Capítulo 1. La lengua materna
J. M. Coetzee: En un mundo ideal, cada uno de nosotros aprendería a hablar en brazos de su madre. El idioma que aprendimos de nuestra madre sería nuestra lengua materna. El mundo se nos revelaría por primera vez en ese idioma, que se convertiría en el idioma de nuestro corazón. Nuestra madre habría aprendido esa misma lengua en brazos de su madre y así sucesivamente a través de las generaciones.
Al tiempo, en ese mundo ideal iríamos a la escuela y nos enseñarían la gramática de la lengua materna y leeríamos su literatura, de modo que su presencia en nuestro interior y su influencia sobre nosotros se profundizarían. Estudiaríamos la ciencia, la historia y la filosofía por medio de ella. En una etapa determinada de nuestra educación, también comenzaríamos a estudiar otros idiomas: aprenderíamos a hablarlos, a leer y escribir con ellos, aunque nunca tan bien, por definición, como hablamos, leemos y escribimos en la lengua materna. Nos enteraríamos, así, de que con la palabra xleb también se puede nombrar al pan (bread) y con la palabra voda también se puede nombrar al agua (water). Pero si alguien fuera a decirnos que con la palabra pan (bread) se puede nombrar al xleb, diríamos: “No, estás equivocado, es al revés”. ¿Por qué? Porque si nuestra lengua materna fuera el inglés, bread sería la palabra natural para nombrar al pan. Y nosotros creemos que las palabras de la lengua materna son las palabras naturales para nombrar el mundo tal como es.
Pero por desgracia no estamos en un mundo ideal, no al menos para todos. En este mundo poco ideal que de hecho es el que existe, somos muchos los que, después de aprender la lengua materna en brazos de nuestra madre y cursar los primeros estudios en esa misma lengua, continuamos nuestra educación en una lengua más extendida e importante, una lengua nacional como el hindi, o una lengua imperial como el inglés o el español. Así nos vamos acostumbrando a habitar dos esferas lingüísticas: la esfera privada de la lengua menor –esa lengua materna que compartimos con la familia y la comunidad más cercana– y la esfera pública de la lengua mayor.
Para avanzar en el tema, me gustaría que pensemos en los millones de personas que viven esa doble vida lingüística y, dentro de ellas, específicamente en quienes se ganan la vida escribiendo. Me pregunto, entonces, ¿qué sucede cuando el guaraní es tu lengua materna, pero te ganas la vida leyendo y escribiendo en portugués? ¿Cómo será ganarse la vida leyendo y escribiendo en inglés cuando tu lengua materna es el zulú?
Sobre estos casos representativos de doble vida lingüística puedo hacer dos observaciones generales. La primera es que tienen una ventaja sobre los hablantes nativos de las lenguas imperiales –los anglófonos, los lusohablantes y demás– porque aprendieron, desde temprano en la vida, que el mundo no se presenta tal como es a primera vista, sino que se constituye ante nosotros por medio del lenguaje con que lo percibimos. La segunda es que son seres contrariados, que en la vida pública perciben y representan el mundo a través de una lengua que, por no ser la materna, les resulta extranjera en un nivel profundo, una lengua con la que nunca podrán sentirse tan a gusto como el hablante nativo.
Tal es la situación de una cohorte considerable de escritores e intelectuales en el mundo poscolonial –en el África subsahariana, el subcontinente indio, la Sudamérica andina–, personas cuyo dominio de una lengua literaria mayor como el inglés, el francés o el español iguala al de los hablantes nativos pero que no saben cómo maldecir o hacer el amor en esa lengua, que hablan con fluidez su lengua materna, pero se traban cuando tienen que utilizarla por escrito. Podría conjeturarse que, durante varios siglos, en la época del Imperio Romano y el Imperio Bizantino, la situación de muchos clercs debió ser prácticamente la misma: leían, escribían e incluso pensaban en alguna versión del latín, pero en la intimidad hablaban su lengua vernácula.
Si mi análisis fuera válido, entiendo que la noción de lengua materna podría complicarse: para muchos miembros de la intelligentsia mundial, la lengua materna deja de ser el idioma con el que piensan y al mismo tiempo piensan en una lengua que trae aparejada una sensación incómoda, extranjera.
