Este libro corresponde casi por completo a las anotaciones posteriores a dos visitas mías a la Yugoslavia en guerra. Al leer las pruebas del texto (en diciembre de 1999), he tachado, añadido o cambiado, como mucho, palabras sueltas, nunca una frase completa. Había transcurrido medio año desde el final de la guerra y, naturalmente, estuve tentado de añadir algunos comentarios; sin embargo, no lo hice, salvo la nota al pie en la página 42. Y algún que otro punto se convirtió en interrogante.
Viaje a Yugoslavia durante la Semana Santa
Del martes 31 de marzo de 1999 al viernes 3 de abril de 1999
La víspera de la partida estoy en una brasserie de Versailles, con un matrimonio yugoslavo amigo cuya hija de doce años va a un colegio francés. El primer día de la guerra de la OTAN contra Yugoslavia toda la clase se solidarizó con la compañera y envió una carta de protesta al presidente francés. En la actualidad, transcurridos cinco días desde el comienzo de los cada vez más intensos ataques con misiles y bombas, la televisión ya no muestra otra cosa que refugiados albaneses; se habla casi exclusivamente de la “guerra en Kosovo” en lugar de la “guerra contra Yugoslavia”, y los compañeros de clase de la niña yugoslava empiezan a avergonzarse de su protesta contra la guerra. El padre quiere quedarse aquí, en Europa occidental, donde podría luchar mejor por la causa de su país; la madre quiere regresar a su casa en Yugoslavia, por un lado porque su hijo vive allí, pero también porque sí.
El día siguiente (martes, 31 de marzo), en el aeropuerto de Roissy, en el embarque para Budapest, caras familiares que, al mismo tiempo, en este entorno, resultan extrañas: son los miembros de la embajada de Yugoslavia en París. Por algún lado, dentro del grupo más bien pequeño, está el embajador; todos abandonan Francia. Algunos ya se fueron el día anterior. Un solo hombre se queda para los asuntos consulares; ha acompañado a los otros y ahora espera medio apartado, al fondo. Es Jovan K., serbio del Kosovo rural, hijo de campesinos, juez de formación, luego diplomático –más bien contra su voluntad–, primero en Belgrado y finalmente en París, donde se queda con la familia; su mujer no quería seguirlo más allá de la frontera de Kosovo. Ahora, él solo, un hombre muy esbelto, bastante alto, aquejado de una dolencia de la cadera, guardará toda la embajada yugoslava. Tiene los ojos almendrados, muy oscuros y brillantes, como la gente representada en los frescos de Ohrid, Dečani, Pec, y una voz quebrada se diría que desde su nacimiento, pero al mismo tiempo sonora; indiferente e insistente a la vez.
Durante el vuelo, la pila de periódicos bélicos europeos: a la llegada masiva de habitantes de Kosovo a las fronteras albanesas, macedonias y montenegrinas (=yugoslavas) todavía la llaman “éxodo”, y no “expulsión” o “deportación”. El principal titular, de Londres a Madrid, reza: “Confirmado” por el portavoz de la OTAN en Bruselas, Mr. J. S., el “asesinato” de dos líderes albano-kosovares a manos de “los serbios”; foto grande de uno de los asesinados, un poeta, en la portada del Süddeutsche Zeitung, junto con un largo obituario de las dos víctimas. Únicamente en el Figaro francés aparece una escueta nota en la que se dice que, simultáneamente a la noticia de su muerte, se había visto al poeta subiendo a un autobús en Priština. (Unos días más tarde, más escueta todavía y en las últimas páginas de los periódicos, la rectificación de la noticia de las dos muertes. Una de las presuntas víctimas comentaba, “con mucho sentido de humor”, en una “conferencia de prensa en Londres”: “Yo mismo me creí la noticia de mi muerte”.) En el diario español El País, comentario del escritor V. M. F. sobre las protestas y manifestaciones contra la guerra de la OTAN –que el comentarista considera “inevitable” – por parte de los futbolistas yugoslavos que juegan en la liga española: “Lo que no puede tolerarse es que un grupo de niños mimados cuya única seña de identidad consiste en golpear habilidosamente una pelota, tenga a su disposición todos los medios, y, lo que es más grave, los noticieros de la televisión pública, para dar mítines fascistas… El jugador Mijatovic, a quien yo conocía más por sus amoríos célebres que por sus goles, dijo una frase memorable: ‘Kosovo; eso es nuestro’. Ayer le vi envuelto en su bandera genocida marchando codo con codo junto a los líderes de Izquierda Unida… Parece razonable que esta escuadra hoy militarizada –no sabía que hubiera tanto infiltrado serbio en el fútbol español– luzca un brazalete negro o se niega a jugar. Como tienen contratos millonarios…”. El País: érase una vez un periódico. En la portada de Le Monde, el principal comentario acerca de la expulsión de Yugoslavia de los periodistas de los países en guerra (ahora vuelven a estar admitidos) insistía en el leitmotiv: “La primera víctima de la guerra es la verdad”. Es decir, los periodistas occidentales son los guardianes de la verdad. Otro leitmotiv, que esta vez tomo prestado de la moraleja de una fábula china: cuando el sabio señala un objeto con la vara, el necio mira la vara en lugar del objeto. El necio lector de periódicos se pregunta: ¿Y qué ocurre si el objeto es señalado de tal modo que el espectador o lector, sea necio o no, no pueda evitar mirar la vara cimbreante, batiente, gesticulante, golpeadora, en lugar de lo que se pretende señalar? Y una segunda ocurrencia, mía del todo: esta expulsión fue una estupidez “típicamente serbio-yugoslava”; la medida debería haberse tomado mucho antes, hace años, pero ahora, en plena guerra mundial contra el país, al contrario, se debería hacer volver a los periodistas, o se deberían hacer venir a otros periodistas distintos, muy distintos; pero, ¿dónde están? Y si viniesen, ¿sabrían ver e informar sin hacer aspavientos? ¿Cuándo ocurrirá eso? Sobre los Alpes el cielo está despejado; abajo, entre Salzburgo y Berchtesgaden, el “mar de piedra”, un Tíbet blanco, sin fisuras, sin rastro humano; en el Times, “The night sky in April”: “Mars reaches 1.6 magnitude, much the brightest object in the eastern sky, as it moves westward against the stars from Libra back into Virgo”. ¿Europa, Europa?
