Muchas veces se apunta que Camus dedica a su maestro de escuela sus Discursos de Suecia en el momento de su publicación. Se recuerda menos que, en el discurso de Estocolmo como tal, en diciembre 1957, atribuye a su generación entera el honor que se le ha hecho con el premio Nobel de literatura que, dice, “merece estar saludado y alentado” pues su tarea es inmensa:
Cada generación, sin duda, se siente destinada a rehacer el mundo. La mía bien sabe, sin embargo, que no lo conseguirá. Pero su tarea quizá sea más grande. Consiste en impedir que el mundo no se deshaga. (IV, p. 241)
Mi tarea, esta mañana, busca dar resonancia a esas palabras, con toda su amplitud.
Esta generación, nacida en los años 1910, llegó a la edad adulta cuando el auge de los fascismos y de la guerra de España, vivió la Segunda Guerra Mundial, vio instalarse los campos de concentración y fue testigo de la capacidad de destrucción de la bomba atómica.
Bien es verdad que la situación no es exactamente la misma, sesenta años más tarde. Sin embargo, las palabras de Camus definiendo la herencia de su generación son curiosamente actuales:
Heredera de una historia corrompida en la que se entremezclan revoluciones fallidas, técnicas que se han vuelto locas, dioses muertos e ideologías extenuadas, en que poderes mediocres pueden hoy destruir cuanto quieren, pero no saben convencer, en que la inteligencia ha bajado hasta el punto de servir el odio y la opresión, esta generación ha tenido que restaurar, en ella misma y alrededor suyo, a partir de sus meras negaciones, un poco de la dignidad de vivir y de morir. (p. 241)
En el año 1957 es cuando constata de manera amarga y al mismo tiempo lleno de esperanza –pues su generación ya ha empezado su tarea…
“Impedir que el mundo se deshaga”… Desde la Segunda Guerra Mundial Camus echa una mirada lúcida sobre Francia, Europa y el mundo; hace uso de todos los recursos a su disposición, el periodismo incluido, para denunciar las fuerzas destructivas y de muerte que están activadas.
Pero, con la misma entrega defiende valores en nombre de los cuales esboza perspectivas, abre vías nuevas. Y lo hace en calidad de artista; por algo la conferencia de Upsala, que tiene lugar unos días después del discurso de Estocolmo, se llama El artista y su tiempo.
En este desarrollo que os propongo a través de Camus, vais a escuchar sin esfuerzo los ecos del mundo de hoy: en 2023, igual que en 1957, se trata de “forjarse un arte de vivir en tiempo de catástrofe” (p. 241). “Impedir que el mundo se deshaga” significa antes que nada vivir plenamente.
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La constatación según la cual el mundo se deshace no es nada nueva en la obra de Camus. Nacido en 1913, huérfano de padre, muerto al iniciarse la Primera Guerra Mundial, crece en una Argelia donde la felicidad de vivir no disimula la injusticia del sistema colonial en el que France reniega de sus propios valores. A lo largo de la Segunda Guerra Mundial entra en resistencia a través de la red Combat, convirtiéndose en uno de los pilares del periódico del mismo nombre; al llegar la Liberación aparece como uno de los portavoces de la Resistencia, como periodista, y luego como novelista con la publicación de La peste, percibida como una alegoría de la Resistencia.
Sus textos de la inmediata posguerra están atravesados por los temas que abordará, diez años después, en su Discurso de Estocolmo. Además de los numerosos editoriales que escribió en la revista Combat destacan dos textos: una conferencia que pronuncia en Estados Unidos en 1946 bajo el título de La crisis del hombre, y una serie de ocho artículos que publicará en Combat en 1946 bajo el título conjunto de Ni víctimas ni verdugos.
Camus pone de relieve el hecho de que el “instinto de muerte” está presente a lo largo de la historia, especialmente en la civilización occidental. Ya con sus Cartas a un amigo alemán, escritas durante la guerra y publicadas en 1945, presenta el nazismo como fruto de esa pulsión de muerte que se ha vuelto dominante. En los siguientes textos muestra cómo este instinto dio paso a un “siglo del miedo”, en cuyas causas e implicaciones indaga.
