Por más que me acercaba a mirar cada día, ningún tallo asomó jamás de la tierra donde había plantado los frijoles. Poco a poco, el cuervo de mis sueños recobró un tamaño normal y se configuró una vida nueva. A Mànkwatsi se le confió el cuidado de nuestro rebaño, lo que le dio una excusa para pasar todavía más tiempo fuera de casa. En ocasiones desaparecía una semana entera. Nosotros no sabíamos qué hacía ni dónde dormía, pero mientras los animales estuvieran sanos, nadie tenía nada que objetar. Aunque mi hermano era muy distinto de mi padre, los miembros del clan estaban de acuerdo en que necesitaba la misma libertad.
Más preocupante era el tema de los cultivos. Los campos de mi madre se encontraban a varios kilómetros de la parte baja de la mesa y, para los hombres de la Mariposa, suponían una carga de trabajo considerable. El padre de mi madre soportaba a duras penas las largas caminatas regulares que imponía la recolección de las calabazas, los melones, el maíz; sin embargo, no se podía prescindir de ningún par de brazos. Cuando lo veía emprender el camino con los demás, encorvado, con las piernas arqueadas, tambaleantes, mi madre le rogaba que se quedara en el pueblo. Él se rebelaba, preguntaba para qué iba a servir ya si no le dejaban hacer su parte del trabajo. Con los ojos achinados de pura malicia, añadía: “¿Y qué pensaría mi amante de abajo si no acudiera a cumplir con ella?”. Era la broma preferida de los hombres que marchaban varios días a los campos, una forma zalamera de expresar su sometimiento constante a la Madre Tierra, a pesar de la sed, las quemaduras del sol y el polvo agostador de los arroyos. Cuando de extraer de la tierra la sustancia nutricia se trataba, ningún trabajo les parecía ingrato.
Hacia finales del verano de aquel año, en el momento en que las cosechas reclamaban más faena, muchos hombres del poblado vinieron a casa para ofrecer su ayuda. La mayoría por mera solidaridad, otros porque el clan de la Mariposa contaba ahora con una viuda muy guapa. Dado que la tradición lo autorizaba, todo el mundo esperaba que, entre tanta buena voluntad, mi madre eligiera pronto a un nuevo marido. Pero cuando sus hermanas aludían a semejante unión, ella se mostraba firme: “¿Otro mal carácter bajo mi techo? No, gracias. Con la casa que me construyó, me queda lo mejor de Sunalahonaw, no voy a empantanarme con un hombre nuevo…”.
Una vez concluida la cosecha, mi madre cerró otra vez la puerta de nuestro hogar. A sus hermanas ya no se les permitía hablar en su presencia de un futuro matrimonio y a nuestros tíos se les pidió que guardaran las distancias. El único hombre con derecho a entrar en nuestra casa era mi abuelo. De él había heredado mi madre su alegría de vivir, y solo él lograba reavivar la chispa que de ordinario brillaba en sus ojos. Al margen de su cariño y sus toques de humor, mi madre casi no rió en el primer invierno que pasamos solas.
Para mí, la vida era de nuevo como debía ser para una niña de mi edad, incluso un poco más libre que cuando mi padre estaba aún con nosotros. Consciente de no encarnar siempre la mejor compañía, mi madre me animaba a salir a todas horas e ir adonde me apeteciera. Y en nuestra casa me cedió el cuartito donde estaba el telar. Mientras lo mantuviera limpio, podía hacer lo que me diera la real gana, ella nunca pisaba esa estancia. Por eso, sin tocar nada de lo que mi padre había dejado, acomodé allí a mis gatos.
Al año siguiente, cuando regresó la primavera, se barajó de nuevo el tema de los cultivos. Los hombres de la Mariposa, que no habían rejuvenecido durante el invierno, iban a necesitar ayuda para labrar, abrir el suelo aún helado por algunas partes y hacer la siembra. Mi madre sorprendió –y contrarió– a todos al anunciar durante una reunión del clan que se negaba a que se ocupasen de nuestros campos los hombres casados. “¿Y eso por qué?”, preguntó una de sus hermanas. “No quiero atraer la hostilidad de sus esposas”, contestó. “Además, trabajaré duro para compensar a cada par de brazos que trabajen las tierras de Sunalahonaw”. Y, de hecho, se dedicó a repartir tarros de maíz dulce y unos cestos que tejía día y noche. Era evidente que para ella era una manera de conservar una pizca de orgullo en su desdicha, aunque nadie en el seno del clan entendiera aquel empecinamiento, aquel desprecio a la generosidad natural de nuestro pueblo.