Maniobras de aterrizaje sobre Budapest, adonde llegamos desde el oeste, sobrevolando la ciudad. ¿No habrá algún cementerio por aquí?, pensé. Y había uno allí mismo, cerca de la pista de aterrizaje, grande como un campo de trigo en Kansas o Illinois.
Solo caras desconocidas entre la multitud apretujada que espera en la terminal del aeropuerto húngaro, reluciente de dinero occidental. Entre esas caras desconocidas y distantes, hay algunas que, sin embargo, me resultan extrañamente familiares. Como supe luego por éste y aquél, eran los rostros –a la vez remotos y en primer plano– de serbios o yugoslavos venidos de de Novi Sad, de Belgrado, de Niš, de Priština, etc., para recoger a familiares y amigos que regresan de Europa occidental.
Apartado de los que esperan, Zlatko me da un golpe por detrás con el dedo; sus ojos parecen cansados, inusualmente quietos, y es que su país está siendo atacado; ha conducido de un tirón de Salzburgo hasta Budapest. Nos dirigimos hacia el coche; guarda mi mochila –que con más de más de veinte años a cuestas se está haciendo trizas– en el maletero, junto a dos grandes bidones de gasoil. El maletero, al contrario de nuestros anteriores viajes por Yugoslavia, está más bien vacío; Zlatko ha dejado en casa su habitual maleta gigante, llena de camisas bien planchadas y trajes con botones de metal. (Como de tácito acuerdo, apenas nos cambiaremos de ropa en los próximos cuatro días).
Al caer la tarde partimos hacia el sur, a través de la Puszta húngara, avanzando la mayoría del tiempo por una autopista recién asfaltada. Escaso tráfico, casi todo matrículas húngaras. De vez en cuando miramos al cielo brumoso, donde todavía luce un tenue sol: Hungría acaba de entrar en la OTAN y los aviones bombarderos podrían utilizar su espacio aéreo para vuelos de aproximación. Luego, encapotamiento y llovizna: ¿¡el peligro ha disminuido!? En la autopista apenas transitada hacia Szeged, unos diez kilómetros antes de la frontera yugoslava, un bulto brilla con destellos malva: un faisán arrollado; Zlatko quiere llevárselo para comerlo al otro lado de la frontera; ¿quién sabe cómo está allí el tema de los víveres?
En Horgos, en la aduana, el crepúsculo. Nada de tráfico, sólo unos cuantos camiones en un aparcamiento, que parecen vacíos (después, las siluetas mudas de los conductores en las cabinas). La frontera nos resulta familiar, para Zlatko más que para mí: desde hace veinte años éste ha sido su trayecto de vuelta a casa, a Porodin, el pueblo de sus padres, cerca del Velika Morava. Pero esta vez no encontramos el paso franco; las barreras están bajadas en todas partes. Finalmente, un puesto con un aduanero húngaro en su garita. Nos pregunta adónde vamos, respondemos que a Subotica, Novi Sad… El aduanero: ¡Pero si por aquí no se va a Yugoslavia, sino a Rumanía! ¿Tanto nos habíamos perdido? También Zlatko, que ha pasado por aquí tal vez unas cincuenta veces, está confuso, casi trastornado. Entonces, el aduanero ríe: nos ha gastado una broma; por supuesto que éste es el paso fronterizo a Yugoslavia; “aviones bombarderos”, dice, mientras sigue riendo.
La aduana yugoslava está unos pocos metros más adelante; no hay muchos coches aparte del nuestro, y son de la cercana Subotica. Esta noche todavía hay más policía de frontera que soldados (a la vuelta, la relación sería la inversa). ¿¡Hay que pagar aduana por el combustible que llevamos en los bidones de atrás!? Cuestión sin resolver. El siguiente turno de noche la aclarará, pues el actual ya se está retirando. Mientras esperamos abonamos la tasa de entrada. Después aguardamos sentados en el bar de la frontera. Unos pocos clientes aquí y allá, todos en silencio, sentados en las mesas pulcramente dispuestas, ven la televisión. Las noticias se emiten primero en húngaro y solo a continuación en serbio; en el paso fronterizo de Horgos empieza Voivodina, de minoría serbia. Pančevo bombardeada, Priština bombardeada, Kragujevac bombardeada (fue allí donde, en la Segunda Guerra Mundial, los alemanes, como represalia por los asaltos partisanos, organizaron un fusilamiento masivo de estudiantes adolescentes). Y de pronto la televisión empieza a emitir lo que, conforme a los cánones occidentales, se entiende por “propaganda”: secuencias de soldados y bailarines folklóricos, de ríos, montañas, llanuras, chimeneas y barcas, todo al son de una dulce y reiterada canción patriótica yugoslava. Al parecer, es así todos los días, como mínimo cada hora. Allí se me ocurrió por primera vez que a lo mejor existía un tipo de “propaganda” que no es premeditada o intencionada, sino que, al contrario, es algo orgánico, perceptible como “propaganda” únicamente por el hecho de ser difundido, es decir, propagado. Fantasía: este país se ve amenazado, rodeado, asediado por unas fuerzas invenciblemente superiores, ¿y qué hace? Se viste con su mejor y más antiguo traje de fiesta –¿y por qué no vestirse con su traje folklórico más hermoso? – y se pone a bailar sus danzas tradicionales más ancestrales. Canta. Muestra, amenazado como está, las imágenes más pacíficas e inocentes de sí mismo; y si bien éstas mienten a menudo, aquí y ahora, en esta situación de emergencia, producto de la opresión, por una vez no lo hacen. El país muestra a quienes lo protegen (si es que son capaces de ello…): los soldados, su bandera, los colores patrios, todos bajo un cielo despejado, amplio, sin aviones. (También en Las uvas de la ira, de John Ford, los emigrantes, asediados por todos lados por sus enemigos, hacen su baile de ronda, a lo mejor ridículo y obsoleto en otras circunstancias). Sí, propaganda. ¡Este tipo de propaganda sí, por una vez, sí! Incluso a la manida fórmula propagandística que habla de la “agresión fascista de la OTAN” le dice uno que sí, por una vez sí. ¿Así que verdades propagandísticas en lugar de mentiras propagandísticas? No. Este tipo de propaganda, en los tiempos que corren, con semejante situación en el país (Jugoslavija), es solo una secuencia de imágenes, palabras y sonido más allá de la mentira y la verdad (que en este caso no puede ser otra cosa que la cara visible de la mentira), algo que ha crecido orgánicamente y desde la penuria, que no necesita una forma propagandística deliberada, sino que simplemente se difunde a nivel nacional. Un tipo de propaganda sin simulacros: el espectador u oyente, por su parte, añade de todos modos las verdades o los hechos omitidos. En cambio, la propaganda de las grandes potencias bélicas occidentales y de los medios que les siguen la corriente despliega, para mi consternación, un bombardeo de supuestas informaciones que merecen sin duda la gastada expresión de “mentiras propagandísticas”, juntamente con el par de verdades que saltan a los ojos (véase arriba). Hablo, pues, de una propaganda sin información alguna, por el lado de la potencia impotente; y, por el lado de las superpotencias, de una propaganda disfrazada de superinformación, o más bien de una especie de bombardeo paralelo de palabras e imágenes, que, aunque solo simulan la “información”, aciertan a endosarla con absoluta eficacia. (Me pregunto qué harán los medios occidentales con los enormes ingresos adicionales que les procura su guerra contra Yugoslavia). “Masacres”, “campos de concentración”, “genocidio”, “limpieza étnica”, “violaciones masivas”, “soldadesca”, “carnicero”, “proverbio”, y junto a todo ello, primeros planos de “manos sobre alambre de espino” (aunque sin espinas), “ojos lacrimosos”, “anciana con los ojos vidriosos”. ¿Las imágenes de Bosnia publicadas en su día se parecen a las de ahora en la frontera macedonia, albanesa, montenegrina? No, se parecen los encuadres, los ángulos, la forma de ser presentadas. ¿Qué verdades son esas que consisten sobre todo en primeros planos y consignas de guerra?