Denuncia una “rabia de destrucción” jamás conocida en la historia de la humanidad, una ciencia utilizada para el “asesinato organizado”, por Estados que siembran el terror para asentar su dominación. El 8 de agosto de 1945, cuando los países occidentales aprueban con abrumadora mayoría la decisión de Estados Unidos de lanzar la bomba sobre Hiroshima, Camus, por el contrario, la condenó como terrorismo de Estado:
Lo resumiremos en una frase: la civilización mecánica acaba de alcanzar su último grado de barbarie. Tendremos que elegir, en un futuro más o menos cercano, entre el suicidio colectivo y el uso inteligente de las conquistas científicas. (II, pág. 409)
Según él, la guerra fría que se vive en la posguerra no es, a largo plazo, menos mortífera que la otra, ya que se basa en el equilibrio armamentístico de ambos bandos. Es el desarrollo industrial (¡y Camus no experimentó el desarrollo vertiginoso de las finanzas mundiales!) lo que lleva en sí el germen de la muerte porque, en nombre del progreso, y apuntando a la eficiencia, tomamos partido por el asesinato considerando que “el fin justifica los medios” (II, p. 748).
Si el mundo se desmorona es también porque los seres humanos desaparecen detrás de abstracciones (hoy diríamos: detrás de los números y de las siglas y de las hojas de cálculo); se regula la evolución de estas abstracciones en función de la necesidad obvia: se invoca “el sentido de la Historia” (o, más sencillamente, se repite: “no hay otra solución”). Percibido únicamente en su dimensión histórica, política y social, el ser humano ya no es considerado como tal: está solo frente a un sistema inhumano en el que se siente un juguete indefenso. Es humillado, juzgado, condenado, individual y colectivamente.
Entonces, ¿cómo situarse para actuar libremente? “Ni víctimas ni verdugos”, responde Camus. Si nos callamos, nos ponemos del lado de los verdugos: legitimamos el asesinato; nos resignamos a las matanzas (sobre todo cuando se producen remotamente). Pero no podemos resignarnos, aunque sea en el marco de una hermandad activa con las víctimas. Se debe “reconsiderar [su] pensamiento y [su] acción” (II, p. 452). En efecto, se han pervertido los valores (“socialismo”, “revolución”, “democracia”, “colectivización de los recursos”, “verdad de los hechos”); cualquier contrato social (nacional e internacional) parece inalcanzable; el porvenir ya ni siquiera parece posible (II, p. 454). Así resumo el pensamiento de Camus que se desprende de la serie de artículos de 1946.
Las potencias europeas y norteamericanas, tan orgullosas de sí mismas, terminan fracasando desde el punto de vista moral, por este encogimiento de lo humano y esta “perversión de los valores” del que proceden, con la ilusión destructiva de hacerlos prevalecer por la vía militar y económica. (Uno piensa en el resentimiento obrando hoy en día pero que, lejos de devolver a Occidente sus valores fundacionales, promueve una generalización de despotismos y populismos).
En un texto escrito en 1948, ‘El exilio de Elena’, Camus analiza este fracaso en términos de olvido en referencia a la herencia griega, en la que destaca la belleza y la moderación. Ahora, dice, “hemos desterrado la belleza” e, hijos de la desmesura, nos hemos lanzado “en pos de la totalidad”; y al hacerlo hemos “sacado el universo de su orbita” y vivimos “en la fealdad y las convulsiones” (II, pp. 597-598). Habiéndose vuelto nihilista, la civilización europea se dirige hacia el “suicidio colectivo”, agregó Camus en una conferencia que dictó en Atenas en 1955.
Y sin embargo, en este invierno del mundo, recuerda la fuerza de los almendros que, en Argelia, florecen en febrero. En su bello texto ‘Los almendros’ (III, p. 586-588), aboga contra la desesperación frente a la fuerza de las armas que en el mundo parecen haber vencido a las fuerzas del espíritu:
Cuando vivía en Argel, me aguantaba durante el invierno porque sabía que en una sola noche, una sola noche fría y pura de febrero, los almendros del Valle de los Cónsules se cubrirían de flores blancas. Me quedaba maravillado al observar cómo luego esta nieve frágil soportaba todas las lluvias y el viento del mar. Y eso que cada año se mantenía lo justo para que aparezca el fruto. (III, pág. 587)
Camus se apoya en esta imagen, y también en las “virtudes del espíritu” preconizadas por Nietzsche, para afirmar en voz alta que, frente a la fuerza de las armas, uno puede todavía y para siempre oponer la fuerza del espíritu que, sin gravedad, “resiste todos los vientos del mar en virtud de la blancura y la savia” (III, p. 588).
