Anatolia hacia lo irreversible. La vida-fácil de Izmir (Esmirna) y Erdogan

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La familia está reunida. ¡Abi!, dice Eralp. Significa hermano mayor, y se lo dice a Kutkan. Abi, el hermano mayor que te protege –el turco es un idioma preciso en cuanto a las relaciones familiares–. Pero lanza Eralp, el hermano pequeño, los dados decisivos sobre la tabla, juego también conocido como backgammon. Estrategia bajo la base de mucho azar. Si sale un seis, Kutkan gana. Llegaba el referéndum decisivo, y el ambiente tranquilo de Izmir estaba cargado. Toda la familia –prototípica de la ciudad– rechazaría a Erdogan. Izmir es el bastión que resiste al Gobierno. Salvo dos abuelos. El hombre, votante del AKP de Erdogan, hubiese lanzado el Evet (sí) a favor del presidente, una vez más. La abuela, que mantuvo la disciplina de voto del matrimonio durante quince años, se quedó sin fichas. Votaría Hayir (no) en el referéndum (16 de abril de 2017). Sería demasiado poder para una sola persona. A diferencia del resto del país, ser conservador en Izmir no era lanzar los dados iniciales, era realizar el segundo movimiento, la respuesta. Pero cuando las historias del periódico traspasan el papel y entran por la puerta de casa, también entran los debates, la política. Tal vez, la posibilidad de decidir colectivamente. Las discusiones se habrían agravado. Pero el abuelo murió antes de llegar el Referéndum. Y la barrera de lo admisible y de la tolerancia no fue superada. No todavía. Eralp lanza… y el dado se sale del tablero. Siguiente intento.

 

Yaşa Mustafa Kemal Paşa yaşa

Adın yazılacak mücevher taşa

 

Suena la Marcha de Izmir en el agradable paseo marítimo, donde comienza el Egeo, bajo la brisa de mediatarde. Al otro lado, multitud de pequeñas montañas forman un desordenado resguardo para el puerto, que se concentra en el mar y no en la tierra. La guitarra y la flauta congregan a un pequeño grupo de gente. Cantan, en círculo, la llegada imparable del ejército turco desde esas montañas, que nacía del colapso del Imperio Otomano. Nos encontramos cien años atrás. Los griegos, asentados en la costa, retrocedían en la guerra, una, y otra, y otra vez hacia el puerto. Justo donde ahora el círculo de turcos canta. Su avance era inexorable. Tirar al mar a los enemigos. Hasta que los griegos se embarcaron y dejaron la costa que habían habitado durante siglos. Para siempre. Y suenan los coros.

 

Vive, Mustafa Kemal vive.

Tu nombre está tallado en orfebrería

 

La guerra había terminado, Atatürk había ganado. Turquía se fundaba en la misma ciudad en la que nació el griego Homero. Los dioses, que poseen olímpicos palacios, os permitan destruir la ciudad de Príamo y regresar felizmente a la patria, legó en letra cuando la tierra apenas era una isla en medio del océano que todo lo envuelve, y los barcos del oeste navegaban hacia Troya. Izmir miraba al mar, las colinas no le dejaban ver al otro lado. Desde donde llegó, pasados los siglos, Pablo de Tarso. Allí, donde la Biblia señala la ubicación de una de las iglesias del Apocalipsis, Pablo de Tarso evangelizó y convirtió al cristianismo. “Todos los que habitaban en Asia –Turquía– oyeron la palabra del señor Jesús”. Su comunidad cristiana pervivió, resistió la posterior conquista de los selyúcidas y la instauración del Imperio Otomano, para algunos el esperado Califato. El puerto nunca dejó de ser un hervidero de griegos o italianos, mientras los musulmanes de Anatolia vivían en las colinas subyacentes. Pero todo colapsó. Llegaba Kemal Atatürk –padre de los turcos– hijo de la educación otomana, pero quien justamente había nacido en la Salónica griega. Atatürk miraba hacia el sol poniente del mar del oeste, y no al sol naciente de la tierra del este. Tal como tomó el puerto, suprimió la escritura arábica en favor de la latina, abolió la sharía y tomó prestados códigos civiles, penales y de comercio de Europa. Su creación recibió el nombre de Turquía. El espíritu de Izmir se extendía hacia el lado al que nunca había mirado. Y creen que leo el Corán en árabe, se queja Görkem, mientras caminamos por el paseo. Görkem es joven, grande, rubio y de piel muy clara, tiene una apariencia que escapa al cliché de turco. Su abuela era griega. Como cada turco, guarda en su herencia familiar la mayor de las mezclas entre etnias, credos y culturas. En 1923 la religión cambió en Izmir, y los gobiernos firmaron un trasvase entre griegos y turcos a uno y otro lado del mar. Las fronteras se definían, la población se homogeneizaba, y los tiempos multiétnicos del Imperio Otomano llegaban a su fin. Los zazas, asirios, lazes, armenios… todos se desplazaron. La herencia familiar que se irá olvidando, como ya sucedió en los países que construyeron sus estados nacionales mucho antes. Eran los tiempos de los estados nacionales. Pero algo se mantuvo en el espíritu de Izmir. Ante las turbulencias de la historia.