Desde el bar volvimos a la garita de los aduaneros para pagar el impuesto por importar combustible (40 litros). El jefe del turno de noche: “No paguen nada”. Primera ventaja de ser proserbio, o filoserbio, o, como se dice en el país, “prijatelj srpskoga Baroda”, amigo del pueblo serbio. Una fórmula propagandística esta última con la que yo, por una vez, puedo estar de acuerdo. Oh, lengua. ¿”La primera víctima de la guerra es la verdad”? No, es la lengua. Oh, lengua.
Un instante al aire libre, todavía en zona fronteriza, antes de subir al coche y continuar el viaje. Ningún coche más. Esto fue una vez la ruta altamente transitada de los “trabajadores extranjeros” yugoslavos; desde la frontera austro-húngara hasta la húngara-yugoslava, por lo menos cada kilómetro había una o varias prostitutas abanicándose con la mano, que invitaban a parar con ese característico gesto de sus dedos (hoy, en todo el trayecto desde Budapest, apenas dos). Aire suave de la llanura de Voivodina. El cielo se va despejando… Una calma extraña tras un día ajetreado y como fragmentado, primero en el suburbio parisino, después al avión, para cruzar Europa, luego el viaje a la Hungría meridional: calma, pues “al menos (y eso lo decíamos Zlatko y yo casi simultáneamente) estamos aquí, en Yugoslavia”. Una calma extraña. Ningún ruido en la frontera, salvo un estridente concierto de ranas que llega de la parte occidental, donde fluye el Danubio formando otra frontera, la de Croacia.
Pasamos la noche en Palić, el pueblo vinícola antes de llegar a Subotica, junto a uno de los pocos lagos naturales de Serbia. En el hotel, situado en las cercanías del lago, junto a una vereda del bosque, la puerta de la habitación no se puede cerrar con llave. En la recepción hay una cesta de manzanas; como unas cuantas antes de acostarme, y más tarde, cuando suena la sirena de alarma de bombas, otra, y después otra, coincidiendo con otro toque de sirena al amanecer (solo después averigüé que era el cese de alarma). Pero no oímos ninguna detonación; no alcanzamos a oír ninguna en prácticamente todo el viaje. Antes, hasta casi la medianoche, una larga sobremesa en el único restaurante abierto del lago, cuyo comedor tiene el tamaño y la forma de una sala de espera de estación de autobuses. Pronto somos los únicos clientes, y sin embargo el comedor parece preparado (incluso más que el local de la frontera) para una comitiva festiva, con las mesas puestas con manteles blancos, las primeras lilas en los floreros y las servilletas dobladas y colocadas con esmero. El dueño, al poco rato, se sienta en nuestra mesa y empieza a hablar: no podrá mantener por mucho tiempo el local, casi todos los demás hoteles junto al lago están ya abandonados, los húngaros ya no vienen, ni los naturales del lugar…Y luego también se sientan con nosotros la camarera y la cocinera: una es de Niš, en el sur de Serbia, y antes era dispatcher, dispačerka, en la compañía del ferrocarril; la otra es oriunda de la zona, su lengua materna es el húngaro, tiene a su marido en el paro y los niños la esperan con el padre en Subotica; ella es católica, la dispačerka, ortodoxa. Hace dos semanas, Predrag Mijatović todavía estuvo entrenándose aquí –Palić es el campamento de entrenamiento del equipo yugoslavo de fútbol, igual que Clairefontaine lo es para el equipo nacional francés–, para un partido que no llegó a celebrarse. Y el gran jugador montenegrino-yugoslavo estuvo también aquí, en el local. La cocinera, el dueño, la camarera, Zlatko, yo: ¿quién abrazaba a quién al despedirnos por la noche? Ahora siento como si todavía estuviésemos sentados juntos allí, los cinco. Sweet illusion. Al amanecer, con el toque de la sirena, enciendo la televisión. Es el primero de abril de 1999 y las noticias llegan vía satélite de cadenas francesas, alemanas, luxemburguesas y de la CNN. En medio de la luz grisácea de la madrugada que, filtrada por el bosque, entra por la ventana, destacan los colores chillones de la pantalla, con locutores bronceados o maquillados, a pesar de la hora. Primakov, tras su conversación con Milošević, ha continuado el viaje hasta Bonn; allí, “atmósfera gélida” con el canciller alemán Schröder; éste dice: “¿Cesar los ataques y después negociar? ¡Inaceptable!”. Las voces alemanas suenan broncas; las francesas, aduladoras; las norteamericanas, que acaparan el espacio (hasta el último rincón del sistema planetario), suenan como el parloteo del pato Donald transformado en la jerga de un cazador de cabezas. Fragmentos: “Helicópteros de combate APACHE… disparan sobre tanques serbios”. Poco después, Zlatko comenta al respecto: “Primero exterminan a los apaches y luego dan a sus máquinas asesinas el nombre del pueblo que exterminaron”.
