
La voz de la soprano lituana Asmik Grigorian parece haber sido concebida para el último acto de Otello, de Giuseppe Verdi. Para que Desdémona cante como si le fuera literalmente la vida en ello la canción del sauce y un Ave María: para intentar salvarse de una injusta condena a muerte que asume con relativa resignación. Pero a renglón seguido para que acaso nosotros nos salvemos. Una forma de consuelo de las infamias y desgracias que se perpetran diariamente en el mundo. No es una forma de utilizar el sufrimiento ajeno ni de manchar (ojalá) el teatro de la ópera con el serrín y la sangre de la política.
A pesar de la fea escenografía, anticuada y realista (en el peor sentido de la palabra: cartón piedra que pretende recrear la acción corrosiva del salitre y el viento, la decadencia, la miseria moral, la mentira, la envidia, la traición, los celos y la injusticia… si nos ponemos estupendos, pero además pasar por puerto, plaza pública, estancia íntima, sin matices, sin recovecos, sin ambientes que la luz pueda corregir o resolver). En ese espacio escénico que se mantiene durante toda esta reposición de 2016 el coro brilla con su masa, sus sombras, sus movimientos como de cadena engrasada, muro de voces. Como si no hubiera olvidado su remota genealogía griega, cuando la ceremonia teatral era una catarsis religiosa. Y en simbiosis con una orquesta a la que Nicola Luisotti le ha sabido extraer toda la plata al viento y mercurio a las maderas preciosas, pero que, como señaló aquí con tino Antonio Hernández Nieto, no parece haberse sentado con David Alden, el director de escena, para armonizar la vieja visión del drama que se urdió hace nueve años con la supuestamente nueva del director musical de hoy. Según Hernández Nieto, “hay una distancia insalvable entre el foso y el escenario. Lo que se oye y lo que se ve, no sintonizan. No hay sinestesia”.
Y, sin embargo, aún compartiendo la razón de muchas de esas reticencias, que exigían una conversación entre teatro y música, entre actores y cantantes (que no siempre se encuentran en el mismo cuerpo), la emoción que encarna Asmik Grigorian es la de una actriz que quiere entender lo que canta, no solo cantar lo que siente el personaje al que la mujer que ella es cede su respiración, su aliento. A pesar de que nos gusta pensar que somos más inteligentes, más sensibles, más modernos, deberíamos poder ser contemporáneos de Otello y para ello contar con el auxilio de la escenografía y de la puesta en escena. (A menudo los directores caen por exceso en volverlo todo contemporáneo; otras por defecto: por ser fieles a una arqueología polvorienta).
Ver en qué medida la violencia de Otello, su ceguera ante pruebas que parecen irrefutables y su poder ciego para matar lo que dice que más ama, nos concierne. Del mismo modo que resulta propicio espejo ver cómo reaccionamos ante los tejemanejes de Iago, su doblez y su envidia. Pero será especialmente Desdémona la que nos obligue a pensar y sentir: porque nos gusta pensar que nuestra simpatía hacia las víctimas es lo que se espera de corazones sensibles como los nuestros. Cuando ponemos los cinco sentidos en lo que vemos y escuchamos (es decir, si la ópera responde al convertirse en quintaesencia del teatro) a veces disfrutamos de un regalo que se nos concede sin realmente merecerlo.
Pero no siempre tenemos la inteligencia alerta para reconocer efectivamente lo que vemos y oímos con lo que sentimos, y lo que sentimos con lo que sabemos. ¿Cómo embridar el caballo de la emoción que aguija Verdi? ¿Cómo damos un paso atrás para ver si nos está embaucando? ¿O si lo que propone, cómo hilvana arte y razón, parezca una misma sustancia indisociable? El arte como vía de conocimiento a través de la emoción está plagada de encrucijadas, sendas que se bifurcan, quimeras y espejismos. El estado de gracia de un compositor como Verdi sigue causando asombro porque no deja de tener un sentido que parece irrefutable: la música no se limita a cortejar a la víscera por antonomasia de la emoción, sino que nos obliga a tomar partido por una verdad que ha de ser primero escénica, y luego musical, y además argumental. Es decir, una razón que se desdoble en compasión y justicia, aunque para mostrarlo haga escarnio de ambas, y quede el cuerpo maltrecho de Desdémona estrangulada por Iago, y el de tantos otros cadáveres exquisitos que mueren cantando para su desgracia (la del personaje) y nuestro (perverso) disfrute. Aunque no podamos hacer nada para evitar (como en Gaza) que en el escenario (como en la realidad) ocurra lo que sabemos que va a ocurrir, y que se presenta como inexorable. Que el mal venza. Que la catástrofe ocurra bajo nuestros ojos, que es como decir con nuestra complicidad, nuestra anuencia, nuestra cobardía. ¿O habría que saltar a escena como deberíamos saltar a la realidad, como un personaje de Woody Allen? Mientras nos envolvemos en las capas imaginarias que ya no nos embozan nos limitamos a sentirnos agraciados y agradecidos por el placer íntimo de la música y la voluntad voluble de hacer algo bueno con ella. ¿El arte por el arte? No basta.
La voz humana es un sismógrafo del corazón y un espectrómetro de la razón. Funciona en una longitud de onda que aparte de la armonía, el espectro tímbrico, el abanico melódico, el volumen y la potencia, el color, la textura, puede sintonizar con un grado de entendimiento en gran medida indescifrable, intraducible. Que sentimos, aunque no seamos capaces de acotarlo con palabras taxativas, que suenen contantes y sonantes y al mismo tiempo sean nueces traslúcidas como a veces se nos aparecen las representaciones del cerebro humano. El engranado entre la cama sonora y la voz humana es como una bisagra ideológica cuando el compositor nos desarma, resulta tan indestructible e inseparable como un átomo fraguado por el genio más callado e imaginativo de la física. Pero ensamblado sin violencia, sin –aparentemente– el menor esfuerzo. Como hizo, como hace, Asmik Grigorian. Y si se nos llenan los ojos de lágrimas es porque interpreta lo que canta y canta lo que interpreta como un guante de hierro batido como seda, hecho a medida de su aparato fonador y de su alma. Como si su garganta hubiera crecido con el personaje. Las fantasías que la emoción se permite. Como cuando Rumer Godden cuenta en la prístina novela El río la muerte de Bogey, envenenado por una cobra en el jardín de su casa de Narayanganj, junto al río Lakhya, en la cuenca fluvial del Brahmaputra, entonces India, hoy Bangladesh. Y Harriet, su hermana, la jovencísima poeta que ya sabe que lo será, que no advierte a sus padres de la presencia de la serpiente y se siente mordida por la culpa, y no sabe cómo va a poder seguir viviendo, mientras se da cuenta de que deberá aprender a hacerlo. Por él. Por ella.
La voz humana a la que Verdi convida para hacernos vibrar como a sus contemporáneos encuentra en Asmik Grigorian un cauce de agua viva para la emoción. Entonces pensamos que podemos sobrellevar no solo los desmanes y desplantes de la vida, sino la misma muerte que nos espera a la vuelta de no sabemos qué esquiva esquina.






