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Acordeón¿Qué hacer?A mí me gusta Disneylandia

A mí me gusta Disneylandia

 

Tuve noticias de los atentados de París antes de saberlo. Era viernes de fútbol y estaba en casa, viendo ese amistoso entre Francia y Alemania, cuando se escuchó el estruendo de una detonación. Los noticieros, horas y días más tarde, relatarían cómo se esparció la zozobra entre la afición, cómo fue evacuado Hollande, cómo se olía en el ambiente que algo grave estaba sucediendo, a punto de suceder. En el momento, sin embargo, la transmisión no cambió de plano, el cámara ni se inmutó, el director tampoco, y lo que se pudo escuchar fue más bien la sorna de un público no asustado sino aburrido. Porque antes de que ese partido se convirtiese en un detalle intrascendente de la historia ya había sido malo.

 

Para la segunda mitad apagué el monitor y sintonicé la radio en una estación que narraba los detalles del España-Inglaterra. Fue casi peor. Luego, cerca del minuto 80, la voz notablemente consternada de un locutor conocido por su ligereza anunció una noticia de última hora que habría de cancelar el análisis post-partido: dos bombas habían estallado en las inmediaciones del Stade de France en Saint-Denis, por lo que las líneas establecerían comunicación directa con París para seguir los hechos en directo, según fuesen ocurriendo. Supe entonces que la explosión que había escuchado una hora antes no había sido un petardo.

 

Tal vez fuera eso lo que alimentara mi morbo inicial, pues París no es un lugar que me interese demasiado y por lo general no suelo ser lector de las páginas de sucesos –eso ya lo he dejado atrás–. Pero lo que estaba sucediendo aquella noche no calza dentro de lo que puede describirse como “por lo general”, y una vez enganchado al flujo de datos y detalles ya no pude despegarme del transistor hasta las cuatro de la mañana.

 

Visto desde la brecha infinita que abre la pantalla, el encarnizamiento de la violencia sin propósito (otro que lastimar, por supuesto) puede generar una de dos reacciones: bien el rechazo absoluto de no querer ver un minuto más, o una adicción casi sádica por conocer cada paso de aquella historia narrada en gerundio. A mí me sucedió lo segundo. Fue monitoreando la situación el sábado por la tarde cuando me llegó una nueva noticia dentro de la noticia: tres chicos venezolanos habían ido al concierto en la sala Bataclan; uno, Alfredo Reyes, corrió con suerte; a otro, Félix Salazar, le fue menos bien, aunque la bala que le atravesó el estómago y se alojó en su hígado no llegó a adueñarse de su vida; pero la pajita más corta le tocó a Sven Silva, desaparecido.

 

La palabra desaparecido es espeluznante. Es casi peor que muerto, porque la muerte conlleva una irrevocabilidad, un carácter tan contundente, que sencillamente obliga a afrontarla. En cambio el desaparecido no tiene estatus definitivo, se encuentra en medio de un proceso, un proceso de búsqueda que lo confirmará como víctima o superviviente, categorías, estas sí, permanentes. En otras palabras, el desaparecido es un muerto con posibilidad de milagro, y depender de un milagro es pender de un hilo. En México, donde se registran más de 20.000 homicidios anualmente, la indignación colectiva se ha enfocado en el último año en la desaparición de 43 estudiantes tras las protestas de Iguala. En Argentina, las desapariciones orquestadas por la dictadura militar hace más de tres décadas siguen hasta hoy instigando el activismo de las Madres de la Plaza de Mayo. En Venezuela también se registran aproximadamente 20.000 víctimas por el crimen violento cada año, pero son los desaparecidos los que más turban a una sociedad en la que la modalidad secuestro express ha dejado de ser una novedad. Y es que la palabra desaparecido tiene un efecto especial entre los que tienen que enfrentarse a ella.

 

Sven y sus amigos fueron el primer referente humano que tuve de la matanza de París. Eran de carne y hueso, venían de donde yo alguna vez vine, habían escapado lo que yo mucho antes logré evitar. Hasta entonces todo había sido números y balas que habrían podido venir de una copia pirata de la nueva entrega de James Bond. Luego vendrían otros referentes: Nick Alexander, un entusiasta de la música que vendía camisetas en los conciertos; una mujer embarazada que, desesperada, guindaba de la ventana de un tercer piso; un padre, igualmente desesperado, confrontando al primer ministro Manuel Valls en busca del paradero de su hija desaparecida; otra hija sin ubicar, Lola Salines, a quien su padre buscaba incesantemente por Twitter; Nohemy González, una estudiante de intercambio mexicana; un pequeñuelo de cinco años que había logrado esconderse tras perder a su madre y a su abuela, ambas chilenas en el exilio. La tragedia iba humanizándose, la magnitud del asedio cobraba cada vez mayor claridad.

 

De cierta manera, esta toma de conciencia es precisamente la finalidad de un atentado de este tipo. A diferencia del ataque que cobrara la vida de 224 personas a bordo del vuelo 9268 de la línea charter rusa Metrojet a finales de octubre, los sucesos de París tienen una resonancia que se multiplica por cada persona que los vio, que los vivió, que los sobrevivió. El impacto de una acción en la que cada punto de vista aporta una experiencia diferente es mucho mayor que el de un atentado que, a pesar de su éxito, presenta una narrativa colectiva única. Porque el terrorismo en su máxima expresión no va dirigido a las víctimas que cobra sino a las que permite vivir para contar, y a los que esperan del otro lado para escuchar esas historias de horror, de pánico, de angustia y miedo. He allí donde radica el reino del terror.