Mariana Dimópulos: Hablar de lenguas maternas es hablar de orígenes. El asunto viene moldeando nuestras investigaciones sobre las lenguas desde hace mucho tiempo, tanto en sentido personal como general. Durante siglos, las especulaciones sobre el lenguaje se abocaron a descubrir una raíz histórica común a todas las lenguas conocidas. Finalmente, la idea fue dejada de lado, pero antes de llegar a esa instancia se barajaron algunos candidatos sumamente llamativos: primero fue el hebreo, por razones obvias en el mundo del pensamiento occidental cristiano, y luego el gótico y el alemán, el chino e incluso el sueco. El problema de los orígenes era tan persistente que una academia dedicada a la investigación lingüística tuvo que declarar de manera oficial que ya no debía rastrearse la raíz común de todos los idiomas. La declaración resulta llamativa, dado que la ciencia no suele descartar las materias de estudio por decreto, sino dejándolas caer, más bien, en el olvido. Se trataba, probablemente, de una cuestión sin respuesta, aunque tampoco dejaba de molestarlos. La imagen de un homo sapiens conversando con otro en una caverna al atardecer quedaría para siempre en la penumbra. Hoy todavía se investiga cómo se originaron las lenguas, pero solo en lo referido a las más habladas, y con la atención centrada en el desarrollo y no en la fijación de un origen.
La perspectiva que queremos considerar ahora es la privada. A la lengua que aprende cada uno de nosotros durante la etapa más temprana de su vida se la llama –como dices– lengua materna o “primera lengua”. Este sería el origen alternativo, el origen del lenguaje que podemos identificar. La mención de madres y de idiomas sugiere una escena de intimidad: un infante y un adulto, un juguete, algo para comer o beber. El niño empieza por repetir palabras (¡agua!), las asocia con cosas y experiencias, y así sigue la historia. Hoy sabemos que el primer aprendizaje de la lengua comienza durante una etapa muy temprana, incluso en los primeros meses de vida. Pero al niño le lleva mucho tiempo pronunciar las palabras necesarias para convertirse gradualmente en una parte dinámica del entorno –y eso implica más que comer y sobrevivir–. Los objetos que nombra el niño son cotidianos y simples. Los nombres que utilizan los adultos y que son aprendidos por los niños dejan una marca en el mundo de sus sentimientos. Es probable que durante esos primeros años aprendamos a sentir una palabra, no solo a usarla. Así, preferimos la palabra agua o la palabra pan solo porque en ese entonces estábamos abiertos a la conexión entre sentimientos y palabras. En nuestros primeros años, nos enamoramos espontáneamente de las palabras. Como adultos, podemos aprender a amar las nuevas palabras, pero enamorarse de ellas implica esfuerzos nuevos y riesgos nuevos.
JMC: Imagino a qué te refieres cuando hablas de sentir o amar una palabra, pero quizá sería mejor que lo explicaras para que quede claro.
MD: Me refiero a una especie de sentimiento fuerte hacia algunas palabras que suenan naturales y al mismo tiempo necesarias al oído y al corazón. He aquí el viejo debate de si los nombres que les damos a las cosas son naturales o convencionales. Pero ¿por qué? En el mundo hay aproximadamente seis mil idiomas. Sería una ingenuidad creer que los nombres que aprendió cada uno de nosotros durante la infancia son los que corresponden, natural y exclusivamente, a las cosas que nos rodean. De modo que solo puedo conjeturar que, al adquirir esos nombres durante esos primeros años, nos “enamoramos”, simplemente, de ellos. Por enamorarse entiendo un sentimiento fuerte de necesidad, pero una necesidad que no tiene nada que ver con el pensamiento racional o la inferencia lógica. La metáfora también se sostiene porque el amor puede ser un proceso acumulativo: más tarde, en la vida, podemos aprender a amar palabras nuevas para nombrar el pan (bread), como khleb.
JMC: Gracias.
