Vidas pendientes de un hilo en Bangladesh

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Faruk levanta sus ojos por detrás de la máquina de coser en la que suele pasar unas diez horas al día. Sus diminutos dedos mueven el hilo como si se tratara de uno de los juegos que practicaba en su aldea con sus amigos

 

El cinturón que la rodea hace fiel el nombre a su labor y a la idea que de él tenemos en nuestro inconsciente colectivo. En este caso apretando y castigando a la población mediante el aire que se respira en la ciudad. Dhaka es una de la ciudades más contaminadas del planeta y, según la Unidad de Inteligencia de la revista The Economist, uno de los peores lugares para vivir en el mundo.

 

La periferia es un cinturón de fabricas de ladrillo que día a día inundan la atmósfera y los pulmones de la población. Son los contaminantes que se generan en la producción del ladrillo. Es una industria rudimentaria que utiliza madera y carbón, pero también neumáticos o cualquier otro material que sirva para calentar los hornos. Se calcula que existen alrededor de unas 8.000 de estas factorías en Bangladesh. La mayoría son ilegales.

 

La fiebre del ladrillo no solo ha tenido efectos severos en los niveles de contaminación y en la salud de la población, causando una media de 15.000 muertes prematuras al año, sino también un gran impacto en el paisaje. El boom de la construcción ha dejado miles de edificios a medio construir, inmensas moles de cemento que coronan el skyline de esta caótica capital asiática. Aunque muchos están sin terminar, sus plantas se encuentran repletas de negocios o en muchos casos de talleres textiles en los que se cosen muchas de las prendas que se usan en Europa y en el resto de Occidente. En sus apenas 815 kilómetros cuadrados alberga a más de quince millones de personas y cada año absorbe nuevas oleadas de migración.

 

Faruk levanta sus ojos por detrás de la máquina de coser en la que suele pasar unas diez horas al día. Sus diminutos dedos mueven el hilo como si se tratara de uno de los juegos que practicaba en su aldea con sus amigos. Pero tiene claro que esa época ha terminado. Ahora su vida es trabajar de sol a sol en un taller en la duodécima planta de uno de esos esperpentos de hormigón. Hace unos meses que vino a la ciudad con su familia y que ha tenido que empezar a trabajar para ayudar a la economía familiar. Sus padres vivían de la pesca. El cambio climático ha dejado al río sin peces y llevado a miles de familias a emigrar a la ciudad.

 

Como en el edificio de Faruk, los miles de trabajadores del Rhana Plaza se encontraban trabajando en precarias condiciones de seguridad que el gobierno no se preocupó de atajar. La corrupción es uno de los principales problemas de la ciudad y el Rhana Plaza era un edificio comercial que pudo ser utilizado para otros fines porque su propietario era un dirigente local de la gobernante Liga Awami.

 

Mohammed sabe que no está bien que chicos como Faruk trabajen y sobre todo en condiciones tan penosas. Él mismo fue uno de esos chicos en el pasado. Ahora, a sus escasos treinta años, está a cargo del taller. No se lamenta de su sino, pero claramente remarca que no quiere este futuro para sus hijas: “Tengo dos niñas y no quiero que vivan esta experiencia. Pero para muchos chicos que vienen de las aldeas este es su único camino, como fue el mío”. En su sonrisa se nota la tristeza de verse sin opciones. Sin embargo pide a los occidentales apoyo para que los encargos no dejen de llegar a Bangladesh: “lo que necesitamos es que los europeos se impliquen en la seguridad de los talleres y controlen el negocio desde aquí. Si dejan de llegar pedidos moriremos de hambre, no tenemos otra opción”.

 

La mayoría de trabajadores del textil son habitantes de los llamados slums, extensos barrios de chabolas que se esparcen por la ciudad. Un 25% de la población de Dhaka vive en este tipo de asentamientos. El barrio de Korail es su mayor exponente. Se encuentra entre los dos distritos más ricos de la ciudad. Es una isla de pobreza en la zona más lujosa de Dhaka. Desde el año 2006 el gobierno intenta desahuciar a los vecinos de Korail, donde se hacinan más de 50.000 personas. En abril de 2012, empezaron los desahucios. Se inició la demolición de muchas casas. Sin embargo, la presión popular y de las ONGs hizo que se paralizaran los desalojos que hubieran dejado en la calle a más de 20.000 familias.