Paseo matutino en solitario, primero a orillas del lago, después por el bosque. Huellas de cascos de caballo. (Recuerdo el chacoloteo de cascos frente a la ventana, durante la noche, junto al repetitivo toque de la sirena). Sol, el azul del cielo. El lago está vacío, sin barcas. En el bosque todavía hay anémonas silvestres. En la carretera lejana, de vez en cuando un tractor o un autobús rumbo a la frontera húngara (YUGOTRANS, ¿emigrantes?, ¿van a recoger a alguien?). Ciclistas que bordean el lago, solitarios y ociosos. Una mujer con un cochecito para niños. Un niño solo. Ningún ruido. Ninguna voz. El lago ondea, agitado por una nutria. ¿Paisaje de una humanidad a punto de perecer? ¿Última etapa? ¿El fin del mundo como un infinito y silencioso dar vueltas por el lago vacío, resplandeciente bajo el cielo azul, infinitamente hermoso y azul?
Partimos rumbo a Belgrado, en dirección hacia el sur; todavía quedan más de 200 kilómetros. Pronto llegamos al primer desvío. Durante un rato, en la autopista, dejando de lado Subotica, silos y torres, allí, al oeste; la mirada tiende a dirigirse hacia el oeste antes que adelante. Y también hacia arriba. A pesar de ser mediodía, apenas se ve tráfico en Voivodina, y el que hay va casi exclusivamente en dirección contraria. Durante un rato nos parece que somos los únicos que nos dirigimos a la capital yugoslava. En los extensos campos –en cuyos márgenes destacan los aislados cortijos panonios, fabulosamente intrincados, bordeados de huertos y árboles frutales– se realizan labores primaverales, con máquinas o a mano. Y, al mismo tiempo –a lo mejor a causa también de la intensa calima sobre la cuenca, una seminiebla brumosa que todo lo engulle–, la sensación de que la tierra ha quedado sin labrar, de que sería imposible labrarla, y de que desaparece a medida que vamos conduciendo, que se disuelve en este baño de ácido brumoso que lo cubre todo. La impresión que predomina, sin embargo, es la de que todo este país, tanto detrás como alrededor nuestro, permanece tendido entre dos toques de sirena, tendido bajo el cielo invariablemente azul, invariablemente vacío; tendido para rezar. Todo el país de Serbia, toda Yugoslavia (la Yugoslavia “medular”, según el actual lenguaje bélico, un país que será pronto el resto del resto de Yugoslavia) se ha vuelto una gran y silenciosa oración, en estos días de marzo y abril del año 1999. Es culpa de ellos. ¿De ellos? El culpable, los culpables, ¿son la gente de aquí, del país? ¿Qué dice el país, tal como está tendido en oración, como una oración alrededor nuestro en color marrón, en azul –las vías acuíferas– y, sobre todo, en verde (exactamente como en la película de propaganda), a la espera del fuego de los misiles, lanzados a su viaje ígneo desde detrás de las siete veces siete montañas, en el lejano Mediterráneo? ¿Es culpa de ellos? ¿La culpa es de los de aquí? ¿Qué dice el país? El país no dice nada, permanece tendido cada vez más silencioso, se ensancha en silencio; y aunque nada diga –permaneciendo así por mucho más tiempo–, es como si gritara: ¡No!, ¡no es culpa nuestra! ¡No soy culpable! (¡Ojo: mística antirracional!).
Más adelante, el siguiente: salimos de la autopista, de la autoput, rumbo al oeste, giramos de nuevo hacia el oeste y después, por fin, nos encaminamos otra vez rumbo al sur, por la stara cesta, la carretera vieja, que al comienzo discurre paralela a la autoput, entre pueblos y aldeas, atravesándolos en miles de curvas. En uno de estos pueblos hacemos una primera parada; al adentrarnos en él, lentamente, curva tras curva, casi nos da la impresión de meternos en una gran ciudad. El nombre del pueblo es Indjija, en las estribaciones orientales de la Fruška Gora. Desde siempre, en todos los viajes anteriores, me ha atraído este pueblo, simplemente por su nombre en los letreros de señalización. Y ahora estoy en Indjija gracias a la guerra (Clausewitz: “La guerra es el terreno de la incidencia”). ¿Y? ¿Había vacas sagradas en la carretera vieja, paralela al Ganges? Sí, había vacas en la stara cesta, no muy lejos del gran río, del Danubio, del Ganges, que acabamos de cruzar por uno de los maravillosos y magistrales puentes de Novi Sad (una semana después, solo había de quedar uno en pie; otra semana más, y ya no quedaría ninguno).
Sentado al sol más bien tibio en la terraza de un café llamado Getto. La camarera –¿somos sus primeros clientes en varios días? – ni siquiera tiene un dinar de cambio, no tiene nada de dinero. El café está situado en la calle mayor (aunque cualquier calle es aquí calle mayor y al mismo tiempo calle de pueblo), entre dos funerarias con coronas en los frontispicios. ¿Habrá aquí, en medio del pueblo, un gran cementerio? Pero no encontré ninguno, luego.
Más desvíos, rumbo al oeste, y nuevamente rumbo al oeste. Estamos cerca de la frontera con Croacia, abundan los letreros de ZAGREB. Cerca de Ruma, sin embargo, nos dirigimos de nuevo hacia el sur, tomamos la autopista que unía antiguamente las dos capitales, y ponemos finalmente rumbo al este, hacia BEOGRAD.
A primera hora de la tarde –el cielo se ha despejado, lo mismo que las llanuras serbias– dejamos a la izquierda el aeropuerto militar de Batajnica; después, a la derecha, el aeropuerto civil de Surčin. Conforme a la lógica de la guerra, que se ciñe tan estrechamente a la “logística” los dos aeropuertos han sido bombardeados y atacados con misiles repetidas veces, pues los dos son igualmente objetivos militares; se trata de la misma lógica según la cual se pueden bombardear también los maizales y los gallineros, puesto que el maíz, la carne de pollo y los huevos sirven para abastecer a la soldadesca (por lo mismo, se puede matar a los pasajeros del tren en el puente de Grdelička Klisura, ya que el tramo Belgrado-Tesalónica forma parte de la línea de “abastecimiento”; se puede matar a los trabajadores de la fábrica Zastava de Kragujevac, ya que allí, además de coches, se fabrican supuestamente “pistolas”). Surge en ese momento mi propósito de aprenderme de memoria todos los nombres de los pueblos bombardeados e incendiados por los “europeos” y los norteamericanos impacientes: Batajnica, Pančevo, Surčin, Priština…, como un poema; sólo que este poema se ha hecho ahora demasiado largo para aprenderlo de memoria. ¿No más poemas después de Auschwitz? Pero si el poema es la “estructuración de un grito”, ¡entonces sí, poemas y nada más que poemas después de Auschwitz, poemas sobre Yugoslavia!
