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Vidas en susurros

Escultura de Stalin con los ojos vendados. Gerd Ludwig

Gerd Ludwig/Corbis

 

 

Me aferro a la esperanza de que el proletariado, el Komsomol de Lenin y el Partido de Lenin y de Stalin ocuparán el lugar de mi padre, cuidando de mí como su verdadera hija y ayudándome a encontrar mi camino en la vida”. Anna Krivko escribía estas palabras en una desesperada carta a uno de los dirigentes de su sóviet. Su padre y su tío habían sido detenidos y, como consecuencia, la joven de 18 años había sido expulsada de la universidad y de la organización juvenil comunista. No podía mantener a su familia, su madre, su abuela y su hermana recién nacida, porque como elemento ajeno al Partido y al pueblo no podía encontrar ningún trabajo. En la misiva renegaba de su padre del que se sentía avergonzada porque formaba parte de la canalla antisoviética que le habían enseñado a odiar “sin compasión ni excepciones”. Esta historia es una de las tantas que vivieron millones de personas bajo el estalinismo. Una cuestión surge instantáneamente al encontrarse ante estas amargas narraciones: ¿cómo fue la vida cotidiana en la Unión Soviética bajo el terror constante que acechaba en cualquier esquina? ¿Cómo se logró sobrellevar el día a día en un régimen totalitario de las dimensiones desarrolladas en la época de Stalin?

       A responder a esta oscura y problemática pregunta dedica su último libro el acreditado historiador Orlando Figes (Londres, 1959). Figes, que es actualmente profesor de historia en el Birkbeck College de la Universidad de Londres, colabora como crítico en publicaciones como The New York Times, Book Review o Times Literary Supplement. Su éxito editorial se debe en gran medida a la conjunción de una cuidada prosa y el mayor rigor académico. Su carrera bibliográfica e investigadora, centrada en explicar la Revolución Rusa y sus trágicas consecuencias, está nutrida de alabanzas constantes a su labor, lo que le ha valido el reconocimiento indiscutible como uno de los más importantes historiadores de la Rusia contemporánea. Cada capítulo de sus obras aúna un conocimiento enciclopédico, una honda mirada histórica y una presentación de los temas sugerente, lo que hace que los lectores se sumerjan en debates complejos sin entorpecer por ello la lectura con disquisiciones excesivamente técnicas. Aunque tampoco caeremos en el tópico de decir que sus libros se leen como novelas, porque eso nunca será cierto y los lugares comunes están para no transitarlos.

       Con The Whisperers: private life in Stalin´s Russia (Los que susurran. La represión en la Rusia de Stalin, Edhasa, Barcelona, 2009), el historiador británico acaba de marcar otro hito en su fructífera trayectoria historiográfica. Ya había demostrado su interés por la vida en la Unión Soviética con Peasant Russia, Civil War: The Volga Countryside in Revolution, 1917-21 (1989 – no traducido al español), donde trataba de explicar, gracias a la consulta de archivos locales hasta entonces vedados a los investigadores occidentales, cómo el triunfo de la revolución se basó en una serie de transformaciones interrelacionadas que se produjeron en el mundo rural ruso durante los primeros años del dominio bolchevique. Pero no sería hasta la publicación de la multipremiada People’s Tragedy: Russian Revolution 1891-1924 (1996 – edición española: La Revolución Rusa, 1891-1924: la tragedia de un pueblo, Edhasa, Barcelona, 2000), juzgada como una de las mejores obras escritas nunca sobre la Revolución, cuando Figes diese el salto definitivo al reconocimiento más allá de la comunidad académica. Tras el éxito llegó un libro magnífico, aunque siempre se suele olvidar en las reseñas por ser el más académico, Interpreting the Russian Revolution: The Language and Symbols of 1917 (1999 – edición española: Interpretar la revolución rusa: el lenguaje y los símbolos de 1917, Biblioteca Nueva, Madrid, 2001), escrito junto a Boris Kolonitskii, en el que se intentaban analizar los cambios que se desencadenaron en palabras y símbolos durante la lucha política que se desarrolló entorno al 17 ruso. Y finalmente publicaba Natasha’s Dance: A Cultural History of Russia (2002 – edición española: El baile de Natacha: una historia cultural rusa, Edhasa, Barcelona, 2006), un rico texto donde abandona el período revolucionario para ensayar una interpretación arriesgada de la historia cultural rusa a lo largo de los últimos siglos.