MD: Como tu primera imagen, la mía también está idealizada en muchos sentidos. En la vida real, la lengua no se aprende en una escena primigenia, con un adulto solícito y objetos simples alrededor, así como tampoco nos sentimos cautivados de buenas a primeras por las palabras o nos enamoramos de ellas. Se dice que la adquisición del lenguaje comienza incluso antes de nuestro nacimiento y que depende sustancialmente del entorno. Si los adultos hablan o no frente al niño y si dedican o no tiempo para hablar con sus hijos serían, al parecer, algo decisivo. Cuanto más evoluciona el niño, más complejo se vuelve el mundo que lo rodea.
La lengua, que al principio se presenta como privada, se revela como social. Todavía conservamos nuestras preferencias, pronunciamos nuestras palabras de ciertas maneras, nos gusta expresarnos, podemos entendernos gracias al lenguaje. Con el tiempo, el número de personas que nos rodean –las llamamos familia y amigos– crece de manera significativa. Y la lengua que solía ser coherente, unificada y acogedora, revela sus reglas y excepciones. Empezamos a conversar con desconocidos, vamos a la escuela.
¿Qué ha sucedido? La lengua materna se ha casado con la patria. De un modo u otro, esta unión ha existido desde siempre, pero solo alcanzó un carácter institucional en los últimos siglos. El matrimonio entre ambas puede ser más o menos forzado. Se siente especialmente forzado cuando nuestra primera lengua no es la oficial, cuando en la escuela nos obligan a aprender una lengua nueva y dominante. ¿Cómo ha ocurrido este proceso? Una idea peligrosa –y falsa– se apoderó de las mentes y los corazones de estadistas, generales, educadores y otros: si un país quería ser estable, unificado y próspero, debía tener una sola lengua oficial. Se entiende, así, por qué el proceso formidable de enseñar a leer a una gran parte de la humanidad en los últimos doscientos años fue tan revolucionario como cruel. Cuando su lengua no coincidía con el idioma oficial, el niño debía esforzarse en la escuela y era probable que se convirtiera en blanco de discriminación porque el canto que había oído durante los primeros años en su casa no era el mismo que entonaban los otros en el gran mundo. Les sigue sucediendo todos los días a millones de personas.
JMC: Es interesante que localices este proceso en los últimos doscientos años. Por lo que entiendo, consideras que el surgimiento del Estado nación y la imposición de lenguas oficiales uniformes en las escuelas están íntimamente ligados.
MD: Exacto. Aunque sabemos que siempre hubo dominación lingüística, en los últimos siglos la alfabetización reforzó la importancia de las lenguas centrales, vale decir, de aquellas que a la larga prevalecen en las estructuras sociales y políticas multilingüísticas. Por lo general, los Estados enseñan sistemas de escritura que se basan en el dialecto privilegiado por la administración central. La escolarización es un gran logro; no queremos desmerecer la importancia de la asistencia escolar. Pero sucede que la misión de la lengua, que consiste en otorgar a las personas una herramienta común de expresión para que puedan comunicarse, se ha convertido en una especie de programa del Estado por medio de la educación temprana. Hoy en día sabemos que los niños que establecen un contacto tardío con la lengua oficial deben esforzarse más que los alumnos monolingües para alcanzar un mismo nivel. Y esto resulta extraño si tenemos presente que cuantos más idiomas hablemos, más capacidades podremos desarrollar, al menos cuando el proceso no implique un trauma de base y se nos permita convivir sin restricciones con las dos, o más, lenguas en cuestión.
