Dos días después descubriríamos en un diario local que mientras bailábamos en esa sala del Sector Marista de la ciudad, pasándonos hielos unos a otros de boca en boca como si hubiésemos venido todos a salvar el mundo, en la puerta un hombre se liaba a tiros con un policía fuera de servicio.
¿Víste mi botella?
“—¡Bésame! –dijo.
—Claro –dije–. Tomemos un trago antes”.
Pregúntale al polvo, John Fante
Despierto en el suelo del pasillo del hostal con la camisa de Ralph Lauren abotonada hasta el cuello y en calzoncillos, la cara pegajosa por pintalabios rojo que tengo hasta en los tobillos y un temblor en la cabeza que me dice que las paredes se tambalean. A mi lado duermen dos a pierna suelta, en una de las habitaciones un amigo está desmayado perpendicular a la cama con el cuello en la pared y las piernas colgando en una postura imposible y otro tirado a sus pies. En la terraza tres de las chicas fuman y ríen sosteniendo los cigarros con los dedos manchados en pintalabios delatándolas y abajo algunos ya beben (o todavía beben) cervezas. Al mirar el móvil guardado en la taquilla descubro en la cartera el recibo de un pago con tarjeta de 200 chelines emitido a las 4 de la mañana en Liquid, una discoteca de Goiania. 200 chelines solo en chupitos de tequila. Lo extraño es que yo creía no tener ni un duro en la cuenta y al buscar pistas terminamos descubriendo entre risas el nombre de otro en la factura. Mientras volaba el tequila un amigo colombiano pedía una botella de vodka y los camareros la trajeron entre mechas encendidas para dar fuerza al asunto, y así corría él por el garito dando saltos de alegría susurrándonos a todos:
—¿Víste mi botella?, la trajeron con fuego.
Dos días después descubriríamos en un diario local que mientras bailábamos en esa sala del Sector Marista de la ciudad, pasándonos hielos unos a otros de boca en boca como si hubiésemos venido todos a salvar el mundo, en la puerta un hombre se liaba a tiros con un policía fuera de servicio. “Deje aquí los hielos”, dijimos al camarero, remangándonos faldas y camisas como los caballeros de los que habla James Salter en Quemar los días, “de esos que pasean por la playa en ropa veraniega después de un naufragio, bromeando sobre los botes salvavidas volcados”.
Pasamos el día entero en la piscina. Goiania pinta feo, apagado, con los edificios grises saltando sin ton ni son en tamaños desproporcionados. Las cervezas se acumulan en la cuenta del hostal a nombre de cada uno. Un amigo nos pilla gritando su nombre al recepcionista, se acerca, pide más cervezas y da un nuevo rumbo a la cuenta que empieza a crecer vertiginosamente a nombre de uno de los franceses. Una chica de voz poderosa y su séquito se dejan caer por el hostal con guitarra y panderetas para grabar un videoclip y terminamos cantando todos Is this love, y con el sol pegando con fuerza desde un cielo despejado se nos escapa una sonrisa cómplice de quien pesase el valor exacto del momento. Como cuando en Smoke William Hurt cuenta en el estanco cómo Walter Raleigh, codeándose entre cigarrillos con Isabel I de Inglaterra y su corte, aseguró a todos ser capaz de averiguar el peso del humo que exhalaba: pesó un cigarro entero, entonces empezó a fumarlo muy despacio saboreando cada calada mientras dejaba caer en una balanza toda la ceniza que se formaba y, al terminar, echó a la balanza también la colilla. La diferencia que restaba entre el peso del cigarro entero con el de la ceniza y la colilla, era el peso del humo.
Cenamos en una terraza en la que los camareros te tratan a gesto reverenciado. Nos sirven dos Dry Martinis para cada uno y dos jarras de cerveza. Sobre la servilleta tenemos un tenedor normal y un cuchillo tan grande y afilado que parece que nos vayan a traer el cerdo vivito y coleando para que lo trinchemos a espadazos mientras sorbemos las copas en movimientos refinados. Un amigo bromea con la camarera y el cuchillo, ella sonríe (creo) y nos trata con simpatía, incluso cuando una de las copas va a parar de la cabeza de uno al suelo saltando el cristal en pedazos. Entonces ella y su compañero se acercan y le preguntan:
—¿Una copa más?, caballero.
Pagamos y nos despiden como las novias de los marineros viendo el barco alejarse con lágrimas en los ojos mientras agitan el pañuelo al viento. Lo siguiente es estar dando algún paso de salsa con la cubana del grupo de intercambistas. Somos veintitantos y el hostal parece nuestro. La cubana termina cada paso empujándome contra la pared y yo no sé si eso me excita o me molesta, que no tengo más remedio que decirle que o para o acabo besándola por incongruencia. Y creo que andamos todos igual, tanto que solo unas horas antes un amigo me confesaba que venía de disculparse con ella por haberla llamado la noche anterior gilipollas.
—¿Y eso?
—Me hizo la cobra.