No niega lo trágico pero se niega a la desesperación y en este mismo texto ‘Los almendros’, dibuja caminos para el futuro (cito aquí estas magníficas frases –que luego serán retomadas por otros oradores):
Nuestra tarea como hombres es encontrar las pocas fórmulas que calmarán la angustia infinita de las almas libres. Hemos de remendar todo lo que está desgarrado, convertir la justicia en algo imaginable, en un mundo tan evidentemente injusto, y la felicidad significativa para los pueblos envenenados por la desgracia del siglo. Ni que decir tiene, es una tarea sobrehumana. Pero llamamos sobrehumanas a las tareas que los hombres tardan mucho en hacer, eso es todo. (III, pág. 587)
¿Cómo, entonces, llevar a cabo estas tareas?
Lo primero, y es fundamental, no se trata de rehacer el mundo. Camus desconfía profundamente de las ideologías que prometen un Gran Mañana; se niega a justificarlas a través de la idea de progreso, de la forma en que había sido introducida la Ilustración (era ese tipo de cosas que ocurrían en el mundo inmovilista de los poderes de derecho divino). Quiere, escribe en ‘Ni víctimas ni verdugos’: “definir las condiciones de un pensamiento político modesto, es decir, despojado de cualquier mesianismo de la nostalgia de un paraíso terrenal”. (II, pág. 440). La nueva utopía consistirá ante todo en querer “salvar los cuerpos”, por tanto, en trabajar con fuerza a favor de la paz, y de las condiciones internacionales para su mantenimiento. Camus habla de ella como de una utopía, no porque fuera inalcanzable, sino porque se trata de un futuro que las generaciones adultas no supieron ir preparando y que las generaciones siguientes, espera (II, p. 454 ), tendrán que inventar. ¿A qué nos llevaría hoy, cuando trabajamos tan mal para el porvenir de nuestros nietos?
Esta “humilde utopía” implica que todos transformemos nuestras palabras y nuestros pensamientos. En su conferencia ‘La crisis del hombre’, afirma:
Nos debemos llamar a las cosas por su nombre. […] Uno no piensa mal porque sea un asesino, sino que uno es asesino porque piensa mal. De esta forma uno puede llegar a ser un asesino sin aparentemente haber matado nunca. […] Lo primero que hay que hacer es, por lo tanto, el rechazo puro y simple, tanto en pensamiento como en acción, de cualquier forma de pensamiento realista y fatalista. Este es el trabajo que nos toca a cada uno de nosotros. (II, pág. 744)
Al condenar “cualquier forma de pensamiento realista y fatalista”, Camus no predica contra la lucidez: los dos adjetivos se explican mutuamente; a menudo se aconseja al disidente que sea realista, que se resigne (“no hay alternativa”, afirman los defensores del neoliberalismo triunfante hoy). Camus se niega a la resignación, con todas sus fuerzas. Creer en el poder del espíritu y de las palabras es el principio –y a veces el final– de todo: “A partir de ahora, el único honor consistirá en sostener con tozudez esta formidable apuesta que dirimirá finalmente si las palabras son más fuertes que las balas”. (II, pág. 456)
Para orientar esta lucha, Camus no busca el sentido de las cosas sino que propone valores. En el primer “ciclo” de su obra, centrado en la noción del absurdo, había mostrado cómo se puede vivir una vez se ha ratificado el hecho de que nada tiene sentido, cuando se enfrenta a esta trágica condición del ser humano, en vez de buscar respuestas filosóficas o religiosas. Lo había mostrado a través de personajes como Meursault o Sísifo o Calígula: personajes solitarios, confrontados a la desgracia y a la muerte. Bien es verdad que Calígula permanece encerrado en su dolor y en sus alocados sueños de emperador todopoderoso, a diferencia de Sísifo y Meursault que, cada uno a su manera, saben cómo abrirse al mundo. Ambos son lúcidos: Sísifo sabe que los dioses le han condenado para siempre a este castigo absurdo; Meursault sabe desde hace tiempo que “nada importa”, que la muerte que se avecina se lleva todo por delante. Ambos también comparten la valentía: Meursault sale de sí mismo para gritarle al capellán de la cárcel esta verdad paradójica: el capellán no está en la vida mientras él, el condenado a muerte, vive con plenitud y estaría dispuesto a vivirlo todo de nuevo; Sísifo rechaza cualquier recriminación contra los dioses que él mismo niega, se autolimita a cumplir con su tarea, por absurda que sea, pero a sabiendas de que “la lucha contras las alturas es suficiente en sí misma para llenar el corazón de un hombre”. Camus muestra a Sísifo y a Meursault con el corazón rebosante: Meursault, abierto en canal al recuerdo de su madre y al mundo, puede decir: “Sentí que era feliz, y que todavía lo era”; y “hay que imaginarse a Sísifo feliz”.