 

Cerca del puerto las calles se estrechan, comienza el bazar. Lonas colgadas de los tejados cubren las calles de una agradable sombra. Al poco, la calle se une con otras, y forman una pequeña plaza alrededor del çesme, fuente en la que un hombre musulmán lava sus pecados. La cara, los brazos, los codos, los pies; dependiendo del pecado en cuestión. Cuando se pase agua tres veces, estará purificado para entrar en la mezquita. Ésta suena de fondo, ora bajo los megáfonos por la muerte de Abdullah, un comerciante del bazar. Detrás de Kutkan, un hombre ofrece té en cada tienda, en la que mantiene una buena charla. Todas pertenecen a la familia. Aquí me crié yo. El Kutkan abi, grande, fuerte, guapo y ligón surgió del pequeño, que trabajaba, desde los seis años, cada verano en los negocios familiares, entre las calles angostas del bazar. Aprendí a comunicarme, a resolver problemas. Entonces se ríe. Tengo que quedar con mi nuevo padre, ¡qué ahora tengo dos! Se ríe. Es un lugar acostumbrado a tener los mismos compañeros de viaje en la vida, la familia. Pero si hay un divorcio, es en Izmir.

 

La casa se encuentra cerca de la estación de Fahrettin Altay, que recuerda a un general turco. Tiene un salón grande, como la mayoría de casas turcas, y el ventanal, abierto, da la sensación de ser una continuación de la calle, como si no hubiese separación posible entre el barrio y el hogar. Bajo el techo juegan a tabla y se enorgullecen, como todo izmiriano, de la vida-fácil de su ciudad. Del mar, la brisa y el buen tiempo. Sentados están Gül, novia de Kutkan; él, Eralp, y Görkem. Pronto se hizo de noche, y Görkem decide quedarse. Toda casa turca es un lugar de acogida, y la hospitalidad el mayor de los placeres. Como la mayoría de casas, votarán Hayi  (no) en el referéndum. Pero el domingo, muchos buses llegaron a la ciudad.

 

Kutkan tal vez trabaje en Pegasus Airlines, gracias a su rostro –es bastante guapo– y a su inglés, que aprendió saliendo de fiesta. O tal vez trabaje en Chipre vendiendo cigarros. En este país nunca sabes. Al día siguiente, Kutkan sale de la casa de la mano de Gül. Empieza a llover, pero el sol sigue reluciendo. No puedes confiar ni en el tiempo ni en las mujeres de Izmir, reza el dicho patriarcal. Frente a la mayor libertad que hay en el enclave, tal vez. Pero Gül no es de Izmir, sino de Estambul. Venir a esta ciudad fue la mejor decisión que tuve. Es donde podemos vivir. Tras siglos acogiendo gente del oeste, llegada desde la otra costa del Mar Egeo, ahora llegaban del este: la última parada antes de cruzar el mar, cual personaje de Homero, cuando Izmir era Smyrna. Los que ahora miran a las islas míticas, a apenas kilómetros, reciben el nombre de refugiados. Árabes, pastunes, baluchis… Ante ellos, tan cerca, se extiende la Europa de los muros. Por las noches salen corriendo hacia las lanchas. Los que lo siguen intentando. Los varados, se asientan en las ciudades adyacentes. Más allá de dónde vivían los turcos de Anatolia, hace cien años, hablan ahora el árabe de Siria. En el pueblo de Torbalı sobreviven con la agricultura. Me preocupa que no se adapten, que tengamos que dejar de ser como somos. Gül cree que los sirios son más islamistas, más religiosos. Los refugiados sirios en Izmir, más de 100.000, representan el 2,5% de la población, mientras que en otras ciudades turcas –salvo en el este– no llegan al 2%. Izmir está acostumbrada a la inmigración del oeste, no del este, dice una reputada periodista turca. En todo Anatolia hay casi cuatro millones de refugiados y, sin embargo, no habían causado la conmoción que supusieron los pocos que llegaron al otro lado del Egeo. Hasta ahora.

