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Zocos y bazares

Desde Alandalus (como prefiere llamar a Al-Andalus Federico Corriente hasta el extremo oriental del Islam (China, Indonesia), pasando por el Magreb, Egipto, el Maxreq, el ámbito de lo que fue el imperio otomano, que se extendió por tres continentes  ‒especialmente en la península balcánica‒, en la ecúmene persa, en la península arábiga, en Asia Central, en el subcontinente indio, encontramos un urbanismo que se repite como un blueprint allí donde llegó , pervivió e incluso desapareció (como es el caso de la Península Ibérica, Sicilia y la mayor parte de los Balcanes) la civilización islámica, que no es equivalente a la arabización o incluso a la islamización.
La civilización islámica es un concepto mucho muy amplio, que abarca otros ámbitos de la vida, no exclusiva o necesariamente el lingüístico o el religioso. En la civilización islámica existen muchas facetas, que incluyen las normas dietéticas y la gastronomía, la estética, la música, la concepción de la política y de la sociedad como una comunidad en la que no se distingue entre poder político y autoridad religiosa.
Pero además existe una peculiaridad que se adapta a las características de cada región en la que la civilización islámica echó raíces. Se trata del urbanismo. Un lugar escarpado y con agua (pensemos por un instante en la zona donde estaba emplazado el Mairit islámico: la zona de la Almudena y el Palacio de Oriente), para ubicar la ciudadela o Alcazaba (o Casba), en torno de ella la Medina, o ciudad propiamente dicha con su abigarrado y aparentemente caótico sistema de calles y callejuelas. También podría haber un palacio o Alcázar, del árabe ksar, que es un préstamo del latín castra-castrorum.
Y el mercado. El corazón y centro neurálgico de esa ciudad. Hay dos palabras fundamentales para designar a ese mercado, que es mucho más que un mercado, pues es un barrio comercial o una serie de calles especializadas cada una en una mercancía concreta; pero además de un espacio físico, es el pentagrama sociológico, antropológico y mental en el que late la vida de la ciudad y se pautan todas las escrituras en el tiempo y en el espacio la comunidad que en ella vive.
Una palabra es de origen árabe, zoco, del árabe clásico suq, que también encontramos en el hebreo suq, pues el mercado es una realidad muy anterior al Islam, como sabemos por la arqueología de Oriente Medio, por la literatura y por la propia Biblia, auténtica enciclopedia sobre la vida cotidiana de toda la región desde Egipto hasta Mesopotamia. La otra palabra es de origen persa, bazar (en inglés es común la ortografía bazaar), del neopersa bāzār, que a su vez es evolución del persa medieval wāzār (pahlavi y sogdiano) y este a su vez del persa antiguo, vāčar, procedente del Proto-indoario *wahā-čarana, “el lugar por donde uno deambula para realizar compras”, como nos explica el gran filólogo del Indoeuropeo Émile Benveniste. En sánscrito la palabra equivalente a “mercado” o “bazar” es avandragh, avadanga, karangana o sravadrangah. Al castellano la palabra llegó a través del portugués en el siglo XVI, que lo había importado de sus empresas del Índico, desde Ormuz hasta Timor, incluyendo los otros enclaves portugueses de la India y de China (que estuvieron vinculados a la corona española durante lo conocido en la historia de Portugal como Dominio Filipino, debido a la Unión Personal entre las monarquías portuguesa y española). La palabra dejó de usarse pero volvió con bríos en el siglo XIX, tal vez a través de la mediación del francés. Los turcos adoptaron la ortografía, adaptada a su fonética uraloaltaica, Pazar, y aún quedan recuerdos de ella, incluso en Serbia, donde aún existe una localidad que se llama  Novopazarski, recuerdo del distrito otomano conocido como Yeni Pazar sancağı, (en serbio Novopazarski sandžak), “el distrito del Bazar Nuevo”. Esa palabra ha pasado a las lenguas de los países balcánicos que estuvieron en la órbita del Imperio otomano: el búlgaro, el serbio, el rumano, el griego, el albanés.
La relevancia e influencia de un zoco o un bazar en una pequeña población solía dar en que se acabara convirtiendo en una gran ciudad. Muchas ciudades legendarias nacieron como un zoco o un bazar en las rutas de caravanas de la ecúmene islámica: El Cairo, Bagdad, Samarcanda, Isfahan, Golconda, Fez o Tombuctú,
¿Qué nos queda en España de aquella civilización? Muchos recuerdos, algunos vivos y de los que ni siquiera somos conscientes, como nuestros mercados semanales, o las calles de Madrid con nombres tradicionales de oficios prácticamente extinguidos (cedaceros, cuchilleros), con sus tiendas de alpargatas, de aperos de labranza, de cordelería, de cueros, verdadero milagro en pleno siglo XXI. Y quedan recuerdos en la toponimia, como en mi propia ciudad, donde hubo una plaza del Azogue (una clara evolución de suq), o Azuqueque de Henares, o la plaza de Zocodover en el Toledo histórico.
La plaza castellana, heredera del ágora de la civilización grecorromana, es tributaria también de la manera de entender la actividad económica y el comercio, e incluso los ritmos de la vida cotidiana, regida por las llamadas a la oración desde los alminares, cinco veces al día, o la plegaria de los viernes, que vaciaba los zocos de Alandalus como sigue sucediendo en el Magreb, en el Maxreq, en Irán, en el Subcontinente Indio, en Asia Central y en parte de Indochina y en Indonesia.
En alguna ocasión leí que todo viaje a México o a Perú comienza en la plaza de un pueblo extremeño, en Trujillo, en Medellín, en Alburquerque, en Zafra, en Llerena, en la Tierra de Barros. Aquellos hombres llevaron a América la idea y la civilización de la plaza y el mercado. No es ningún azar que las plazas en México, donde están los mercados, se llamen, precisamente, zócalo.
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