Nuestra vieja Itangu la dejó hacer hasta el verano, pero cuando llegó la estación de las cosechas le hizo una advertencia: el envejecido clan de la Mariposa no contaba con muchos recursos. Desprenderse de riquezas que no poseíamos ponía en peligro nuestra supervivencia. Y, sobre todo, la auténtica preocupación de Itangu: aquello no era digno de ella. “¿Qué ocurre, Hookonatalasho’i?”. Mi madre no contestaba. Entonces, muy despacio, llegó la pregunta de Itangu: “¿No será que el espíritu de un muerto atormenta un poco tus noches, para que actúes con los vivos con tan poco tino?”.
Como la palabra de los ancianos importaba más que cualquier otra en el entendimiento de las cosas de la vida, mi madre se sintió como despabilada por las suspicacias de Itangu. Esa misma noche, buscó por la casa lo que podía estar impidiéndole ser más lúcida. Juntas sacamos las pertenencias de mi padre del cuartito donde yo tenía mis gatos y fuimos a tirarlas a la parte oriental del pueblo. Al día siguiente, cambió la elaboración de cestos y maíz dulce por la de unos pahos para las ceremonias futuras, encomendándose por fin más a los espíritus que a sí misma para recompensar las bondades externas de las que el clan podía disfrutar.
Al final del verano, todavía se mortificaba por haber hecho gala de tan poca moderación. Aunque había participado en la primera parte de Lakon en primavera, y entonado los cantos preliminares con sus hermanas del clan de la Mariposa, juzgó que aquel año no tenía el corazón lo bastante limpio para tomar parte en los ritos del otoño. Cedió su lugar en ese periodo donde son las mujeres las que ocupan la kiva y las dos nos quedamos cuatro días en casa, esperando que sus hermanas acabasen de celebrar el final de las cosechas. Cada tarde íbamos a ver la puesta de sol por encima de Achámali –El-lugar-donde-dos-rocas-se-apoyan-una-contra-otra– antes de volver a casa y cenar en silencio. Luego, ya de noche cerrada, mi madre me ponía al corriente de lo que estaba ocurriendo en la kiva.
Los ritos de otoño de Lakon se celebran en el momento en que las plantas mueren y el grano maduro entra en letargo hasta el renacimiento de la primavera. Las mujeres llevan a cabo tanto esta ceremonia como las dos siguientes, Maraw y Owaqöl, porque están en estrecho contacto con la fertilidad: hacer que el grano pase de un ciclo a otro es unir la muerte a la vida. Las mujeres no hacen otra cosa cuando llevan en su vientre al bebé procedente del mundo de abajo, destinado a renacer en el nuestro.
Mi madre no estaba autorizada a revelarme el cariz de los ritos que tenían lugar en la kiva, pero durante esas vigilias rescató un acontecimiento relevante de mi vida al que no habíamos atribuido importancia suficiente: la aparición de sangrados pocos días después de que mi padre muriera. A la tierna edad que yo tenía aún, mi madre no creyó que pudiera tratarse de la primera regla, a pesar de que, desde entonces, el sangrado se había repetido cada luna. Los primeros meses, mi madre no quiso admitir que una parte de la infancia se había desprendido definitivamente de mí y prefirió dejarme con mis juegos y mis gatos. Ahora, un año y medio después, había llegado la hora de instruirme acerca de los cambios que aquello implicaba.