Al pensar en lo compleja que es la situación, comprendemos por qué resulta arriesgado equiparar identidad y lengua. Ya hemos comentado que la primera lengua suena natural, de por sí, para sus hablantes. Los usuarios no solo usan las palabras; tienden a pensar en las primeras palabras como los nombres legítimos de las cosas que los rodean. Frente a una lengua desconocida, los sonidos y las palabras pronunciados por otra persona suenan equivocados, exasperantes, incluso amenazadores. Desde esa perspectiva podemos decir, sin duda, que las lenguas constituyen nuestra identidad. Los antiguos griegos dividían el mundo entre “nosotros” y “los bárbaros”. Por “nosotros” se referían a los que hablaban en griego y por “bárbaros”, a los que proferían palabras inentendibles, aquellos que para el oído griego decían constantemente “blablabla” y nada más. Esta representación de una comunidad lingüística como un “nosotros” monolingüe resulta demasiado simple. Un poeta alemán, que también tenía algo de filósofo, puso en tela de juicio la ecuación con una agudeza proverbial. Se llamaba Friedrich Hölderlin y creció cuando Alemania luchaba por convertirse en un país unificado. Eran también los años gloriosos de la filosofía alemana, y él formó parte del movimiento que transformó nuestra manera de pensar. Sostuvo lo siguiente: lo que es propio, el sentimiento más íntimo por la lengua, el pueblo y el paisaje, está teñido y moldeado secretamente por lo ajeno. La identidad es el resultado de un proceso complejo, y no la forma acabada de mi persona. Lo mismo se aplica a cualquier otro tipo de identidad, como la cultural, por ejemplo. Hoy diríamos que las identidades culturales son el producto de procesos históricos difíciles de concentrar en una sola fuente, que son domésticos y al mismo tiempo extranjeros en su origen. La cultura es multifacética. Se ve uniforme y prolija desde afuera, pero esa es solo su superficie. Al reducir las fuentes del yo a un único y “gran” otro, como tendía a hacer el romanticismo alemán, se esfuma la oposición primigenia entre yo y el Otro, sea este una persona o una cosa. Por eso Hölderlin pudo decir: soy una mezcla de yo y del otro, aunque no tenga la más mínima conciencia de ello; nunca seré realmente nativo de lo que me pertenece, empezando por la lengua.
Esta es una reflexión profunda sobre cómo podemos sentirnos atrapados en lo que somos. Nuestro decir nos encanta y lo sostenemos, como a todo lo que conocemos y nos hace sentir bien. Pero lo contrario también es posible y no es infrecuente. Cuando ese es el caso, intuimos que solo en otro idioma, un idioma que apenas hablamos o que no podemos hablar en absoluto, un idioma extranjero, podríamos pronunciar, por fin, una verdad que nos concierne profundamente. Los escritores conocen bien esa sensación porque escribir, según dicen, es usar nuestra lengua como si fuera extranjera. Es solo una metáfora, y un tanto trillada. Pero es probable que tenga algo de verdad.
JMC: Dices que escribir es usar nuestra lengua como si fuera extranjera. Nunca había oído esa metáfora, pero me gusta. Coincide con mi experiencia. Espero que tengamos la oportunidad de volver a ella cuando hablemos sobre lenguaje literario y traducción.
De todos modos, ahora me gustaría concentrarme en lo que dices sobre la (o nuestra) lengua materna, para hacer dos observaciones.
En primer lugar: ¿cómo es que adquiere el lenguaje un niño, exactamente? Se trata de un tema muy estudiado por los lingüistas. Hay una idea, en particular, que recuerdo muy bien: las primeras tentativas de vocalización por parte del bebé, las de esa etapa llamada balbuceo (babbling en inglés), en referencia a la torre de Babel, pueden interpretarse, de hecho, como una exploración de las posibilidades fonéticas de nuestro aparato fonador. En otras palabras, el recién nacido viene al mundo con la capacidad de producir un repertorio de sonidos que aún no están divididos en segmentos carentes de significación y segmentos significativos (o potencialmente significativos). El niño comienza solo por lo fonético y evoluciona hacia lo fonológico.
Del mismo modo, en el comienzo de su vida, el niño no dispone de un concepto utilizable de la palabra –no dispone, en realidad, de un concepto utilizable del significado, de que exista vínculo alguno entre el flujo de sonidos que sale de sus labios y el mundo exterior– y luego, a través de un proceso complejo, que indudablemente implica cierto componente neurológico (en los seres humanos), va elaborando primero la noción de palabra y luego, paso a paso, ese sistema que llamamos gramática, a través del cual las palabras se vinculan en enunciados.
Lo que quiero subrayar es que este proceso no es, o no es todavía, la adquisición de la lengua materna, aunque la madre del niño en la vida real pueda oficiar de íntima colaboradora. Se trata, en cambio, de la adquisición de la idea del lenguaje en sí. Como no se puede emitir un sonido en abstracto (la “idea” de un sonido) o una palabra en abstracto (la “idea” de una palabra), ese lenguaje que el niño va aprendiendo se encarna necesariamente en el idioma de la madre, pero lo cierto es que se trata del lenguaje como tal, no de una lengua en particular. Eso llega después.