Justo antes de Belgrado, hacemos una parada en una cuña de terreno entre la autopista y las carreteras de acceso y de salida. Estas salidas nos conducen una y otra vez –como ocurre no pocas veces en Yugoslavia– en círculo, mientras los accesos nos desvían de nuestro destino. Hacemos nuestras necesidades en un bosquecillo lleno de basuras donde florece el espino blanco; al día siguiente, en todas las colinas de la Serbia oriental, el país aparecerá cubierto de un blanco impoluto. Y en medio de este terrain vague, un restaurante, como abandonado, con un hotel al lado, sin coche alguno aparcado delante. Sin embargo, el local está abierto, y en su interior hay todo un personal de servicio esperando a los clientes; o quizá simplemente se han reunido para continuar jugando, como niños impertérritos, a la vida cotidiana. El personal de servicio –hombres y mujeres, la mayoría refugiados de Bosnia y de Krajina, de la guerra anterior– se muestra muy solícito. Nos llevan una mesa afuera, al aire libre, y nos sirven una merienda de lo más hospitalaria y sabrosa, con vino montenegrino de Krstac incluido. Y allí, de nuevo, mi perplejidad ante el abuso, por parte de los viajeros de toda Europa, de la incomparable hospitalidad balcánica. Estos intrusos, por decirlo de alguna manera, ahora habituales debido a la guerra, siempre han sido fabulosamente agasajados, pero no muestran una sola pizca de agradecimiento, aceptando con el ceño fruncido, como usurpadores que son, esta milagrosa y sofisticada hospitalidad de los Balcanes, como si se tratase de un diezmo, de un óbolo a la fuerza. Ellos, los intrusos, consideran los Balcanes “nuestra tierra” (así el presidente francés Ch. en su bramido de guerra), y el actual lanzamiento de fuego es para ellos –alemanes, franceses, españoles y británicos– la respuesta que dan a la hospitalidad de los eslavos del sur (si tuviera que nombrar un derecho constitucional, el de la hospitalidad sería el primero, el primigenio, del que derivan todos los demás).
Damos aún otro rodeo más, antes de entrar en la capital yugoslava, como si los desvíos anteriores nos hubiesen animado a dar rodeos, alcanzar la meta dando el mayor número posible de vueltas. Y así llegamos al gran suburbio de Zemun, a orillas del Danubio (pocos días después también sobre él cayeron las primeras bombas, en medio de la calle mayor, y más hacia las afueras, sobre una hípica; “Zemun”, un verso añadido a aquel largo, larguísimo poema): sigue sin verse ningún barco en el río, que fluye hacia el este, pasando por Belgrado, hacia Smederevo, haciéndose allí más ancho todavía, y silencioso. Seguirá fluyendo cuando, días después, las fábricas petroquímicas de Smederevo eclosionen bajo el fuego (¡ojo!: poesía bélica); “Smederevo”, otro verso del poema. Un buen rato de pie, junto al agua, en Zemun. ¿”Estar a la orilla de los ríos será la paz”?
Llegamos a Belgrado justamente a la breve hora del crepúsculo meridional, pasando por la “gacela” (nombre de uno de los puentes del Sava; gracias, OTAN, que lo salvaste). Sorpresa frente a la silueta intacta de la metrópoli sobre la colina entre dos ríos; “especialmente intacta”, “luminosamente intacta” (no solo a causa de las cúpulas doradas de las iglesias).
Me hallo en una pequeña habitación de la planta superior del hotel Moskva con vistas al poniente. El televisor está puesto; ya no hay emisiones por satélite, al menos no aquí en el hotel; ya no llega la propaganda occidental, solo canales del país; las voces, al menos, no son voces occidentales; el efecto de esta carencia es una delicia. Imágenes de gente en refugios aéreos; después, albaneses de Kosovo cruzando la frontera hacia el norte. ¿En dirección adónde? ¿A Serbia? ¿Huyen a Serbia? En Belgrado viven desde hace mucho tiempo unos cien mil yugoslavos albaneses. ¿Por qué? Muy sencillo, o al menos muy evidente: huyeron de las bombas de la OTAN. ¡Propaganda! Pese a lo cual, surge cansinamente la pregunta: por qué en todos esos gráficos de los medios occidentales con que se ilustran las direcciones en que huyen las poblaciones en fuga o expulsadas, con todas esas flechas en dirección siempre a Macedonia, Albania, Montenegro, por qué no se añade una flecha más, aunque sea menos gruesa, en dirección al norte, en dirección a Serbia? A continuación, las imágenes, igualmente monótonas, de los “impactos” de las bombas en todo el país; los damnificados, generalmente sin habla, a menudo de espaldas a la cámara. Y como me ha ocurrido no pocas veces en la vida, yo me quedo dormido unos instantes, ante la impotencia frente a la miseria ajena; recuérdese, en el evangelio de san Lucas, el pasaje de los discípulos en el Monte de los Olivos: “Y se quedaron dormidos de tristeza”. ¿Y qué decir de la tristeza frente a las “masacres”, las “violaciones masivas”, el “genocidio”? ¡Ojo, parcialidad! Pero compárese esto con cualquiera de los millares de caricaturas de Slobodan Milošević, en la portada de Le Monde, en las que aparece representado, indefectiblemente, como un cerdo carnicero, con la sangre de niños asesinados chorreando de sus manos; o con tantas otras parecidas en las que se representa a “el serbio” por antonomasia, desdentado y con barba de tres días, abriendo en canal, día tras día, a gente menuda que suele llevar un pañuelo en la cabeza. En un dibujo antes aludido del caricaturista Pl. se muestra una balanza: en uno de sus platillos, las bombas y los misiles disparados contra Serbia (nunca “Yugoslavia”), un montón bastante considerable, incluso para este caricaturista tan parcial; en el otro, los niños y las consabidas mujeres de pañuelo en la cabeza, masacrados “sin duda” (“sans doute”, la nueva palabra de moda, como “con razón”, “à juste titre”) por “los serbios”. El dibujo (¿dibujo?, ¿pero cómo denominar un producto así?) fue publicado al día siguiente al del “golpe aéreo” propinado por un héroe de la lucha a distancia de la OTAN sobre un tren de pasajeros, junto a Leskovac. Adivina adivinanza: ¿Y qué hace la balanza? Comparado con el peso de las mujeres y niños masacrados y deportados, el del montón de bombas y misiles es tan ligero que en el dibujo de Pl. se eleva hacia arriba, como si no pesara casi nada. El dibujo encaja con otros del mismo Pl. en la portada del mencionado diario universal: en ellos, y por mucho que se encuentren en medio de una ciudad, los edificios demolidos por las bombas en Yugoslavia –objetivos cuidadosamente escogidos de antemano para su destrucción– aparecen siempre aislados, sin nada a su alrededor, como no sea el cielo amplio y, todo lo más, unos coches (vacíos) al lado. ¿Parcialidad? ¡Ponderación! La tendencia del diario universal y de la totalidad de los otros diarios universales está perfectamente marcada, trazada en estas imágenes.