“Hija mía, ahora tienes el valioso poder de transmitir la vida. Todavía puedes esperar antes de cumplir con tu destino de mujer y de madre, pero de aquí a unas semanas te someterás al rito de pubertad, alejándote del poblado por un tiempo. Y, más adelante, debes escoger un marido”. Estábamos aún en penumbra y sus palabras me llegaban desde algún lugar muy lejano. “Un marido que… ¿cómo decirlo? Un marido capaz de ofrecerte sus bondades tanto de día como de noche. Es decir, un hombre que sepa trabajar, y que sepa también amarte. Y recuerda: poco importa que, como las nubes, ese hombre adopte aires amenazantes de vez en cuando. Lo fundamental no es eso. ¿Acaso se le reprocha a la tormenta que truene antes de derramar la lluvia? ¿Acaso se les reprocha a los torrentes su furia cuando bajan desbocados los precipicios y riegan la llanura?”.
Mi madre pronunció estas dos últimas frases con una voz tan débil que casi se perdieron. Ahora callaba, pero yo notaba que algo había quedado flotando en el ambiente. Me acerqué y oí a mi madre susurrar: “Yo no me volveré a casar, Tayatitaawa… No me volveré a casar. No quiero hijos de otro hombre que no sea Sunalahonaw… Ni quiero, ni puedo…”. Su cara estaba empapada. Yo percibía de manera confusa lo que aquella renuncia podía tener de crítico en la vida de una mujer, pero una parte de mí se alegraba: ¡yo, la única hija! No sé de dónde me salió lo que le pregunté a continuación: “¿Y por qué no te buscamos un marido ya seco?”. Mi madre rió entre lágrimas. No con nerviosismo, sino todo lo contrario, de forma sincera. De pronto, era como si la luz regresara a nuestra casa. Aquella noche nos quedamos dormidas abrazadas la una a la otra.
La quinta noche de Lakon, mi madre y yo fuimos a la puerta de la kiva donde estaban encerradas sus hermanas para confiar un saco de maíz molido a las jóvenes iniciadas que se disponían a penetrar en la cámara subterránea. Luego, en vez de volver directas a casa, dimos un largo paseo bajo la luz de la luna. Por primera vez en mucho tiempo, parecía tranquila. Anduvimos por caminos muy escarpados que tomaba mi padre y que yo no sabía que ella también conocía. Una vez llegadas al pie de la mesa, seguimos atravesando la llanura hasta una enorme roca volcánica de formas irregulares. “Antes de que nacieras, estuve aquí, Tayatitaawa. ¿Ves ese relieve en la roca? Se dice que representa la posición perfecta del bebé en el vientre de su madre. Las embarazadas vienen para que su criatura la sienta y la aprenda. No sé si hice bien las cosas aquel día, porque naciste con las piernas torcidas… Cuando esperes tu primer bebé, me gustaría que posaras la mano en esta piedra, Tayatitaawa, así…”. Aunque la cuestión del parto me resultaba irreal y lejana, me conmovió que aquella noche mi madre me transmitiera un secreto de adulta. Era como un puente que se tendía entre edades, la que ella deseaba abandonar y la que yo no tardaría en alcanzar.
Unos días después, al término del Lakon, mi madre sorprendió a todos reanudando de pronto su antigua hospitalidad. No solo quiso reunir a las hermanas que salían de la kiva, sino también a sus maridos y a todos los que habían participado en las labores del clan de la Mariposa aquella temporada. No para darles las gracias, sino simplemente por el placer de compartir un rato antes de las austeras ceremonias del invierno. Durante dos días comimos carne guisada, panes de maíz, tortas grandes rellenas de frijoles, mucho grano tostado y maíz dulce. El sol de otoño incubaba un suave calor de amistad recobrada y los corazones estaban llenos de gratitud por las reservas de alimento renovadas.
Hicimos bien en festejar las cosechas tan pronto, porque aquel año el invierno llegó sin previo aviso. Las últimas calabazas estaban todavía en la mata cuando despertamos una mañana bajo la nieve. Todo el grupo saltó de la cama para terminar el trabajo inacabado. Por casualidad, un vendedor ambulante había pasado la noche en el poblado. Como no podía bajar la carreta de la mesa a causa de la nieve, no tenía nada que hacer aparte de ayudarnos a subir con su caballo las calabazas que se habían quedado en los campos.