MD: Este es un tema intrigante y controvertido. Se ha comprobado que los bebés no son una tabula rasa cuando comienzan a aprender una lengua. Los humanos vienen programados para el lenguaje, dicen los lingüistas. Las evidencias científicas demuestran que los bebés perciben las vocales y las consonantes como categorías, al menos tal como nosotros, en cuanto hablantes de lenguas codificadas alfabéticamente, entendemos esa diferencia. Porque los sonidos del habla pueden codificarse de distintas de maneras. Todos “entonamos” sonidos que significan algo cuando hablamos una lengua, pero lo que determina que describamos esos sonidos como compuestos por “vocales” y “consonantes” –que es lo que hacemos nosotros– depende de nuestra tradición escrita. El modo de proporcionar información fonémica depende de cada sistema de escritura. Las sílabas, en cambio, serían bastante “universales” porque los sonidos del habla están compuestos por formas de vibración (que llamamos vocales) y formas de obstrucción (que llamamos consonantes). Pero esta descripción también podría ser parcial. Lo que percibimos como educado en un sistema alfabético puede ser una proyección nuestra. En los sistemas de escritura semíticos se tiende, por el contrario, a identificar las consonantes y se da menos, o ninguna, información sobre las vocales, como sucede en el hebreo y el árabe. En todo caso, se dice que los bebés pueden distinguir sílabas que difieren solo en una de esas informaciones fonémicas que llamamos “consonantes”. Tomemos el par de sílabas ba y da en un contexto invariable determinado. El cerebro de los bebés reacciona de manera diferente al ba y al da, igual que el de los adultos, y eso sucede en todos los idiomas del mundo, sin importar el modo en que estas unidades de sonido sean representadas formalmente en un sistema de escritura.
Como dices, en una primera etapa, los bebés solo entrenan su aparato vocal. Luego, durante el primer año de vida, advierten que hay ciertos sonidos que no se usan en su lengua, esa lengua que ya estaba vigente antes de que nacieran. En apenas unos meses, el cerebro del bebé identifica cuáles son los sonidos de mayor relevancia para esa lengua que debe tener en cuenta. Los bebés también adquieren la prosodia de esa lengua: aprenden a “cantar” en ese idioma que es, además, un destino lingüístico. Como dice el neurolingüista Stanislas Dehaene, los bebés se comportan cual estadísticos precoces: a través de este mecanismo, identifican algunas palabras que se repiten con frecuencia y alcanzan esa comprensión mucho antes de estar en condiciones de pronunciar por sí mismos las primeras palabras. Durante este período también se aprenden muchas reglas gramaticales.
Los bebés no nacen solo con una habilidad lingüística determinada. Según los neurolingüistas, también traen consigo una capacidad sofisticada para reconocer objetos, números y rasgos faciales. Entre esas habilidades muy tempranas, e incluso prenatales, el lenguaje tiene una importancia crucial.
JMC: Hace unos minutos, te referías a la alfabetización –el aprendizaje de la lectoescritura– en el crecimiento del Estado nación. Lo que promueve el Estado nación no es la alfabetización en abstracto, desde luego, sino en la lengua nacional.
La pregunta que quiero plantear no se refiere ya a la alfabetización, que concierne a los hablantes individuales, sino al alfabeto en sí, que concierne a las lenguas mismas. ¿Qué podrías comentar acerca de aquellas sociedades que no utilizan el alfabeto, sociedades en las que no hay una relación maniiesta entre la lengua escrita y la/s lengua/s hablada/s? Pienso específicamente en China. ¿Podría decirse que los hablantes de la/s lengua/s de China han tenido más libertad para seguir hablando su lengua materna, incluso mientras aprenden a escribir y leer en la lengua paterna?