 

Fue allí, en Torbalı, donde dos niños se empezaron a pelear el 8 de abril, a doce días del referéndum. Dicen, unos, que varios sirios pegaron a un niño turco. Sea como fuere, fue la gota que colmó el vaso de las tensiones en el vecindario. Más de 300 turcos se lanzaron al ataque de los refugiados del barrio de Pamukyazı. Palos, cuchillos… Más de treinta personas fueron heridas de gravedad, y 500 sirios se vieron obligados a huir de sus casas. Niños pidiendo dinero, madres y padres… continuamente. La gente se anestesia con el día a día. Ahora les molestan, y están irritados, dice la periodista. Mientras lo dice, una niña siria intenta venderle un paquete de pañuelos. Al otro lado, un hombre duerme a la entrada del portal. Una imagen familiar.

 

Por la noche, volvía a llover en Izmir, y la casa seguía abierta.

 

 

El miedo

 

Fueron olvidados. Sienten miedo. Están siendo atacados. El peligro es real. ¿Qué ha pasado en estos últimos quince años? ¡Construimos ese hospital! La multitud aplaude en el paseo marítimo. Tirar al mar a los enemigos. Ella también aplaude. Enfurecidamente. Desde fuera, nadie diría que ella está ahí. El sonido de los altavoces está muy alto, tanto que no deja ni pensar. Entonces un hombre se desmaya, y él, el que está arriba, el que habla, frena el discurso. El hombre tendido en el suelo cobra más importancia. Él, el que habla, es uno de los nuestros. Piensan alrededor. ¡Cómo no lo va a ser!

 

Días antes, los operarios retiraron los badenes del camino que lleva del aeropuerto a la ciudad. Eran perjudiciales para el coxis de Binali Yildirim, primer ministro y empleado de Él. Los buses llegaron a Izmir fletados desde muchas otras ciudades. También llegaron policías desde ciudades como Konya. Iba a comenzar el mitin. ¡Nosotros construimos este hospital! ¡Con la nueva autopista se tarda mucho menos! El hospital fue reformado, no construido. La autopista también era anterior. Pero, a pesar de la incongruencia, el AKP ofreció a la gente de las colinas, del rural, y del interior lo que nunca habían tenido: atención. Y, con las crisis en 2001, Erdogan llegó al poder. La economía mejoraba. Ciudades como Konya, que aportó –brevemente– a un primer ministro, recibieron en compensación multitud de inversiones. Durante años, Europa miró con esperanza a su nuevo amigo. A pesar de ser musulmán, era parecido. Y el laicismo, el espíritu de Izmir, fue menguando, retrotrayéndose al Egeo junto a su partido, el socioliberal CHP, que fuera el partido único de Atatürk. Eran los tiempos del AKP. Sus seguidores caminaban por las calles más caras y selectas de Izmir gritando.

 

Estamos esperando en la ribera del río. Tiradnos si podéis. No se refiere a Atatürk, sino a Deniz Baykal, expresidente del CHP –apartado tras el descubrimiento de vídeos sexuales– que dijo: “si gana el No será como tirar al mar a los enemigos”. Tras más de quince años en el gobierno, Turquía iba a dar un salto irreversible. No mira a 2023, centésimo aniversario de la fundación de Turquía y de la conversión de Izmir. Mira a cincuenta años más tarde, 2073, milésimo aniversario de la victoria turco-selyúcida de Manzikert. Erdogan había conquistado, año tras año, cada escalón. Y ahora llegaba al final de la escalera. Más allá de la propia Turquía.

 

Volvemos. El metro tiene dos líneas. Para su construcción, la alcaldía se hizo cargo del 50% de los gastos, el otro 50% la empresa de ferrocarriles del Estado. O lo que es lo mismo, la mitad el CHP, y la otra mitad, el AKP. El proyecto nunca se llegó a terminar tal como estaba planeado. Las inversiones dejaron de llegar. Y eso no era lo único.

 

Antes era una buena persona. Dice Kutkan al llegar a Saat Kulesi, la pequeña Torre del Reloj, símbolo de la ciudad. Kutkan está hablando de Mustafá, un amigo suyo al que ya ve poco, caracterizado por multitud de tics y un comportamiento un tanto aleatorio, escondido tras su apariencia. Cuando estaba en el ejército, al este, una bomba de la guerrilla kurda PKK estalló cerca de su coche, llevándose la parte derecha de su cara. Tras varias operaciones fue reconstruida, pero las secuelas psicológicas se mantuvieron. Las noticias del periódico llegaban a casa. Terroristas, mascullan. Y llegó la ley de terrorismo. 