 

Almuerzo en silencio en un campamento de trabajo para jóvenes en la URSS. Febrero 1992. Shepard Sherbell

Almuerzo en silencio en un campamento de trabajo para jóvenes. Febrero 1992/ Shepard Sherbell/Corbis Saba

 

 

       Por su parte, Los que susurran es algo más que un mero libro de historia. Es una bofetada a la amnésica memoria de la Rusia actual de Vladimir Putin, quien ha perseguido la historia disidente de la nueva versión oficial establecida. ¿Acaso Jósef Stalin no derrotó al nazismo y convirtió a la URSS en una potencia?, se preguntan impúdicamente los defensores de esta última interpretación. Así las cosas, en diciembre de 2008 la policía judicial rusa por orden de la Fiscalía General se llevó de la sede de San Petersburgo de la asociación Memorial Society toda la documentación sobre la represión estalinista que se encontraba allí depositada. Entre lo incautado estaban diarios, cartas y fotografías que habían sido recopiladas por las víctimas de la represión y daban testimonio del terror soviético y del Gulag. Eran las fuentes – una parte pueden consultarse en la página web del autor, todo un avance en una profesión que desdeña por regla general la red- que habían servido al historiador británico para elaborar su obra, por lo que provocó que la editorial encargada de publicar la obra finalmente desechara hacer la edición rusa. Este molesto suceso venía a dar la razón a Figes, que ha defendido tenazmente que la Rusia actual no tendrá una auténtica cultura democrática hasta que no asuma su propio pasado. Aunque recientes noticias abren una ventana a la esperanza. Por una sorprendente decisión gubernamental Archipiélago Gulag, la demoledora denuncia del Nobel ruso Alexandr Solzhenitsyn, será a partir de ahora lectura obligatoria en la enseñanza, en la que se puede considerar otra más de las contradicciones que jalonan la historia de la Rusia contemporánea.

       A pesar de la persecución, Orlando Figes no es un panfletario incendiario, ni mucho menos un indocumentado. Página a página va mostrando una prudencia y humildad dignas de elogio a la hora de juzgar moralmente los comportamientos individuales de algunos de los protagonistas del estudio. Es decir, Figes no es Martin Amis; y Los que susurran, aunque emparentado en cierta medida con Koba el temible: la risa y los veinte millones, no forma parte de la literatura anticomunista de trazo grueso. Fue el propio Figes quien denunció el egocentrismo del novelista y criticó la nula calidad historiográfica de un libro montado con lecturas secundarias y no siempre adecuadas. Ambas obras están ligadas sobre todo por su repercusión mediática, ya que han puesto de manifiesto las dificultades que aún tienen cierta izquierda europea y la memoria colectiva rusa para asumir el funesto pasado de una ilusión, parafraseando el célebre trabajo de François Furet. Por poner un ejemplo entre varios, tras la atenta lectura de este libro es muy difícil entender algunas de las sangrantes y ofensivas opiniones que sobre la URSS todavía mantiene el alabado historiador Eric J. Hobsbawm.