 

Muchos de estos barrios han sufrido extorsiones. Ha habido incendios que los habitantes achacan al gobierno. La mayoría de los habitantes de Korail prefiere no saber nada de política y regirse mediante sus normas comunales y la estructura que han creado con ayuda de organizaciones no gubernamentales. La mayoría de los mercados, escuelas y servicios que existen en la barriada son producto del esfuerzo de la comunidad. Un desahucio no solo dejaría a estas personas sin hogar, sino que rompería los lazos y estructuras comunales que han ido tejiendo. Jakir Hossein dice llevar muchos años en Korail. Dice que está preparado por si lo desahucian, pero asegura que no cree en las promesas del gobierno de reubicarlos: “No nos interesan las políticas del gobierno ni sus planes de reestructuración. Cuando nos afectan es solo para mal”. Jakir frisa los ochenta años y se define a sí mismo como una persona de familia: “Mis hijos y mi mujer son lo más importante que tengo”. Él es un privilegiado, en comparación con muchas personas mayores que no pueden trabajar a causa de su edad y no cuentan con el soporte de unos hijos o de una red familiar que los ampare.

 

Dhaka es una ciudad plagada de discapacitados. Muchos ellos pululan por sus calles pidiendo limosna y cantando suras del Corán a la espera de alguna moneda. Es una ciudad dura para quien no puede valerse por sí mismo. Asma Bibi es una anciana que mendiga cerca de su casa, en la zona de Hazaribagh, el barrio industrial en el que se trabaja el cuero y el quinto lugar más contaminado del planeta. Asma cuenta que desde hace años se encuentra sola debido a la muerte de su marido y a desconocer el paradero de su prole. Su vejez no le permite hacer nada más que mendigar. Sobrevivir es un reto diario: “Soy demasiado vieja para trabajar o para hacer cualquier cosa y solo puedo comer de lo que mendigo. Agradezco a Dios por todo el que me ayuda”. Dice tener alrededor de cien años, pero su edad es un enigma, como el de la mayoría de personas que provienen de las zonas rurales o de las barriadas, ya que no suelen ser registradas al nacer. En Bangladesh es poco común que un trabajador promedio pueda llegar a conseguir una pensión, muchos ancianos o discapacitados viven gracias al apoyo de sus redes familiares. Un gran número comparte la misma suerte que Asma: no tienen familiares o allegados que les protejan.

 

Uno de los problemas más comunes y molestos en la vida diaria de los habitantes de Dhaka es el tráfico. Las calles son un fiel retrato de la vorágine de la capital de Bangladesh, por no decir que son el más alto exponente de la falta de organización. La mayoría de los autobuses de la ciudad son chatarra traída de China y Japón. Muchos de los conductores carecen del carnet de conducir. La tasa de accidentes de tráfico supera en diez puntos a las ciudades occidentales. Los peatones y los pasajeros de vehículos no motorizados son las víctimas más comunes. Azizur Rahman tiene veinticinco años y trabaja como técnico júnior fabricando prótesis para discapacitados. Él mismo fue víctima de un accidente de tráfico en el que perdió las piernas. Un camión lo atropelló cuando circulaba con bicicleta. Le pasó por encima de sus extremidades inferiores y le causó un daño irreparable. El accidente y la falta de recursos médicos forzó la amputación de la rodilla para abajo. “Tengo problemas para casarme. Nadie se fija en mí debido a mi problema”, cuenta con tristeza. Se pregunta si algún día habrá un cambio de mentalidad en Bangladesh. El conductor del camión que lo atropelló fue detenido, pero solo tuvo que pagar una indemnización equivalente a unos noventa euros. No fue a la cárcel. En Bangladesh la ley es difícil y flexible, y en muchos casos juega en contra de las víctimas que se ven envueltas en largos proceso que pueden costarles tiempo, dinero e incluso problemas con las autoridades.

 

El tráfico de Dhaka se parece al laberinto del Minotauro. Un lugar peligroso, a menudo sin escapatoria. La gente puede a llegar a demorar entre cinco a seis al día en los trayectos entre su casa y el trabajo. El calor y las inundaciones durante la época del monzón solo complican la vida de los habitantes de una ciudad que carece de numerosos servicios e infraestructuras.

