Siempre sonreímos en las fotografías. Salimos agarrándonos a gente que nos da francamente igual, aparentando risas y momentos inolvidables. Nada suele desentonar en los álbumes familiares, tan alejados de la cotidianidad y la vida. Las fotografías son estáticas, momentos congelados en el tiempo en los que nadie quiere salir mal. Ahora que todo es digital, quizás importe menos cómo salir: podemos repetirla mil veces hasta quedarnos con la que más nos guste, pero antes, uno tenía que prepararse para hacerse una fotografía. Concentrarse en el objetivo, hacer esfuerzos para que la sonrisa fuera la adecuada y sobre todo: no cerrar los ojos. Porque luego las fotografías iban a conformar una historia, la de los álbumes de fotografías, la que luego íbamos a contar a los demás. Días de sol y picnics. Excursiones a esa montaña de la que ya olvidamos el nombre. El día que aprendimos a montar en bici. ¡Mira papá, ya puedo! Tachán: ahí llega el flash que condensa el momento. Pero las fotografías son falsas. Una manera de mentir como otra. Porque está, en primer lugar, lo que vemos en ellas. Después, lo que imaginamos. Y por último está el tiempo, que les confiere a esas instantáneas un significado que en ese momento no tienen aún. El sentido de causalidad, el sentido que las encadena con un después.
La lluvia antes de caer, de Jonathan Coe, es una historia contada a partir de unas fotografías. Pero sobre todo, narrada a través de lo que esconden esas imágenes. A la muerte de Rosamond, su sobrina Gill encuentra un cajón lleno de cintas grabadas por Ros que están destinadas a una niña ciega llamada Imogen. Gill no sabe de qué se trata, solo entiende que al ser Imogen ciega, el testamento de Ros ha tenido que dejarlo en voz. Así que a lo largo de veinte fotos conocemos la vinculación de Rosamond con Imogen. Pero es un relato que no solo se detiene en los detalles de la fotografía, en unas descripciones hechas a medida de alguien que no ve, sino que añade lo que con el tiempo ha ido poniendo Ros de su parte: esas pérdidas y amenazas que se sufren a lo largo de la infancia, la juventud. Pero esta no es únicamente una historia sobre fotografías. Esta es una historia que parte de una falsedad, la de las historias que nos contamos, sobre todo mediante recuerdos tan palpables como los que se plasman en el papel. Este es, sobre todo, un relato que pretende responder una pregunta que hace curiosamente una niña a la propia Ros. En una excusión al campo, mientras hablan de la lluvia, la pequeña Thea, otra de las protagonistas, le comenta a Ros que su lluvia preferida es la lluvia antes de caer, que esa es la lluvia que la hace feliz. Ros la reprende diciéndole que eso no existe, que la lluvia que no existe no es más que humedad en las nubes. “Ya sé que no existe. Por eso es mi favorita. Porque no hace falta que algo sea de verdad para hacerte feliz, ¿verdad?”.
La lluvia antes de caer no pivota simplemente sobre el hecho de todo lo que envuelven las fotografías que colgamos de las paredes de casa. De manera inteligente y sutil, mediante la existencia de esa niña inocente, nos plantea esa otra pregunta del millón. La de si son las cosas de verdad las únicas que pueden hacernos felices. Si las cosas, antes de que sean, no nos pueden hacer también infinitamente felices. Si la lluvia antes de que caiga no puede hacernos más felices que la lluvia que después se convierte en barro. No dejo de pensar que quien sabe, quizás lo que más nos gusta de las fotografías es lo velado de su significado. Muchas veces esas imágenes apuntan a una felicidad que aparentemente existe, pero quien sabe si en realidad, si de verdad, como dice Thea, es así.