 

En un momento de desahogo o contemplación, Arturo Pérez-Reverte tuiteó el sábado algunas ideas crudas –como solo pueden expresarse las ideas en 140 caracteres–, acusando a Occidente de desmemoriado y por lo tanto incapaz de enfrentarse al horror. “Nos creíamos a salvo en Disneylandia”, concluye Pérez-Reverte, en su cuarto o quinto tuit al respecto. Yo crecí en una ciudad que le rendía tributo al miedo. Hoy esa ciudad se ha convertido en la capital del oprobio pero ya en los noventa Caracas se reconocía plenamente y sin secretos como un nido de agresiones y enfrentamientos, un lugar donde la amenaza tenía color propio. Pérez-Reverte sabe, claro que lo sabe, lo que es salir a la calle y reconocer –como el frío, la lluvia o el estiércol– al peligro por su olor; Pérez-Reverte recuerda, claro que lo recuerda, los días cuando estallaban bombas en el hotel donde se alojaba la Thatcher o cuando hacer la compra en un Hipercor podía costarte la vida; Pérez-Reverte no olvida, cómo olvidarlo, el atentado de Atocha, ni tampoco el de la T4, los ataques del 7 de julio de 2005 en Londres, o la misión purificadora de Breivik en 2011 –porque, ojo, el islamismo no tiene un monopolio sobre el terror–. Lo que sí, tal vez, pueda irritar a Pérez-Reverte es que la desmemoria que atribuye a Occidente no sea producto de la distancia, no sea en realidad un olvido, sino sea más bien una voluntad de no recordar.

 

Con el paso de los días las anécdotas individualizadas de los ataques del viernes por la noche se han hecho más y más vívidas. Sin embargo, ninguna, ni la de Nick Alexander, ni la de Lola Salines, ni la de ninguna otra víctima, me ha afectado como la de Sven Silva. El lunes por la mañana informaba lapatilla.com que el embajador de Francia en Venezuela confirmaba la presencia de tres venezolanos entre los heridos en París. Amigos, allegados, familiares de Sven, sin embargo, insistían por Twitter que él aún no aparecía. No era bueno el presagio, pero en cuestiones de vida y muerte no conviene leer entre líneas. Luego, hacía la medianoche, anunciaba el presidente Maduro que uno de los venezolanos de la sala Bataclan había fallecido. Horas más tarde confirmaba la madre de Sven Silva que en efecto se trataba de su hijo.

 

Sven Silva tenía 29 años y vivía desde hacía menos de dos en Palma de Mallorca. Era parte de ese fenómeno del siglo XXI que se conoce como la diáspora venezolana. Cuando yo emigré, a los 19 años, aquello no existía. Se puede decir, de alguna manera un poco retorcida, que estuve entre los pioneros. Muchos me han dicho desde entonces que me salvé de lo peor, que me fui justo a tiempo. A mí siempre me pareció demasiado tarde. De hecho, a veces pienso que nunca he debido estar allí. Qué y cómo vivió Sven Silva en Venezuela hasta los 27 años de edad es algo que nunca podré entender ni imaginar. Lo más probable, la verdad, es que no hayamos tenido absolutamente nada en común, ni siquiera el gusto musical, pues nunca había escuchado la banda que había ido a ver aquella noche en Bataclan. Excepto una cosa, una cosa sí compartíamos: ambos habíamos respirado el miedo. Tal vez él más que yo, pero hay calamidades que no se pueden medir en grados de comparación, son absolutas, y estimo que Caracas es una de ellas.

 

Eso, y el esfuerzo que supone emigrar: la sorpresa inicial, mezcla de confusión e ilusión; el optimismo; las ganas de encajar, la inhabilidad de hacerlo; las ansias por compartir con alguien que comprenda, el vacío de darse cuenta que al fin y al cabo tal vez nadie comprenda; la realización, clara, nítida pero irracional, de que no importa, de que al fin y al cabo vas a estar bien. No sé si Sven Silva llegó a ese punto –yo, a los dos años de mojado, no entendía nada; es posible que aun no lo entienda–, pero tengo la plena certeza de que una cosa sí vivió: el alivio de formar parte de una sociedad abierta, tolerante, discreta y segura. Pérez-Reverte opina que disfrutamos tanto de la comodidad propia una sociedad de este tipo que no somos siquiera capaces de prever o hacer frente al peligro. Y está bien –justamente lo más rescatable del modelo europeo actual es que cada uno puede pensar y expresar lo que quiera–. Pero comprometer nuestro estilo de vida por la aberración de algún degenerado sanguinario en busca de quién sabe qué me parece exagerado, me parece que no vale la pena. Estimo que Sven estaría de acuerdo conmigo, aunque no tengo manera de saberlo. En todo caso, es mi convicción –y no pretendo cambiar los valores que ordenan mi vida–. A mí me gusta Disneylandia.

 

 

 

 

Montague Kobbe es un mercenario de las letras. Nacido en Caracas, en un país que ya no existe, ha pasado una década trashumante durante la cual ha dejado su incipiente huella en Londres, Múnich y Anguilla. Mantiene una columna literaria en el diario Daily Herald de Sint Maarten y ha colaborado para numerosos medios escritos en el Caribe, América Latina, Reino Unido y España. En FronteraD ha publicado Haití, crónica de un largo llanto, Jamaica, desarmando el mito y Apuntes de un desengañado del camino de Santiago. En FronteraD y junto a Adolfo Calero escribe el blog Cueros y tacos. Su espacio web, aquí. En Twitter: @MontagueKobbe

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