MD: Debido a la naturaleza de los signos logográficos, el proceso de aprendizaje de escritura en China es largo y laborioso. Cuando no hay alfabeto, la única opción disponible es aprender miles de caracteres de memoria. En esa coyuntura, a cada signo se le asigna un objeto, sin una articulación sonora manifiesta. En los sistemas logográficos reconocemos las “cosas” o los significados en sí, pero recibimos muy pocas referencias, o ninguna, en cuanto a la pronunciación. Lo contrario sucede con un alfabeto, que funciona de acuerdo con el principio del sonido y combina un conjunto muy pequeño de signos (veintiséis letras, en el caso del inglés) con una serie de unidades sonoras. Las letras se organizan de distintas maneras para expresar fonemas, que son los sonidos básicos de un lenguaje. Si nos atenemos a las reglas de pronunciación, podemos “leerlos”. De manera que si estoy enterada de cuál es el sonido representado por cuál signo particular o combinación de signos, puedo pronunciar la palabra mientras leo. Probemos, por ejemplo, con la palabra alemana Aufenthaltserlaubnis. Parece una pesadilla, pero en cuanto nos habituamos a las reglas fonéticas apropiadas, podemos pronunciarla como se debe. Incluso en lenguas occidentales donde las reglas fonéticas son mucho menos precisas que en alemán –como por ejemplo en inglés y francés, donde a veces se necesitan muchas letras para representar un solo sonido– el sistema es el mismo. Piensa, por ejemplo, en todas las letras que se necesitan para formar los tres fonemas de though. En un sistema alfabético, la palabra codifica un sonido que transmite un significado y convierte la información fonémica en partículas fonológicas y significativas. Si contamos con la información fonémica necesaria sobre el idioma en cuestión, estaremos en condiciones de leer en voz alta una frase en ese idioma sin que entendamos una sola palabra, como hacen a veces los cantantes de ópera. Con los caracteres chinos, al parecer, sucede todo lo contrario: nunca se llega a pronunciarlos bien por medio de la lectura, pero podemos aprender su significado, o al menos el de algunos de ellos –se dice que llegan a los treinta mil–, sin conocer la lengua. De todas maneras, en chino hay unidades elementales de significado que facilitan el proceso de aprendizaje. En cuanto a si los hablantes son más independientes de las restricciones de escritura en los sistemas logográficos: es posible que así sea, pero el poder de la lengua escrita como factor estabilizador no es menos influyente por eso. Sabemos que los sistemas engorrosos y más tradicionales de escritura obligan a sus hablantes a vivir en una especie de diglosia: escriben y leen en un idioma que hablan, a su vez, en una versión simplificada. Tal es el caso del chino y el árabe. La simplificación del sistema de escritura que se implementó en China durante el lanzamiento de las campañas de alfabetización en las décadas de 1950 y 1960 respondió, sin duda, a un intento de facilitar el proceso de aprendizaje. Según los expertos, los resultados fueron contradictorios. Por lo general, las lenguas centrales tratan de conservar el control imperial sobre sus hablantes, de una manera u otra. La escritura es un dispositivo asombroso, desarrollado por la humanidad durante miles de años, un dispositivo que ha funcionado increíblemente bien como memoria externa. Pero también ha servido para centralizar la lengua y marginar tanto a las lenguas que no cuentan con sistemas de escritura como a las personas que no pueden utilizarlas.
JMC: La escritura funciona extraordinariamente bien, como dices, para que podamos externalizar nuestra memoria, para registrar el pasado. Pero no olvidemos que la lengua está siempre en movimiento, que siempre se despoja de viejos modos de decir y encuentra otros nuevos. Uno de los efectos de la escritura es que congela al idioma en un momento específico de su evolución, que ralentiza el ritmo de sus cambios. En tal sentido, los sistemas de escritura se encuentran en conflicto con la naturaleza inherente de la lengua. Y esto a su vez trae aparejadas algunas consecuencias interesantes para las personas que dedican su vida a la escritura, no solo los escritores, sino también los escribientes en general.
MD: Dices que nunca habías oído aquello de que escribir literatura es usar la propia lengua como si fuera extranjera. Eso nos lleva al terreno del estilo. Por lo general, pensamos en el estilo del autor como en un logro sumamente personal. Se supone que una obra es única por el modo en que el escritor combina las palabras, como si fuera su sello. Ese es su lenguaje, decimos, ¡ese es, sin duda, su estilo! Según la ciencia del lenguaje, cada persona tiene algunos rasgos únicos que definen, hasta cierto punto, su manera de hablar. Al mismo tiempo, como somos capaces de comunicarnos con los demás, podría afirmarse, dejando de lado pequeñas diferencias, que todos hablamos parecido cuando nos encontramos dentro del inglés, el suajili o el bengalí, por más personal que sea nuestra manera de organizar las palabras en las frases. Cualquier persona que haya vivido una situación en la que su interlocutor hablara un idioma completamente desconocido, puede corroborar que encontrarse con otros dentro de la misma lengua es algo más bien positivo y constituye una clara ventaja la mayoría de las veces.