Mis tíos reían, pues aquel hombre providencial, oriundo de Shungopavi, era precisamente del clan de la Calabaza. Se llamaba Patangwupööqa, Tallo-de-calabaza, y explicaba con mucho gusto que el nombre se debía tanto a su gran altura como a su porte rígido. Un estirón demasiado precoz en su juventud lo había dejado tan tieso como un trozo de leña seca, por eso había montado un comercio ambulante, incapaz como era de patearse los caminos y trabajar la tierra como los demás hombres. Jadeando junto a su caballo por los senderos escarpados que ascendían desde la meseta hacia nuestro pueblo, no paraba de gimotear que ni por edad ni por condición estaba él preparado para tamaño esfuerzo, pero que… ¡entendía que el clan de la Mariposa no iba a darle de comer sin mover un dedo! Patangwupööqa era divertido, y su estancia obligada entre nosotros sembraba alegría.
Cuando por fin estuvieron almacenadas todas las cosechas tardías, las gentes de Oraibi se encargaron de devolverle su libertad. Gracias a un ingenioso sistema que transformó las ruedas traseras de su carreta en trineo, lograron bajarla de nuevo a la meseta. Patangwupööqa puso entonces rumbo al este para iniciar su circuito invernal. Cuando las heladas hacían inaccesibles para él las mesas, se dedicaba a recorrer el territorio navajo para comprar mantas y sillas de montar, y a veces llegaba aún más lejos, hasta las ferias de las grandes ciudades, y no volvía hasta la primavera.
La estación siguiente, Patangwupööqa fue recibido en el poblado no ya como comerciante, sino también como amigo. Ahora se alojaba en la casa de una hermana de mi madre y su marido, justo al lado de la nuestra. Después de cenar íbamos a verlos, y él, que en el pasado se había comportado con educada reserva, parodiaba para nuestro deleite las danzas rudas de los navajo y los cochiti. Su número resultaba aún más divertido por ser él mismo un bailarín penoso, sin ritmo ni equilibrio alguno. Nos reíamos de él tanto como con él, pero cuanta más alegría manifestábamos nosotros, con más energía se contoneaba Patangwupööqa.
Aquel año, volvimos a verlo unos días durante el verano, y luego de nuevo a primeros de otoño. ¡De pronto tenía muchas cosas que hacer en Oraibi! Mi madre y sus hermanas le encargaban nuevos artículos cada vez, y él por su parte siempre encontraba algo útil que enseñarles.
Hasta que, una mañana de invierno, el ciclo se truncó de golpe y porrazo. Nada más llegar, Patangwupööqa explicó a nuestro clan que llegaba el frío y que no le apetecía emprender un largo periplo por tierras lejanas. El de comerciante era un oficio agotador que nunca le había permitido quedarse en casa más que unas pocas semanas al año. Por ello, no había conseguido conservar a una mujer, algo que ahora lo entristecía… Era la primera vez desde que lo conocíamos que Patangwupööqa se desahogaba así, y en un primer momento nadie supo qué responderle. Nuestro amigo se fue muy abatido a hacer entregas por última vez a sus otros clientes.
Al cruzárselo más tarde por el poblado, mi madre lo invitó a cenar esa misma noche. Quería prometerle nuestra amistad, incluso cuando ya no fuera comerciante. Dos horas después, Patangwupööqa se presentó en nuestra casa ataviado con una bonita camisa de algodón. Había comida para cuatro, pero como mi hermano no volvía nos la comimos nosotros tres. Cuando mi madre le preguntó qué pretendía hacer a partir de entonces, al principio Patangwupööqa pareció dudar. Por fin se irguió como un águila joven y exclamó: “Pues… ¡me gustaría casarme!”. Apurada también por su propia indiscreción, mi madre agachó la cabeza sin contestar. Con aire desanimado, Patangwupööqa continuó: “Qué idea más ridícula, ¿no te parece? A mi edad, te dirás…”. Mi madre levantó entonces la nariz del plato para protestar: “¡En absoluto, hermano! Es, sencillamente, que esa decisión solo te incumbe a ti… y a tu mujer. ¿Se alegra ella de casarse?”. Al oír esto, nuestro invitado se puso colorado como un pimiento y me suplicó que fuera a buscarle un poco de agua.
