nation Army, de The White Stripes, se convirtió en el himno no oficial de estas celebraciones pueblerinas, mientras Los Niños Mutantes ofrecieron quizás el más dionisíaco concierto del festival con una imprevista aparición en la Plaza de Trigo. Al personal del ayuntamiento le tocó regar al público mientras canturreaban exitazos como Perdido en mi habitación, Sweet Dreams, Psycho Killer, Where is My Mind y, obviamente, Como yo te amo, como último bis. El espíritu de Raphael filtrado por lo de los Pixies y de los White Stripes –o quizás al revés– es probablemente la más adecuada descripción de esta edición de Sonorama, en la que la posmodernidad se ha salvado de la congelada y agotada ironía a través de pre-modernas maneras de convivir.
¿Por qué vamos a los festivales?
Por muchos motivos: vamos, muchas veces presionados por los medios de comunicación y las redes sociales, en búsqueda ansiosa de paraísos perdidos, sensaciones nuevas, intentando fomentar los vínculos que nos albergan dentro de una comunidad por muy imaginaria que sea. Un amigo, preocupado por los ritmos y patrones que impone el siglo XXI, me preguntó el otro día si estaría dispuesto a tener la mejor experiencia del mundo si estuviera prohibido contársela a alguien. Le contesté que sí, por supuesto, pero después de meditarlo no estoy tan seguro. Aunque las herramientas hayan cambiado, el deseo de narrar es tan antiguo como la celebración de los festivales. Mi admirado Andrés Amorós siempre ha denostado a los intelectuales que solo van a sitios impulsados por el deseo de escribir un ensayo después. No sé si me califico como intelectual e intento, aunque no siempre acierto, no acudir motivado solo por la prosa, pero sería una falta de transparencia y de honestidad no admitir que mis experiencias están mediatizadas por un pensamiento bastante compulsivo sobre cómo se podrían relatar después. Por mucho que proteste, quizás no soy tan diferente al pesado adicto profesional enganchado al Smartphone: son gajes del oficio, o quizás incluso de la vida misma.
Duncan Wheeler, doctor por la Universidad de Oxford, es profesor titular de la Universidad de Leeds y profesor invitado de la Universidad de California y de la Universidad Carlos III de Madrid.