
Lo confieso: me encanta la gente que miente. Los he conocido por decenas, diría por cientos, y tengo siempre un espacio en mi corazoncito para ellos. Siempre recuerdo, cuando oigo alguna de sus soflamas, aquella frase estupenda de Fanny y Alexander que decía algo así como “se miente para obtener ventaja”.
Detrás de cada gran falsificador, siempre, hay un narrador: construyen sus experiencias, su “yo”, en torno a la justificación de un trayecto épico donde vencen todas las adversidades. Un viejo detector, incluso, de estos falsificadores de la realidad es la mención del “yo” en la cháchara; verdadero vector de una red de significados que se construyen constantemente en su mente calenturienta.
Así se edifica una mentira
Los mejores libros de Emmanuel Carrère, de Gómez de la Serna, de Pío Baroja no tienen apenas mérito narrativo: describen minuciosamente, sin apenas metáforas, las máscaras de tipos rocambolescos destinados a la gloria literaria… y al fracaso personal. En ocasiones la máscara tiene grietas, eso afirmaba con gran sagacidad Ingmar Bergman de Orson Welles, en otras es propia de un actor de Kabuki y está sellada con una clave ignota. Al final resulta imprescindible, casi requisito esencial, que estos tipos tartarinescos cuenten con decadencias casi por completo tétricas.
Imaginad, lectores, que todos estos grandes falsificadores corren y corren en un precipicio que se acaba, como en el conocido “cartoon” de El Coyote y el Correcaminos que consagró Chuck Jones. Una vez se acaba la tierra firme, la realidad, ellos siguen y siguen y siguen…hasta descubrir que debajo no hay nada. Que esos sueldos prodigiosos, que esos amigos interesantísimos, que aquellas parejas tan deseables solo existían como escudo frente a gente que se suponía más fuerte. Esa es la principal ternura de los grandes mentirosos: son protagonistas de obras de teatro que escribimos los demás.