       Los Simonov, los Laskin, los Fursei-German, los Golvnia-Babitski, los Slavin o los Delibash-Liberman son sólo algunos de los apellidos del casi medio millar de personas que han facilitado su memoria y documentación a Figes. En su mayoría víctimas con cuyo sufrimiento el historiador marxista no ha mostrado un ápice de empatía. Estas vidas son presentadas no tanto como relatos individuales, sino relacionadas entre sí como variaciones de una historia común. El problema que guía la reflexión historiográfica de Figes es comprender cómo reaccionaron las familias en la esfera moral ante el sistema de terror instaurado en la Unión Soviética, en una historia que arranca en 1917, cuando se establecieron las bases del más amplio experimento de ingeniería social llevado a cabo en la historia de la humanidad. La elección es lógica, ya que la familia junto con la educación de los más jóvenes fue el escenario principal de la lucha de los bolcheviques. La familia burguesa no dejaba de ser un obstáculo firme para dicha socialización porque según los revolucionarios era la esfera donde se perpetuaban todos los males de la sociedad, como el conservadurismo, la religiosidad o la ignorancia. Los padres se encontraron ante una realidad nueva: ya no podían transmitir sus tradiciones y creencias, y además debían educar a sus hijos dentro del modelo de ciudadanía soviética. No hay que olvidar que los bolcheviques no sólo pretendían ser una vanguardia política, sino también moral. La única figura paterna válida era la de Stalin, ensalzado como el padre del proletariado mundial.

       Los auténticos revolucionarios eludieron el amor paterno-filial. Una hija que no veía a su padre, un destacado revolucionario, desde la infancia se lo encontró doce años después, y sólo el hambre la impulsó a acercarse a él. La conversación tal y como se transmitió la legendaria historia no tiene desperdicio: “Camarada Gusev, soy su hija. Déme tres rublos para una comida”. A lo que su padre contestó lacónicamente: “por supuesto, camarada”. Esta historia maravillaba a Lenin, lo que no es extraño porque el ideal revolucionario estaba por encima de cualquier sentimiento, incluso el amor.

 

El poeta ruso Konstantin Simonov. 1947/ Condé Nast Archive

El poeta ruso Konstantin Simonov. 1947/ Condé Nast Archive/ Corbis

 

 

       Ahora bien, hablar de vida privada es paradójico en un régimen que intentó aniquilar cualquier espacio de privacidad. El régimen estalinista dinamitó la intimidad e, incluso, castigó las relaciones familiares y sociales. La detención de uno de sus miembros mancillaba a toda la familia, evitando así que el espacio privado se convirtiese en un reducto para la libertad. Hubo personas como Vladimir Korsakov, nacido dentro de una familia afectada por las purgas de las décadas de los 30 y 40, que rechazó hacer carrera como bailarín para “fundirse con la masa proletaria” y no ser señalado como hijo de un enemigo de pueblo. Es lo que Figes denomina, a través de la memoria de otra víctima, como el “miedo genético”. Los hijos de las víctimas vivieron con cautela y en numerosas ocasiones intentando entender qué habían hecho mal. Se ocultaron de tal manera, que en muchas ocasiones no se confesaba la mácula familiar ni al propio cónyuge. Como le sucedió a Antonina Golosina, que descubrió tiempo después que estuvo casada con una víctima de la represión como ella misma. Incluso hubo personas que buscaron limpiar su historial casándose con miembros del Partido, en el que lucharon denodadamente por ser aceptadas creyendo que su tragedia se debía a unos fines superiores que encabezaba Stalin. En otros casos la abjuración procedía de los propios padres, para no empeorar la situación. Un mundo con cientos de testimonios imborrables y la dureza en unas líneas: “Zoia, es cierto. Soy culpable, únete al Komsomol. Ésta es la última vez que te escribo. Sed felices, tú y Lialia. Mamá”.

       Mientras algunos se atrevían a susurrar, muchísimos más callaban y guardaban silencio. Y otros, no debemos olvidarlo, actuaron en favor del mal, cuya naturaleza tanto preocupó a la indispensable Hannah Arendt, como el intelectual Konstantin Simonov. Porque detrás de cada historia y cada acusación se encontraban otros susurros bastantes más siniestros, los de los delatores. Figes elige al “escritor proletario” Simonov como la representación de la persona que durante el estalinismo se comprometió con el mal. Es el auténtico héroe trágico del libro. De origen aristocrático llegó a ocupar cargos en la jerarquía estalinista, hasta ser considerado “el favorito de Stalin” y, como tal, participó de la persecución de sus compañeros considerados liberales y en las campañas antisemitas del régimen y hasta llegó a delatar a familiares. Mucho tiempo después, al final de su vida, reflexionó arrepentido en unas duras memorias sobre sus actuaciones, aceptando sus errores y su culpabilidad dentro del terrorífico engranaje del estalinismo.