Con los autores, las cosas no son tan simples. Escriben en una lengua dada, pero de un modo tan singular que podría decirse que operan con su propio idioma. Hay una controversia sobre Kafka y su alemán, por ejemplo, surgida a raíz del trabajo de uno de sus primeros biógrafos, quien afirmó que Kafka no hablaba del todo bien el idioma y que la grandeza de su arte literario derivaba, paradójicamente, de esa limitación. Unos años después, dos filósofos franceses retomaron la idea e inventaron un mito, según el cual Kafka habría sido el heraldo de una literatura menor, donde las fallas en el dominio del alemán eran una garantía de autenticidad. Esta interpretación convirtió las obras del autor checo en una maquinaria política. Una rebelión de los que hablan mal, podríamos decir.
El que propuso por primera vez la metáfora de escribir en nuestra propia lengua como si fuera extranjera fue Marcel Proust, otro autor francés. La idea le dio un giro radical al viejo concepto de belleza. En vez de tratar de alcanzar las expresiones más perfectas y el vocabulario más acertado, el autor o la autora genuinamente originales transfiguran su propio idioma y lo convierten en uno nuevo. La literatura solía ser el producto de la imitación de antiguos modelos y adaptaba temas y formas retóricas del pasado al gusto y las posibilidades de los tiempos modernos. Después se convirtió en un producto personal, y la originalidad reemplazó a la perfección. Desde ese momento, el genio sería el escritor o la escritora capaz de lograr que su belleza original se tomara como modelo. Podría decirse que la idea de Proust es una última variación de este concepto. La originalidad se identifica con transformar el lenguaje literario en algo lejano y casi desconocido.
La pregunta es, entonces, ¿por qué podemos entender y admirar esas obras?
La belleza es un asunto complicado. El placer que se obtiene cuando se mira, lee o escucha una obra de arte es algo más complicado todavía. Nos han enseñado que leer literatura no es solamente admirar una manera bella de escribir, que la experiencia de la literatura no está exenta de inquietud y que a veces resulta abrumadora. Estamos enterados del problema de la fealdad en el arte. En la Edad Moderna, los cuadros comenzaron a retratar cosas de mal gusto y la literatura empezó a describir acontecimientos repudiables. A mi entender, aquí habría que tener en cuenta otra cuestión. La idea de estilo literario cambió de raíz cuando los lectores y los artistas comenzaron a asociarla con la originalidad y no ya con el antiguo imperativo de imitar un modelo. La perfección dejó de ser un principio rector. Por eso se ha llegado a sostener que algunos grandes escritores, como Cervantes o Dostoievski, escribían con torpeza, que su gramática era defectuosa y sus oraciones inorgánicas, como si la originalidad se rozara con la distorsión. En estas corrientes podríamos ver la idea de estilo literario en tanto prueba de originalidad llevada al colmo.
Si le damos una última vuelta al asunto, llegamos a la extranjería. Como los autores son extremadamente conscientes de las posibilidades y limitaciones de su propio idioma, escriben como si su lengua fuera extranjera. Utilizan las herramientas lingüísticas habituales como si no las conocieran, con sumo cuidado y atención. Y entonces la oración más simple puede parecer complicada. Por eso Kafka comentó en alguna parte de sus diarios que no había nada tan difícil como lograr que un personaje saliera de la habitación con solo escribir “salió”.
JMC: Quiero volver a la cuestión de la lengua materna, a la historia que contabas del niño que aprende un idioma en casa –la lengua materna de ese niño– y luego tiene que hablar otro idioma en la escuela –la lengua paterna–. Nos estamos adentrando en la dimensión política del lenguaje, desde luego.