Salimos a una discoteca gay a la que nos lleva el único del grupo que ya había venido antes a Goiania. “La ciudad con más mujeres y las más hermosas de todo Brasil”, nos decía, y nos lleva a una discoteca gay el colega. Pasamos dos horas ahí dentro subidos a una especie de tarima en la que damos vueltas sin parar, y cuando salgo a la puerta a tomar el aire, dos amigos nos llaman a mí y a otro a gritos desde un taxi.
—¡Subid!
—¿A dónde vamos?
—De putas.
—No, no, no, no y no.
Acabamos los cuatro en el taxi, yo y el otro dando pequeñas cabezadas. El taxista, de unos 70 años, tiene cara de no enterarse de nada. El que va de copiloto termina preguntando a tres policías de servicio que le escuchan divertidos (de las putas salta a si le dejan el coche o si puede irse de ronda con ellos) y saben más que el taxista del tema. El coche avanza en plena madrugada por una autopista que nos aleja kilómetros y más kilómetros del centro de Goiania, que por un momento pienso que vamos a terminar ya casi más cerca de Brasilia. Después de cobrarnos nos abandona en una especie de polígono industrial desierto y nos señala un recinto oscuro. Entramos y nos atienden dos cajeras adorables que nos explican que si entramos solo 10 minutos no nos cobran entrada, y que ya están cerrando. Más que un puticlub parece un club de striptease, con las barras descendiendo desde el techo cubierto por luces rojas hasta el suelo frío, solo que sin una sola bailarina activa que ya se recogen rumbo a casa. A mí y a otro el asunto no nos convence en demasía, otro está indeciso, y el otro se desenvuelve con tanta soltura que por él llevábamos a todas al hostal, cajeras y los guardias de seguridad inclusive. Eso se vacía, vamos para afuera y, al intentar salir del recinto, unos quince guardias nos rodean pidiéndonos el recibo del pago de la entrada. Si no es por uno que se apiada de nosotros terminamos teniendo que pagar casi 100 chelines cada uno por 2 minutos en una sala vacía o durmiendo abrazados a los guardias en la garita. Nos piden un taxi y lo esperamos en la calle, tirados debajo de un cocotero que sufre un repentino ataque de un amigo que, sin saber muy bien por qué, empieza a estallar cocos contra el suelo mientras los demás le suplicamos que pare, que aún terminamos durmiendo en la garita. Tapatapam, pum, pam, tapapam, tapum, un coco tras otro partiéndose en dos en un golpe seco contra el asfalto y él partiéndose el pecho de risa. Otro se rinde y termina comiéndose a mordiscos uno de los trozos.
Al llegar al hostal nos encontramos dormida en el sofá del pasillo a una amiga de Rumanía. Se despierta y mientras ella fuma un cigarrillo tras otro con mi cabeza apoyada en uno de sus hombros y la del colombiano en el que resta, un amigo salta por la ventana y se estampa una lata de cerveza en la frente después de bebérsela de un trago y gritar como si fuese Tarzán. Acto seguido se queda dormido en calzoncillos. Otro se bebe él solo todo el whisky que encuentra y lo comparte con el techo poco antes de precipitarse de bruces contra el suelo al intentar volver a entrar al salón por la ventana. Uno de los franceses se arrastra casi en pelotas (solo lleva unos calzoncillos de Superman) por el pasillo, deslizándose a toda velocidad sobre su pecho por la superficie mojada. El colombiano y yo reposamos junto a la rumana y el primero la intenta convencer de que probemos el jacuzzi de uno de los cuartos. Aunque ella se niega con delicadeza él tarda siete segundos en intentar encenderlo y todo marcha salvo porque no hay tapón, así que prueba a colocar papel, un bañador mío, y lo que se interponga en su camino, y a mí me parece una idea maravillosa aunque al final terminemos conformándonos con bajar a desayunar pan tostado con mermelada y queso.
De vuelta, el domingo a mediodía, comemos en un McDonald´s antes de subir al autobús. No me entero muy bien de cómo sucede, pero uno de los franceses consigue que una de las cajeras le dé su número haciendo que todo el local rompa en aplausos. Hasta el clímax, cuando una de las chicas (para la que es su primer y único intercambio hasta ahora) no aguanta más y grita: “¡El mejor intercambio de mi vida!”.
Al llegar a Brasilia terminamos dos amigos y yo redondeando el fin de semana como era inevitable que ocurriera, comiéndonos tres Subways con salsa de miel-mostaza y barbacoa y viendo una película romántica.
Ya en casa echo un vistazo a mi cuenta bancaria. Estoy en negativo. La madrugada del viernes por lo visto pagué a nombre de la discoteca Liquid una cantidad que se parece asombrosamente a los 200 chelines del recibo que encontré en la taquilla. Al carajo, nunca pegaron tan fuerte unos chupitos de tequila.
Y así hemos vuelto de Goiania, como si saliésemos del París de J. S. “en el que uno despertaba maltrecho después de noches tremendas: noches indelebles, los bolsillos vacíos, los últimos billetes desparramados por el suelo, los recuerdos también desperdigados”. Volviendo a Brasilia unos apurando los últimos tragos de cachaça, yo y otros durmiendo. Jóvenes, bronceados, haciendo 250 kilómetros juntos en autobús como quien cruza el país de lado a lado con la capota bajada.