Publicidadspot_img
-Publicidad-spot_img
Mientras tantoViolencias inteligentes

Violencias inteligentes


 

Una emoción es «un estado afectivo intenso que aparece de forma súbita y que va acompañado de cambios conductuales, fisiológicos y hormonales pasajeros». Podemos decir que las emociones y los sentimientos son equiparables, aunque algunos estudiosos definen estos últimos como estados anímicos menos intensos y con una duración a largo plazo. La ira, el terror, el entusiasmo o el amor son ejemplos a la vez de emoción y de sentimiento. 

 

«Por delante la emoción; por detrás la inteligencia, cojeando» es una afirmación de Nietzsche que psicólogos o filósofos muy distintos, de David Hume a Descartes, podían suscribir. ¿Qué son las emociones y los sentimientos? Aunque a veces se achaque una intensidad a las primeras que no tienen los segundos, vamos a considerarlos equivalentes en el efecto de perturbación tienen en el plano intelectual, desequilibrando el control que siempre pretende la cabeza. La emociones y los sentimientos nos pueden a arrastrar. De ahí que, aunque seamos sentimentales, tomemos distancias e intentemos controlarnos, manteniendo a raya las emociones.

 

Emoción es aquello que surge, a pesar o al margen de todas las razones. Corazón y cabeza son dos polos distintos de la vida humana: lo que sentimos y lo que pensamos, el calor de las emociones y la frialdad de la cabeza. Se podría decir que las emociones tienen un alma propia, pues surgen al margen de lo puramente conceptual: «El corazón tiene razones que la razón no entiende» (B. Pascal).

 

Además de Pascal, autores como Rousseau, Nietzsche o Unamuno, muy diferentes entre sí, han entendido las emociones como lo más característico de la especie humana, más incluso que lo que se entiende por raciocinio. Es cierto que las emociones fuertes nos pueden bloquear: el amor, la cólera, el miedo… son ciegos, obstaculizan la distancia y frialdad que necesita la cabeza. Sin embargo, también es cierto que pensamos únicamente lo que nos afecta, lo que sentimos. Sólo da que pensar lo que nos altera, aunque sea levemente. Una «reflexión» ocurre a raíz de un pequeño impacto primario que toca nuestra piel o nuestros nervios.

 

Si apenas tenemos emociones pensaremos de un modo matemático o técnico, difícilmente de manera personal. Las emociones son lo que fuerzan la inteligencia. Si buscamos en la biografía de alguna persona que admiramos porque ha revolucionado el campo de la música o la informática, es difícil que no encontremos en su vida rasgos de vivencias y contingencias (con su eco emocional) que no encontraremos en otras personas. Es casi imposible que en alguien que admiremos, porque ha hecho algo verdaderamente nuevo, su biografía sea plana y su potencia creativa provenga solamente de una excelente formación profesional. Sin ir más lejos, Paolo Sorrentino, el autor de Youth, perdió a sus padres en un absurdo accidente doméstico cuando tenía 18 años. ¿Podremos encontrar dramas muy distintos en la biografía de Marilyn, de Kurt Cobain o Rosalía de Castro? No es fácil. La inteligencia brota del suelo de los sentimientos, para resolver problemas reales.

 

J. Baudrillard sugería que son los cursos de deformación, no los de formación, los que nos enseñan y nos hacen más inteligentes. Recordemos el discurso de S. Jobs en Stanford y aquella cadena de «accidentes» que le forman: primero niño adoptivo; después, marginal en la universidad y obligado a trabajar para mantenerse, etc. Si no se habla de cursos de deformación es debido a que las emociones y los sentimientos no son algo que podamos planificar, sino que simplemente ocurren, de forma inesperada y accidental. Fuera de la televisión, el parque de atracciones y algunos otros escenarios, no hay emociones programadas.

 

Seguimos intuyendo, sin embargo, que lo inesperado de las emociones es el motor y la materia prima de la inteligencia. En la literatura rusa, por ejemplo, todos los rasgos de inteligencia están asociados a sentimientos: los héroes de Chéjov (que revolucionó el teatro británico y estadounidense del siglo XX) y Dostoievsky enrojecenpalidecen, se encolerizan o tartamudean casi en cada página. Si no sentimos de vez en cuando miedo, cólera, pena, vergüenza o afecto, ¿qué tipo de inteligencia podemos tener, qué podemos pensar que no esté ya pensado? La vida de Alan Turing, al menos según The imitation game, indica que su genio matemático proviene en parte de su aislamiento y latente homosexualidad, de su timidez adolescente… Después, una vez que llega a la cima, la sociedad le premia; pero antes le ha torturado… Nadie dice que haya que ser infeliz para ser genial. Además, no es obligatorio ser genial. Sólo debemos admitir que la inteligencia no nace únicamente de leer buenos libros, sino que se entrena en parecido al estrés de sobrevivir en un bosque.

 

Estaba en el refranero popular la idea de que cuanto más baja el corazón más tiene que subir la cabeza, más debe armarse y fortalecerse. Y esto por una cuestión de pura supervivencia. Con frecuencia, un «intelectual» (simplemente, un buen lector) lo es porque ha tenido que organizar cosas que ha sentido y le han atravesado. Ex abundantia cordis, os logoritur (Mt 12, 33): Lo que desborda el corazón es lo que llega a la lengua, a la cabeza y a la razón. Ésta se alimenta, decía Unamuno, de una necesidad vital de relacionar las irracionalidades que hemos vivido. Si estas no existen, ¿qué vamos a pensar? Sólo tendremos «opiniones». Por el contrario, si las emociones ocurren y no les damos forma con el pensamiento pronto amenazarán con desequilibrarnos. No es quizá tan extravagante, entonces, el parentesco que intuimos entre el «genio» (sea en ciencia, en pintura o en música) y la «rareza» personal.

 

Max Weber sitúa precisamente el origen del capitalismo, como cultura que organiza fríamente el individualismo y el afán de lucro, en una ruptura con la antigua cultura de los sentidos, con la comunidad que crean los sentimientos. En La ética protestante y el espíritu del capitalismo, influenciado por pensadores como Nietzsche o Marx, Weber describe un orden social donde pararse a sentir y a pensar se considera antieconómico. El tiempo es oro y malgastarlo es uno de los peores pecados para la ética norteña que poco a poco se adueña de Occidente.

 

Si Weber tiene razón es posible que la inteligencia esté un poco amenazada en esta sociedad obsesionada con la seguridad. Con nuestra adaptación a la violencia discreta de la economía, con la retirada a la distancia de las pantallas y la virtualidad on line, buscamos huir de lo irregular de la existencia real. Buscamos también una anestesiade los sentimientos. No es extraño que, por debajo, nuevas formas de violencia (admitidas o clandestinas, espectaculares o secretas) resurjan entre nosotros. Bajo la corrección a la que nos obliga la razóninstrumental, el animal sensitivo que somos intuye que la inteligencia es un músculo que hay que entrenar en lo que todavía pueda emocionarnos.

Más del autor

-publicidad-spot_img