Los valores que pueden sustentar la lucha contra las fuerzas de la desintegración y la muerte que obran en el mundo Camus también los había puesto de relieve en su ciclo de la rebelión. En su novela La peste o en su drama El estado de sitio, nos ha presentado a personajes que luchan juntos contra el mal que golpea a los hombres, bien sea en forma de virus o de dictadura. Luchan en nombre de la fraternidad, pues comparten un destino común: el cronista de La peste sólo puede ser uno de esos oraneses encerrados en la ciudad contaminada por la peste; Diego padece la misma enfermedad misteriosa que los demás opositores al dictador. En la amarga y peligrosa lucha que llevan, a veces les parece haber perdido sensibilidad; y eso no impide que vayan muriendo niños o mujeres amadas. Pero sendos héroes captan a la postre, en lo más profundo de sí mismos, la importancia de la amistad, el amor, la ternura. En El estado de sitio, Diego elige morir a fin de que Victoria viva porque “[…] este mundo te necesita. Necesita que nuestras mujeres aprendan a vivir. Nosotros [los hombres] no hemos podido hacer otra cosa que morir”. (II, págs. 363-364). En La peste, el doctor Rieux, que ha luchado con todas sus fuerzas contra la epidemia, termina por comprender lo esencial: no es que “estas cosas tienen o no sentido”, sino que percibe “la respuesta dada a la esperanza de los hombres”; y la respuesta es que “si hay algo que siempre se puede desear, y ya veces conseguir, es la ternura humana” (II, pág. 242)
El mismo Camus lideró esta lucha contra las fuerzas de la muerte, en carne propia, puesto que como periodista y como intelectual embarcado (rechaza el término comprometido), tiene la posibilidad de hacer resonar sus palabras en Francia y más allá de sus fronteras, dada la notoriedad que irá adquiriendo en la segunda mitad de la década de 1940. Si bien sus discursos, conferencias, artículos, ensayos suscitan polémica, hace resonar una voz, una palabra que ensalza valores éticos. No se presenta como un salvador, ni como un predicador de la moral (sin embargo, sus detractores no dudarán en acusarlo de ello). Despierta las conciencias; pone de manifiesto el impulso de la Resistencia; habla para los seres humanos –no por ellos, sino para defenderles de la historia que los aplasta–. Él no está solo; en Francia, y más aún en toda Europa, está dialogando con seres de buena voluntad, con intelectuales que luchan en nombre de los mismos valores que él defiende, a menudo expuesto al fracaso y a la soledad –es uno de los pocos en Francia que lo hace contra el estalinismo. Son huellas apasionantes las que los investigadores están sacando actualmente de ese diálogo, huellas que perfilan un clima intelectual europeo destinado, en palabras del propio Camus, a “retomar las cosas desde su origen para volver a construir una sociedad viva dentro de una sociedad condenada” (II, p. 452).
En Estocolmo es donde puede celebrar lo que ya ha hecho su generación para empezar a cumplir con esa tarea: “(…) Bien es cierto que a lo largo y ancho del mundo ya tiene su doble apuesta de verdad y de libertad, así como, en alguna ocasión, saber morir sin odio por él” (IV, p. 242) No me detendré en estas palabras, así como lo que dice en una misma frase sobre la lucha por la paz y la reconciliación entre el trabajo y la cultura. Me limitaré a citar la bella imagen a la que recurre: “volver a construir con todos los hombres un arca de alianza” (IV, p. 242). Trae de vuelta dentro de la esfera humana la imagen bíblica de la alianza de Dios con su pueblo, deja emerger la imagen del arco iris para que surja una federación universal.