Cae la noche. O digámoslo con una palabra inglesa, para variar: nightfall. Paulatino enmudecimiento de la ciudad de dos millones de habitantes. No se produce un apagón, pero hay muy pocas luces, al menos en las viviendas. (Una de las belicosas reporteras del Spiegel, llegada días después a Belgrado desde la seguramente más oscura Priština, comparará el aspecto de la ciudad con el de Las Vegas). La recepción y el bar del hotel Moskva están a oscuras. El bar cerrará enseguida. Casi todos los empleados se disponen a emprender el camino a casa. Pero durante un rato nos mantenemos reunidos allí abajo; ahora somos tres: se ha unido a nosotros Boris Iljenko, un amigo de Belgrado, escribiría, si esta palabra –amigo– no hubiese quedado invalidada por tanta solidaridad fingida e hipócrita. Boris Iljenko es desde hace años delegado cultural de Yugoslavia en el extranjero, director de un instituto equivalente al que los alemanes llaman Goethe Institut; los franceses, Centre Culturel…; los españoles, Instituto Cervantes, etc. Solíamos comunicarnos preferentemente en francés, el idioma extranjero que Boris domina mejor. Sin embargo, esta noche del 1 de abril de 1999, noveno día de la guerra contra Yugoslavia, Boris apenas consigue pronunciar una palabra en francés, y tampoco en alemán o en inglés (a pesar de saber estos idiomas bastante bien), y no es intencionadamente como le ocurre esto, sino porque, tras esta semana de bombardeos, se le han olvidado todos los idiomas extranjeros. Como mucho consigue balbucearlos. Extraño balbuceo el de este robusto sesentón. Entre risas se suelta la corbata: a la camisa le faltan los botones de arriba. Su famoso y bregado portafolios de agregado cultural está hecho trizas. Boris Iljenko procede de Voivodina. Su padre –nótese el apellido– procedía de Ucrania, su madre era serbia. Está casado, tiene una hija y un hijo, ambos todavía estudiantes. Desde que las bombas caen, la familia apenas ha pasado una noche reunida: la de ayer, por ejemplo, la pasó su mujer en el sótano; la hija, con una familia amiga en el refugio de otro barrio de Belgrado; el hijo estuvo toda la noche escuchando música con otros chicos en el piso de unos amigos; y él, Boris, se quedó a solas en el piso familiar, a pesar de las bombas, etc.
Mi vieja aversión a la palabra paseo. Por una vez, sin embargo, la palabra era adecuada para esa forma de andar de nosotros tres, primero, después fuimos cuatro y cinco, por el Belgrado nocturno, casi vacío y extrañamente desprovisto de “planes”, siguiendo la Ulica Knez Mihajlova hacia el fuerte de Kalemegdan. El McDonalds está sin cristales, tapado con tablas de madera, el rótulo destrozado. (En relación a esto, días más tarde, en un periódico francés, holandés, español, otra aguerrida reportera escribía sobre los conciertos que se celebraban en la plaza de la República, adonde la periodista acudió únicamente, al parecer, para buscar indicios acusatorios contra la obcecada juventud de Belgrado: “Después de los conciertos contra Estados Unidos la plaza se ve cubierta de latas de Coca-Cola”. Respecto a esto, no es cierto, me permito asegurar por una vez. No me lo creo. Al menos una cosa han conseguido las bombas: que la juventud de esta parte del mundo esté curada de Coca-Cola y de McDonalds. ¡Ojo, antiamericano!). También las ventanas del instituto de cultura francés y del alemán están sin cristales; dentro, los Mac, los Microsoft, etc., están desconectados, apilados unos sobre otros, pero intocados, al menos esta noche; los locales no han sido saqueados: viva imagen de un desprecio impotente, de una impotencia que vuelve tanto más perceptible el desprecio: “Para nosotros, vuestros trastos a la última no son más que chatarra”. (Ojo, rebelión cultural).
Lento paseo nocturno esperando vagamente oír detonaciones; extraño callejear por la capital serbia y yugoslava, ahora bombardeada por tercera vez en este siglo; los escasos transeúntes llevan sobre el pecho pegatinas con una diana dibujada; son algo más grandes –ostentosas– de lo habitual para una insignia; en el centro de las dianas, suele haber un corazón o un signo de interrogación.