Para referirme al tema, me gustaría contar algo sobre mi formación lingüística personal y sobre la formación lingüística de mi familia de origen. Es una historia que puede parecer complicada a primera vista, pero yo diría que es representativa del mundo del siglo XX en varios sentidos.
Del lado de mi madre, desciendo de un polaco que migró de Europa en la década de 1880. Nacido en la Silesia gobernada por Prusia, a una edad temprana se dijo que el futuro sería alemán. Y entonces se germanizó: modificó su nombre, asistió a una escuela alemana y se casó con una joven alemana. Sus hijos nacieron en Estados Unidos y hablaban alemán en casa e inglés en público. De Estados Unidos se mudaron a Sudáfrica, donde continuaron con sus prácticas bilingües anglogermanas, a pesar de que en ese momento ya vivían en un entorno lingüístico neerlandés. Lo que te he contado, entonces, es la historia de cómo, en nombre del progreso social, se abandona una lengua materna –primero el polaco, luego el alemán– por una lengua paterna –primero el alemán y luego el inglés–.
Del lado de mi padre, desciendo de personas que migraron desde los Países Bajos al extremo sur de África en el siglo XVII. Durante las guerras napoleónicas, los británicos ocuparon esa pequeña colonia y sus habitantes se convirtieron en súbditos de la Corona británica. Mis ancestros se amoldaron a sus nuevos señores: llevaban adelante su vida pública en inglés pero en su casa todavía hablaban neerlandés –un neerlandés que en su versión más acriollada sería conocida como afrikáans–. Nos encontramos, de nuevo, con la historia de una lengua materna –el neerlandés– abandonada por una lengua paterna más poderosa –el inglés–.
MD: Hay varios puntos en común entre tu descripción de las condiciones lingüísticas de Sudáfrica, vistas desde la perspectiva de tu historia personal, y el impacto lingüístico de la inmigración europea en la Argentina hispanohablante, que se produjo entre 1870 y 1930, con un segundo pico inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial. El otro acontecimiento crucial de la fusión lingüística en Sudamérica ya había tenido lugar, desde luego: me refiero a los efectos de la inmigración colonial española y portuguesa y las presiones lingüísticas que ejercieron sobre las lenguas de los pueblos indígenas tras la Conquista, vale decir entre el siglo XVII y el XVIII. Al tiempo, en el siglo XIX, cuando los Estados nación asumieron la “misión” de estandarizar las lenguas centrales y someter a las poblaciones indígenas a través de la lengua, ese proceso de fusión parcial y dominación generalizada se convirtió en política oficial. Hace apenas treinta años que una serie de nuevas regulaciones en Perú, Bolivia, Paraguay y Argentina ha comenzado a reflejar la realidad multilingüe de sus países. Con el plan para una nueva constitución, Chile buscó seguir un camino similar. Tomemos el ejemplo de la Argentina: está comprobado que en su territorio se hablan catorce lenguas, pero en pocas escuelas bilingües se dan clases tanto en lengua indígena como en español. Las migraciones provenientes de China, Corea y Rusia en la segunda mitad del siglo XX implicaron nuevos desafíos para el sistema monolingüe.
Volviendo a la inmigración europea, la historia de mi familia podría ofrecernos un ejemplo ilustrativo. Mi madre nació en España y emigró a Buenos Aires con sus padres, hermanos y hermanas en 1950. En ese lado de mi árbol genealógico siempre hubo gente que hablaba con un ligero acento peninsular y que nunca llegó a dominar el uso autóctono de la segunda persona del argentino vernáculo, aunque no más que eso. Mi padre nació en la Argentina pero sus padres eran griegos. Entró en contacto con el español antes de empezar la escuela primaria y aprendió a hablar el idioma sin acento, en las calles del barrio. Pero con su hermana y su madre hablaba siempre en griego, un idioma que no les enseñó a sus hijos. Cuando ya era una anciana, mi abuela olvidó el español, esa lengua que había aprendido cerca de los treinta y cinco años pero nunca había llegado a dominar. Recuerdo cuando iba a visitarla con mi padre y los veía interactuar en su lengua, con diálogos de los que yo no entendía una palabra.
Este fragmento pertenece al libro Don de lenguas que, con traducción de Esther Cross, ha sido publicado por El hilo de Ariadna.