       La presencia anónima del delator, que bien podía ser un vecino o un compañero de trabajo, hizo que popularmente se asegurara que las paredes también oían. Sabían que después de la delación se encontraba un proceso terrible de destrucción personal, de los lazos familiares y comunitario -incluso de los sentimientos-, las purgas, los asesinatos o el siniestro sistema de Gulag. Pero la pesadilla del miedo, el temor y la sospecha no se quedaba sólo entre los supuestos enemigos del régimen, sino en el propio interior del Partido. Muchos de los fieles al ideal revolucionario lo notaron en su propia carne. El terror no tenía lógica. Muchos sobrevivieron a los tormentos de convertirse en víctimas sin saber bien cómo habían llegado a esa adversa situación, y nos lo narraron como Evgenia Ginzburg. La gran victoria de Stalin fue que este miedo le sobreviviera a la muerte transmitido de generación en generación. Aún pervive en el presente. Así lo señala el propio historiador británico señala sorprendido al constatar cómo actualmente es más complicado acceder a la memoria de esta represión que en la década de los noventa del pasado siglo.

 

Campesino ruso en su cocina/Corbis

 

 

       En definitiva, como demuestra Figes en este voluminoso libro, si no valoramos las vivencias concretas y cotidianas de las personas no podremos encontrar jamás explicaciones veraces del pasado, y tampoco de nuestro presente. El principal logro de Los que susurran es abrir nuevas vías de análisis sobre la vida de la gente corriente sin libertad. Además, propone un reto al pensamiento occidental de mayor calado del que se podría suponer a primera vista en una obra sobre la vida cotidiana durante los años de la represión estalinista. Porque podemos salvar las enormes distancias históricas que separan la Rusia estalinista del País Vasco de las últimas décadas para darnos cuenta que el susurro del terror se concreta necesariamente en el día a día. Celebrar las fiestas patronales de cada pueblo rodeados de la simbología del terror y con homenajes constantes a los verdugos. Escuchar demasiadas veces “¿cómo te metes en política sabiendo lo que te puede pasar?”, cuando simplemente se ha hecho un comentario banal sobre deporte. Expresar una opinión mientras se vigila que no haya nadie extraño tomando nota porque en el País Vasco muchas paredes también oyen, como en la Rusia estalinista.

       Los demás ejemplos que se podrían esgrimir son bastantes. Mirando de reojo la experiencia vasca, pero con la lectura del libro de Figes presente, surge una pregunta: ¿cuántos susurros atrapados en el silencio no habremos sabido escuchar? Sea cual sea la respuesta, no es cuestión de vana retórica, ya que es una tarea que ni la historiografía española, ni la vasca en particular, más adormecidas por la morfina terrorista de lo que están dispuestas a aceptar, pueden dejar para mañana. Pero esto es otra historia.

       En resumen: el terror se funda en lo cotidiano, en la conformidad y en la apatía. Tan sólo por esta lección merece la pena sumergirse en las casi mil páginas de Los que susurran y las estremecedoras historias que se entrecruzan en ellas. El recuerdo del centenar largo de personas con nombre y apellido que se acumulan en estas páginas ha hecho que volviera a releer algunos pasajes de Archipiélago Gulag. Y la misma frase me ha dejado otra vez sin aliento:

 

“A todos los que no vivieron lo bastante

para contar estas cosas.

Y que me perdonen

si no supe verlo todo,

ni recordarlo todo,

ni fui capaz de intuirlo todo”.

 


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