Cena muy tardía al otro lado del Sava, en Novi Beograd, en el restaurante de un hotel internacional, presumiblemente seguro (es uno de los pocos en toda la capital que está todavía abierto). Aquí tiene lugar mi único encuentro con un político, aunque en realidad es dramaturgo y director de teatro, Ljubiša Ristić, que lleva años transformando una antigua fábrica de azúcar junto al Sava en un complejo teatral; ha empezando por el interior, de modo que por fuera todavía se ve la fábrica en ruinas, mientras que a medida que uno se adentra en el edificio accede a espacios recién terminados y pintados, anfiteatros de lo más moderno; incluso hay un hotel en el corazón de la ruina. Entretanto, Ristić es presidente (o predsednik) del partido yugoslavo de izquierdas, JUL, tal vez por aquello tan marxista de que todo el mundo tiene que saber de todo: “En Yugoslavia, todo el mundo puede llegar a ser todo”. Ljubiša es un hombre menudo, enjuto, ágil, a quien el enorme bigote le pega tanto como el teléfono móvil que suena constantemente; se mueve con la misma familiaridad en Berlín, Viena, París, Nueva York o Madrid que en México D.F. o en Ciudad de Guatemala. Un peculiar aire de apátrida lo rodea esta noche, que nada se parece a la de nuestro primer encuentro, durante el otoño anterior a la guerra, el 12 de octubre de 1998, cuando las bombas que iban a caer sobre Yugoslavia todavía pudieron ser desviadas (seguramente gracias a los esfuerzos del enviado especial norteamericano R. H.); hoy el aire de apátrida de este hombre de teatro parece deberse menos a su aceptación de los bombardeos que a su casi infantil incomprensión. ¡Pero si su generación era la del 68! ¡Él conoce personalmente a muchos de los protagonistas de aquellos años! Eran –¿o son?– sus amigos (en la medida en que los del 68 eran “amigos”), y él era tan conocido aquí en Belgrado como ellos lo eran en Berlín, Los Ángeles o París. Evoca con entusiasmo el recuerdo de F., el editor italiano, otro amigo que, como él, se hizo revolucionario y terminó saltando por los aires al intentar volar una torre de alta tensión. Son aquellos saboteadores, aquellos revolucionarios, aquellos manifestantes que compartían barricada con Ljubiša, los asesinos que ahora, vestidos de verde, convertidos en hombres y mujeres de Estado, y en nombre de los derechos humanos y de la ética, vuelan los puentes, las refinerías, las escuelas (por equivocación), las zonas residenciales (muertos accidentales, víctimas colaterales) de su país, Yugoslavia. Es posible que Ljubiša Ristić piense: “Conforme a la ética contemporánea, todo el mundo puede decir, montar y desmontar de todo –postmodernidad en vez de marxismo–; montar las cosas, montarse su propio tinglado, pero el derecho es otra cosa. El derecho es el derecho es el derecho”. No obstante, el gospodin Ristić, o el compañero Ristić, no dice nada de esto. También él, con su teléfono móvil, finge ser un hombre de Estado, como sus lejanos amigos europeos, sigue fingiendo ser amigo de los sesentayochistas, y ser él mismo un supersesentayochista abanderado; sigue fingiendo su entusiasmo por las Brigadas Rojas, sus amigos presos en cárceles italianas, mientras aquí, en el hotel de Belgrado, los pocos europeriodistas que se han quedado en el país observan desde lejos nuestra mesa (¡ojo, paranoia!) y no sospechan lo más mínimo la particular condición de apátrida de este hombre menudo.
Me despierto con la primera luz de la madrugada, en el piso principal del hotel Moskva; lo hago por cuarta vez en esta noche, y no por las explosiones (esto fue antes y después), sino por un aullido extraño que se deja oír a los lejos, alrededor de la enorme ciudad: no son sirenas (parece que me encontraron dormido, me perdí mi «bautizo de fuego», del que me entero después, en los periódicos de mi lengua ¿materna?), sino más bien un sonido como de miles de reactores, un estruendo generalizado, retumbante, cada vez más agudo, que termina por entumecer los oídos. En medio de este aullido, bajo a los bulevars (en serbio) prácticamente desiertos. ¡Sale el sol, el cielo está azul, hace un tiempo bombástico! Bajo hacia el Zeleni Venac, el gran mercado de verduras balcánico: los puestos están casi vacíos, ya no hay naranjas ni plátanos, como el otoño pasado; aquí y allá, sólo unos montoncitos de manzanas y patatas. Únicamente las peceras, con sus grandes peces del Danubio y del Sava, (¿o del Drina?) están como siempre a rebosar. Compro un par de ovillos de pasta fresca, de un amarillo peculiar, y sigo andando cuesta arriba por la capital, en el frío matutino. Muchos escaparates están cubiertos con anchas cintas autoadhesivas para protegerlos de las ondas de detonación, igual que muchos pisos. Afirmación de una propietaria: “Vale morir de un bombazo, pero sería muy estúpido morir por esquirlas de cristal”. Un ginkgo biloba está brotando en el parque entre el parlamento serbio y el yugoslavo. Intento comprar un peine en uno de los quioscos de la calle: estoy hojeando mi dictionnaire en busca de la palabra cuando una transeúnte se dirige a mí: “¿Qué hace usted aquí? ¡Nos es más útil quedándose en casa!”. Yo: “Antes que nada necesito un peine, estoy buscando la palabra en serbio”. La mujer (habla alemán con acento suizo; ha trabajado hasta ahora para la SWISSAIR; antes ha estado empleada en una empresa de Frankfurt y hablaba con el acento de Hesse): “Quizá yo lleve encima un segundo peine, pero siga usted buscando tranquilamente, a ver si encuentra la palabra”. La encontré: “¡Cesalj!”. La mujer: “Exacto”. Yo, al hombre del quiosco: “¿Imate cesalj, molim?”. El hombre: “Nemam”. Y solo entonces hurga la mujer en su bolso para buscar su otro peine, y me lo regala. Su nombre: Svetlana Vrbaski. Me da un número de teléfono al que llamarla en caso de emergencia; en este momento no vive en su propio piso, es demasiado alto; quienes padecen los bombardeos envidian a los que viven en una planta baja o en un sótano.
Durante la mañana ando varias horas por las calles de Belgrado con la sensación de hallarme en una ciudad moribunda. Los escasos transeúntes parecen agotados y hartos de vivir; Zlatko, con quien me reúno más tarde, me dice: “Se nota que están pasando hambre”. Así es a pesar de que los colmados se ven repletos; pero, ¿quién puede todavía comprar estos jamones montenegrinos?