Cuando volví, mi madre estaba tan roja como él, haciendo un montón de preguntas con un hilo de voz: “¿Tienes casa? ¿Hijos?”. Unos carraspeos entrecortaban cada una de sus frases. “¿Vive tu madre? Ejem. ¿Están casadas tus hermanas?”. Patangwupööqa explicaba que vivía en la casa de su hermana mayor, donde durante mucho tiempo se había ocupado de cuidar a sus sobrinos. Ahora que estos eran mayores, ya no le necesitaban allí. En cuanto a los niños que él mismo podría haber tenido, le costaba reconocerlo, pero ninguna de las mujeres que había conocido se había quedado preñada… Mi madre no dejaba de toser y hacía “tst-tst” con la lengua. Fue el momento que escogí para poner fin al suplicio de ambos y entrar con la jarra de agua.
El resto de la comida discurrió sin incidentes, entre conversaciones tranquilas y un tanto inconexas. Después de la cena, Patangwupööqa no se demoró. Nos dio las buenas noches y volvió a dormir a casa de mi tía y su marido. No había cerrado la puerta cuando asalté a mi madre para averiguar lo que habían hablado en mi ausencia. Ella se tiñó otra vez de rojo oscuro y confesó que nuestro nuevo amigo acababa de pedirle matrimonio. ¡Yo lo tenía tan claro que junté las palmas de las manos y me puse a patalear! Mi madre quiso agarrarme para hacerme callar, pero yo era mucho más ágil que ella y no logró impedirme que cantara y bailara. Aunque todavía no se había decidido, yo sabía que aquella unión se celebraría. Patangwupööqa apaciguaría tanto su corazón como el mío. Ella ya no tendría tiempo para estar triste y yo no tendría motivos para preocuparme por dejarla sola en casa. Patangwupööqa era un hombre tierno y, sobre todo, ¡su presencia me abriría horizontes tan vastos como el mundo!
La semana siguiente, atormenté a mi madre cada día para que diera una respuesta a Patangwupööqa. Ella no quería pronunciarse hasta que mi hermano no estuviera presente para oír su decisión. Patangwupööqa iba a volverse a Shungopavi, no me quedaba más remedio que lanzarme a la búsqueda de Mànkwatsi.
Al principio interrogué a los muchachos del pueblo: ninguno sabía dónde estaba mi hermano. Fui a ver a una chica que sospechaba era su prometida, pero me echó de su casa refunfuñando que la dejase en paz “con ese”. No disponía, pues, de ninguna pista al salir de Oraibi, hasta que me crucé con un perro que Mànkwatsi se llevaba a veces. Como no sabía qué otra cosa hacer, lo seguí.
El perro me condujo a una cueva que se encontraba a pocos kilómetros, en la ladera oeste de la mesa. Encontré el cayado de mi hermano junto a las cenizas aún tibias de una fogata. Até al perro a la entrada de la cueva con la esperanza de que entendiera que lo necesitábamos, y volví al poblado. Mànkwatsi regresó a casa esa misma noche. Sin hacer alusión a nada, me escuchó hablarle de Patangwupööqa y a continuación fue a ver a mi madre para decirle que debía casarse. Mi madre aparentó irritarse por que sus hijos quisieran deshacerse de ella a toda costa, y luego me mandó a buscar a nuestro amigo.
Unos días más tarde, Patangwupööqa volvió de Shungopavi con la carreta llena de mantas, vasijas y más mercancía vistosa. Mi madre estaba tan apurada como halagada por todos aquellos presentes y repartió buena parte de ellos entre nuestras madres, hermanas y vecinas. A Patangwupööqa, tan generoso como ella, le divertía ver su fortuna dilapidada de aquel modo. La primavera siguiente, ya formaba parte de la familia y ayudaba en los cultivos con su caballo y su carreta. Dos años y pico después de la muerte de mi padre, el clan volvía a disfrutar de un funcionamiento armonioso.
Este texto corresponde al capítulo quinto de Yo nací contenta en Oraibi que, con traducción de Regina López Muñoz, ha publicado Errata naturae.