 

Todo comenzó con Gezi, dice la misma periodista. En Izmir, los manifestantes tomaron la plaza de la Torre del Reloj, que dejó de serlo por sustracción vandálica. Tras las protestas de 2013, similares al 15-M en España, el gobierno dio rienda suelta a las políticas de represión. Gezi no articuló respuesta.

 

Fatih, amigo de Kutkan, ha dejado Izmir. Siguiendo los pasos de Mustafá, tras hacer el servicio militar obligatorio, durante un año, decidió quedarse en el ejército. Se encuentra en Diyarbarkır, capital oficiosa del Kurdistán en Turquía. Cuanto más al este, las culturas vuelven, o siguen siendo, un crisol no homogeneizado por los estados nacionales. Y el PKK encabeza la lucha por el “confederalismo democrático” que aboga por la coordinación autogestionaria, sin estados mediante. En medio del conflicto, Fatih maneja los radares. Quién sabe los efectos. Sırnak, Cizre, Silopi… La guerra ha dejado numerosas ciudades destruidas. Kutkan espera su vuelta, no como lo hiciera Mustafá. Pero las fotos no llegan. No hay medios de comunicación ni periodistas. El único testimonio de la guerra en Izmir es el del Mustafá. El odio hacia Erdogan solo se ve igualado por el odio al PKK.

 

 

Resistencia

 

Izmir siempre ha tenido una historia de resistencia, incluso en los tiempos del Imperio Otomano, dice la periodista. La ciudad se ha convertido en el refugio de la seguridad, por ahora. Más allá se encuentran los atentados, la guerra kurdo-turca o el Estado Islámico. El cielo de Izmir, despejado, no refleja nada de eso, para orgullo de sus habitantes. Las casas siguen abiertas. La gente se está mudando aquí. Como Gül, que vino desde Estambul. De vuelta al metro, la máquina de billetes es indescifrable. El primer hombre que pasa hace gala de la hospitalidad turca, pagando el viaje a quien no conoce el idioma. Me encanta la cultura de esta ciudad, mucho mejor que en el interior, susurra. Es un actor de cine y teatro medianamente famoso. La cultura rebosa. Como él, como Gül, muchos turcos llegan. Una región que parece reflejo de un pasado que todavía se quiere seguir sintiendo presente.

 

Al verdadero calor de verano no le falta mucho por llegar. La familia está reunida para comer, esa institución inamovible de la historia humana. El drama político no alcanzó el familiar, y tras el desayuno de queso, miel, aceitunas, mantequilla, revuelto, pepino, tomate y más –tal despliegue viene a ser lo mejor de Turquía y una primera comida de nivel inalcanzable para el resto de primeras comidas del mundo– preparan el almuerzo. Börek de espinacas. Plato herencia del Imperio Otomano, que sigue siendo esencial en los Balcanes, Grecia o Turquía. Celebran por Kutkan, que irá a trabajar a Chipre y que llega tarde, como siempre. Siempre pegado al teléfono, contesta rápido a la llamada. Le están esperando.

 

—Ven ya, ¡es urgente!

 

El balcón se ha derrumbado.

 

—¿Ha pasado algo?– Kutkan corre.

—Ven.

 

Meses después, Eralp, hermano pequeño con el que jugaba a tabla, evoluciona favorablemente y estará totalmente recuperado. Deja atrás la multitud de huesos rotos. Pero una de las piedras impactó a su amigo Görkem en la cabeza. Perderá el sentido del gusto y del olfato en la Turquía postreferéndum. Deja atrás los desayunos, el börek y parte de la vida-fácil de Izmir.

 

La casa sigue abierta.

 

 

 

 

Pablo Fernández Fernández (Vigo, 1994) estudia Periodismo y Comunicación Audiovisual en la Universidad Carlos III de Madrid. Ha trabajado para el Diario de Pontevedra, y participado en el Tercer Sector de la Comunicación a través de Onda Merlín Comunitaria y Radio Almenara. En el movimiento estudiantil impulsa plataformas como Estudantes sen Futuro y campañas como Faltan 45.000, en la que dirige un reportaje-documental, y otras responsabilidades. En FronteraD ha publicado Caminar por Ankara y Ponerse una camiseta en Lesbos.