¿Ciudad moribunda? Hacia el mediodía, bajo el sol, se produce un cambio, y no solo a consecuencia del toque de sirena que avisa del cese de alarma (esto no parece aliviar en lo más mínimo a ningún transeúnte): la ciudad moribunda parece resucitar, volver a la vida. ¿Lo hace de forma pasajera, igual que esos moribundos que, en medio de la agonía, conocen una súbita mejoría, aunque su vida penda de un hilo? “Sea como sea”, “wie auch immer”, el giro alemán preferido de Zlatko, con el que quiere demostrar con qué soltura maneja el idioma extranjero, hay más transeúntes, en el céntrico Terazije-Bulevar, o “donde sea”, y parecen más animados; también su aspecto exterior parece transformarse: es como si todos, incluso los que están en las últimas, los desharrapados con que me cruzaba de buena mañana, se hubiesen mudado de ropa y puesto sus mejores galas. Acicalados, aunque sin adornos, los miles de transeúntes que ahora invaden las aceras, anchas como calzadas, desfilan cada uno a lo suyo, a su propio ritmo (de repente se vuelve un ritmo masivo, miserable, de gente pobre, cuando en uno de los quioscos entregan de repente el más escaso de los bienes de la guerra, los cigarrillos). Muchos llevan puestos trajes de fiesta que parecen haber estado esperando durante décadas la ocasión de ser lucidos. ¿Qué hace toda esa gente allí, bajo el cielo azul? ¿Por qué en un día laboral, el 2 de abril de 1999 (en Occidente, Jueves Santo), fingen “obstinadamente” que se trata de un día festivo? Posible respuesta: ¡están haciendo propaganda! Cada uno de ellos, como si se tratara de uno de esos reportajes que emite continuamente la televisión estatal, está haciendo propaganda de su país, sin que nadie se lo haya pedido ni nadie lo esté filmando. ¡Cada cual hace propaganda por su cuenta! Y también la hacen quienes se hallan recluidos en los pisos, los que no se dejan ver en público, en las calles, los que permanecen en las habitaciones y cuartos de la gran urbe. Como, por ejemplo, la anciana a la que visitamos Zlatko y yo para entregarle los billetes de marcos alemanes que le enviaba su hijo, que vive y trabaja en Colonia. Ella, que en tiempos normales no hubiera permitido que una visita se despidiera sin antes haberla agasajado de mil maneras, aceptó que nos fuésemos enseguida apenas le entregamos el dinero; ni siquiera nos ofreció las tradicionales confituras balcánicas. Su deseo era notorio: volver a estar a solas con su miseria y sus padecimientos de guerra; permanecer sentada a solas en su oscuro piso del pequeño callejón, y así seguir haciendo propaganda, para sí misma y para su país. Ni siquiera quería estar con sus parientes más cercanos, ni con su hijo en Alemania, ni con su otro hijo en Canadá, y tampoco con su amada nieta en el campo serbio: “¡No quiero huir, necu da bezim!”. Es decir, quiero hacerme la heroína de guerra y la vieja partisana aquí a solas.
Primera hora de la tarde en la Trg Republike, la Plaza de la República, en uno de los conciertos al aire libre que entonces todavía se celebraban a diario. ¿Seguirán siendo diarios en la actualidad? (anoto esto tres semanas más tarde). El concierto de hoy es de un grupo ucraniano, que llegó de Kiev ayer por la noche. Durante las horas siguientes no consigo percatarme de que en Belgrado la “juventud baila bajo las bombas” –¿me habré dormido otra vez con los ojos abiertos? –, no veo las bombas, ni a gente bailando, y además distingo entre los asistentes unos cuantos adultos entrados ya en años y gente de mediana edad (como yo). Por otro lado, la supuesta acusación no es del todo desatinada. Esta forma que tiene el público de estar de pie en la suave pendiente de la plaza de la República, esta manera de dar vueltas, de subirse a los árboles, de sentarse en sus ramas, tiene algo de baile, de pies y de manos en movimiento, por mucho que no sea un movimiento acompasado, poseído por un ritmo común. La impresión surge más bien de la forma en que todos escuchan, tranquilamente, al menos a esta hora; de su modo de intercambiar miradas, de abrirse paso o de buscar sitio, de permanecer ensimismados. Un Woodstock muy distinto, sin el “make love not war” de aquel otro. Uno de esos periodistas de escaparate que escriben para la prensa internacional deduce de todo esto una especie de legitimación de la guerra de bombas: y puesto que los actuales combatientes, B. C., T. B., G. S., J. F., etc., no son “estrategas de la guerra fría”, sino hijos del “flower power”, sus motivos resultan “creíbles”. Ir de un lado para otro, pararse, mirar al cielo, pisar el adoquinado: un baile extraño el de estos jóvenes, muchos de los cuales, probablemente, hace dos años y medio, allí mismo, estuvieron manifestándose, acalorados y airados, contra el “tirano” y “dictador” local, y ahora, gobernados por el mismo hombre, tan violentamente impugnado, tal vez tengan que morir por su país. Un baile desgarrador. En Le Monde, un crítico de televisión dice al respecto: también las tribus africanas, antes de enviar a sus jóvenes a sus guerras asesinas, los excitaban con bailes y música; así el rock en Belgrado. Le Monde: érase una vez un periódico. En Die Zeit, otra pluma fangosa escribe al respecto: según el “etnólogo X”, nos hallamos ante un novedoso fenómeno de suicidio en masa, una patológica y colectiva disposición a morir, perceptible especialmente en la juventud de Belgrado. Die Zeit: érase una vez… Independientemente de que en el concierto no solo se tocaba rock sino también folk (¿peor aún?), baladas, blues. Puede ser que alguno que otro de los asistentes estuviese “dispuesto a morir”, que algunos aisladamente pensaran en el suicidio. Pero una patológica disposición al suicidio en masa es cosa muy distinta, y de ella no se percibía ni la más leve sombra aquel día en la Trg Republika de Belgrado, ni en Podgorica, ni en Niš, ni en ningún otro lugar de la Jugoslavija de estos días. Disposición a morir tal vez, quizá había algo de eso, pero, desde luego, ni rastro de la mirada siniestra de los suicidas en masa; si hubo un baile, fue un baile luminoso. Otro instilador de veneno, éste con una actitud beligerante sostenida desde tiempo atrás, escribe en el Observador de Frankfurt: “Macabra fiesta de la autocompasión”, “difícil de aguantar”, “ataques aéreos de Occidente solo después de un largo titubeo (¡sic!)”, “se pasa factura por los crímenes cometidos por los serbios en los últimos años”, “¿por qué no conciertos de rock en contra?”, etc.
Preguntando entre lágrimas. Apuntes sobre Yugoslavia bajo las bombas y en torno al Tribunal de La Haya, de Peter Handke, con prólogo y traducción de Cecilia Dreymüller, llegará a las librerías en los próximos días, publicado por la nueva editorial Alento