Ninguno de los dos me gustó nunca. Demasiado almidón en el tupé y demasiados muertos en los bolsillos. Pero siempre escuché con atención la historia aquella que contaba cómo ambos se había enfrentado en blanco y negro, otoño de 1960, en un debate televisado. Los especialistas, los asesores, los estilistas, los propagandistas políticos, narran cómo el temible Nixon, vicepresidente entonces, exhibía su mala leche frente a un repeinado jovencito Kennedy. Nixon, que aún no era el Nixon temible que fue, dicen, perdió aquel debate porque sudó frente a las cámaras y no quiso maquillaje que le camuflase las ojeras. Al bello Kennedy, en cambio, lo adoraba la cámara. Así fue como pocas semanas después, rematan los expertos, JFK se convertía en presidente y ponía la primera piedra del mito.
He escuchado la historia cientos de veces. Tantas que he llegado a odiar a Kennedy hasta tal punto que si alguien me pregunta hoy, en esas conspiraciones de bar que se desempolvan a las tantas, cuando ya no excita hablar de sexo, quién lo mató, me confieso culpable y extiendo los brazos juntando las muñecas dispuesta para ser esposada y condenada a la silla eléctrica. Recientemente me contaron la misma historia, pero con otro final. Decía que no importaba que Nixon se secase el sudor con su pañuelo blanco y que de nada sirvió que Kennedy se hiciese un blanqueamiento dental media hora antes del directo, porque la mayoría de los americanos, la gran parte del soñador pueblo americano, había seguido el debate por la radio. Anoche, tras apagar el televisor, invoqué a Harvey Oswald. Había sobrecarga en la red.