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Al igual que cualquier otro ser humano, el artista contribuye a esta tarea colectiva: la creación es uno de los medios para evitar la desintegración del mundo. Camus lo hace con sus recursos propios, cosa que subrayan con fuerza los dos discursos de Suecia, el del Premio Nobel y la conferencia ‘El artista y su tiempo’. Enuncia la responsabilidad específica del artista: escribir, dice, es un honor –que implica una obligación de solidaridad (IV, p. 24). Se trata ante todo de la conciencia nítida de lo que comparte con los demás, es decir el mundo tal como es –hoy, de manera mas amplia, la dolorosa condición humana. Luego vendrán los actos, o sea las obras en las que resonarán “la infelicidad y la esperanza” de los hombres.
Pero su creación misma requiere soledad; el artista no puede crear envuelto en el ruido y el entretenimiento (en el sentido pascaliano). La belleza, tanto la que recibimos como la que intentamos crear, necesita un cara a cara áspero. Camus medita largo y tendido sobre la inevitable soledad de los artistas verdaderos; en la conferencia ‘El artista y su tiempo’, evoca a Nietzsche (para él, un artista-filósofo) “adentrado en una soledad definitiva, aplastado y exaltado a la vez por la perspectiva de esta obra inmensa que iba a tener que llevar a cabo sin ayuda alguna” (IV, p. 265).
Aquí nos topamos con el dilema con que se cierra el cuento ‘Jonas o el artista en el trabajo’ en El exilio y el reino; tras un período desprovisto de inspiración, el pintor Jonas encuentra de nuevo su estrella antes de una especie de paseo simbólico por la muerte; pero previamente pintó un “lienzo, enteramente blanco, en cuyo centro sólo había escrito, en minúsculos caracteres, una palabra que se podía descifrar, pero que no se sabía si había que leer como solo (solitaire) o como solidario (solidaire)” (IV, p. 83). La tensión no actúa entre un polo negativo y otro positivo: el artista siente una imperiosa necesidad de soledad; pero se hace estéril si se separa de los demás. En la década de los 50 Camus experimentó esta tensión bajo la forma de un agotamiento individual.
Pasa también por serios momentos de duda, tanto en lo que se refería a su talento creativo como a los riesgos de impostura en los que incurre al tomar la palabra: ¿en nombre de qué es entonces legítimo? ¿El hecho de crear –y por lo tanto, para él, de crear con palabras– puede “evitar que el mundo se deshaga”? Desde la década de los años 30, nunca ha dejado, solo o dialogando con artistas y filósofos, de reflexionar sobre el lenguaje –tanto su poder como sus impotencias. Esta meditación culmina en la impactante fórmula que se encuentra en la introducción de El hombre rebelde (1951): “Hablar repara” (OC III, p. 68); si en este contexto se trata de la confrontación del hombre con el absurdo, la expresión (apoyada en su construcción sonora en quiasma) cobra mayor significación en estos años de crisis. Además, ¿no se responde a sí mismo cuando casi al mismo tiempo escribe en los poemas en prosa de La posteridad del sol (que solo se publicará después de su muerte): “Hablar también separa” (OC IV, pág. 700).
Por lo tanto no se trata de callar sino de hablar de otra manera, de hablar desde otro lugar. Se comprende esto mejor si uno lee el conjunto del breve poema de La posteridad del sol: “Se acaba el día, las hojas crujen. Seguirán esperando, más te gustan desde aquí. Hablar también separa. El habla no es comunicación cuando está mal afinado; y puede ocurrir que, desde lejos, se ama mejor, que se puede estar en comunicación más profunda”. A principios de los años 50, Camus se planteó la cuestión específica del modo de expresión que el escritor-artista debería elegir con el fin de “evitar que el mundo se desmoronase”. Desde la Segunda Guerra Mundial se ha pronunciado públicamente (artículos en Combat, discursos, peticiones, etcétera) situándose en el centro de las luchas y controversias. Su obra se ha desarrollado de acuerdo con el camino filosófico que se había asignado antes de la guerra: el ciclo del absurdo y después el de la rebeldía, siendo esta última atravesado evidentemente por los mismos temas y valores que su discurso público.