 

Rubel sabe bien lo que es sufrir el tráfico. Su manera de sobrevivir lo lleva a enfrentarse a las calles de Dhaka cada día. El es un rickshaw puller. Trabaja doce días para conseguir un sueldo de doscientos euros al mes. El suyo es un vehículo de tracción humana que el propio Rubel tiene que impulsar. Es un trabajo extenuante que a menudo enferma a sus practicantes, que además son especialmente vulnerables a los peligros del tráfico de una ciudad como esta.

 

Cada día Rubel espera con ansia el momento de volver a su casa, cuando podrá por fin saborear su té con aroma de jengibre y descansar sus piernas después de una dura jornada de pedalear. “Este es mi destino y difícilmente cambiará. Pase lo que pase tendré que tirar del rickshaw”, dice con una voz entrecortada que acentúa su timidez. Su vida no es fácil y cada día que sale a trabajar y que regresa es un día más en el que ha logrado sobrevivir.

 

Desde Europa el rickshaw puede ser visto como un bici-taxi o como una atracción para los turistas, pero en muchas ciudades de Asia es una marca de pobreza. En particular para Dhaka es más una herida o una cicatriz que cubre el rostro de la ciudad y de manera explícita muestra cuál es la condición laboral y financiera de una gran parte de sus habitantes.

 

En 1971, cuando el país consiguió su independencia tras una dura guerra contra lo que era conocido como Pakistán Occidental y sus partidarios, Henry Kissinger se refirió a la nueva nación como a un caso perdido, que poco podría mejorar. Literalmente lo calificó de “basket case of disaster”, un lugar caótico con nulas opciones de futuro. A pesar de las predicciones del entonces secretario de Estado norteamericano, Bangladesh se ha salido de los esquemas. A pesar de los graves y serios problemas a los que se enfrenta en la actualidad, la realidad es que su progreso ha sido constante y su tasa de pobreza se ha reducido de un 57% de hace veinte años al 31% en la actualidad. En la última década ha hecho grandes avances en algunos de los Objetivos de Desarrollo del Milenio, trazados por la ONU, como la paridad en la escolarización o la reducción de la mortalidad infantil. La industria textil ha sido uno de los agentes que ha contribuido al desarrollo de la economía del país: no solo ha absorbido un alto número de los migrantes que arriban a la ciudad, sino que también ha facilitado que muchas mujeres rompan las estructuras religiosas o patriarcales, ya que de tener un empleo les permitirá una independencia financiera que les posibilitará no depender de sus padres o de sus esposos.

 

El porcentaje de mujeres en el sector textil en Bangladesh llega a un 80% del total de los trabajadores. Muchas de estas mujeres pueden ser madres solteras, divorciadas, antiguas víctimas de violencia doméstica o chicas como Maleka, quien realiza este oficio para poder mantener a su marido, enfermo, que no puede trabajar. Maleka ha viajado a la capital desde la provincia de Bhola y este trabajo, aunque precario, le permite mantener a su familia. Sathy es otra de estas chicas. Ella lleva más tiempo que Maleka en esta industria. Hace unos cuatro años que murió su padre y no le quedó otra opción que venir a la ciudad donde cada hora cose entre cincuenta y ochenta pantalones deportivos de la marca Umbro. Con el sueldo ha podido traer a su madre de la aldea y pagar un lugar para vivir las dos.

 

La vida en la ciudad no es sencilla para las clases menos acomodadas, un gran porcentaje de los ciudadanos. Sus vidas transcurren entre largas jornadas de trabajo, en medio de condiciones de seguridad y salubridad inadecuadas. El entorno urbano de una ciudad como Dhaka es agobiante para no pocos de ellos, ya que con mucha frecuencia sus circunstancias sociales mucho más duras que en los pueblos de los que proceden. Sin embargo, la ciudad les da la oportunidad de conseguir un empleo y así luchar cada día para tener una vida mejor.

 

 

 

 

Alfredo Casas es licenciado en Historia, foto-periodista y reportero. Empezó su carrera en El Periódico de Catalunya donde tuvo la oportunidad de aprender el oficio de grandes fotógrafos y periodistas. Hoy trabaja como freelance. Acaba de lanzar una campaña de microfinanciación para documentar las condiciones de vida de la gente de Bangladesh y de industrias como la textil. Este texto es un avance de su proyecto textual y audiovisual

Autor: Texto y fotos: Alfredo Casas