“[…] te gustan más desde aquí”; ¿cómo situar mejor este aquí desde el cual se puede amar y hablar? El teatro ocupa obviamente un lugar importante; ese otro lugar desde donde se habla del mundo y se habla al mundo. Quiero recordar que en los años que precedieron su muerte accidental Camus buscaba que se le confiara un teatro parisino donde pudiera realizar libremente sus proyectos. Se suponía que iba a hacerse realidad en 1960…
Este aquí, desde donde debe y quiere hablar, es a partir de 1954 lo que todavía no se llama la guerra de Argelia, en la que se deshace un mundo, y de la peor manera. Camus habla en primer lugar a lo antiguo: la prensa, el discurso, el ensayo –o la intervención directa como durante el Llamamiento a la tregua civil en Argelia, que lanza en Argel en enero de 1956 de la mano de los “liberales” amigos de ambas comunidades. Pero es un fracaso. Recopila entonces todos los textos que había escrito sobre Argelia: dio lugar en junio de 1958 a sus Crónicas argelinas; pero este compendio de veinte años de textos se convierte en el balance de un doble fracaso, el de Francia en Argelia y el suyo propio.
Necesita hablar de Argelia de otra manera, no para contribuir a un statu quo injusto sino para esbozar los contornos de la comunidad por venir y afirmar que es posible, e incluso deseable, hasta en el extremo de cuánto se ha vuelto imposible:
Quiero creer con todas mis fuerzas que la paz aparecerá en nuestros campos, nuestras montañas, nuestras costas y que entonces, por fin, árabes y franceses, reconciliados en la libertad y en la justicia, se esforzarán en olvidar la sangre que hoy los separa. (IV, pág. 255)
Hablar de Argelia es mostrarla de otra manera, por medio del arte, es decir, en sus escritos; de hecho, a través del espacio-tiempo y de sus personajes esta Argelia se concreta en los relatos de El exilio y el reino, así como en El primer hombre (el trabajo preparatorio de la novela inacabada nos muestra que la cuestión argelina ha sido central).
Pero la novela va más allá: apunta a una dimensión universal, inherente a la tarea específica del artista. Si quiere evitar que el mundo se deshaga el arte debe unir, consiguiendo que suene el “sonido del silencio”; debe “conmover al mayor número de hombres ofreciéndoles una imagen excepcional de los sufrimientos y de las alegrías comunes” (IV, pág. 240). Es porque así lo comprendió que Camus emprendió un cambio profundo en su escritura: escribir desde la interioridad el amor lo cambia todo. No solo va a “hablar de los que él ama”, sino que va escribir de otra manera, dejando que la emoción vibre más y que el lirismo aflore.
No se trata de contarle al mundo entero su pequeña historia (por eso se niega a escribir una autobiografía), sino, a través de unos cuantos miembros anónimos de su familia, de mostrar al ser humano aplastado por la Historia; igual que la madre del protagonista, que se acaba de enterar de la muerte de su marido asesinado en 1914 en Verdún, “permanecía muda y sin lágrimas durante largas horas, apretando en el bolsillo el papel que no sabía leer y contemplando en la oscuridad la desgracia que ella no entendía” (IV, pág. 783). Camus también quiere dar testimonio de la insigne dignidad de esta pobre gente. También quiere una y otra vez, pero más concretamente que en sus ensayos y artículos, luchar por “preservar la parte humana que no pertenece a la Historia” (II, pág. 455), aquella que permite ser plenamente humano.
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«Evitar que el mundo se desmorone” es luchar por la verdad y la libertad. Pero también es dar una oportunidad a la vida y a la alegría, descubriendo una luz en uno mismo y preservando sus fuentes, como maravillosamente expresa en ‘Regreso a Tipasa’:
[…] Redescubrí en Tipasa que era necesario guardar en uno mismo una frescura, una fuente de alegría, que era necesario amar el día que trasciende la injusticia, y volver al combate armado de esta luz conquistada. Ahí encontré la belleza antigua, un cielo joven, y tomé la medida de mi suerte, comprendiendo al final que en los peores años de nuestra locura el recuerdo de este cielo nunca me había abandonado. Fue él quien finalmente me impidió desesperarme. […] En medio del invierno, aprendí por fin que había dentro de mí un verano invencible (III, pág. 613)
El mundo de hoy se está desmoronando, de manera mucho más grave con la catástrofe climática. La tarea de las generaciones futuras será cada vez más difícil. A nosotros nos toca proporcionarles energía que necesitan; y en eso Camus nos ayuda.
Estas palabras fueron pronunciadas en el arranque de la última edición de las Trobades y Premis Mediterranis que se celebraron en la isla española de Menorca entre los pasados 28 y 30 de abril.
Traducción: François Musseau
Texte original en français