Irán y Rusia escoltan un país con ínfulas de grandeza. Azerbaiyán, que una vez fue rusa y ahora quiere ser la Dubai del Caúcaso, ha encontrado en el petróleo el pasaporte a la primera línea mundial. Bakú recibe al visitante con una imagen de cosmopolitismo y modernidad remozada, trufada de psicodélicos rascacielos y lujosas avenidas. Ilham Aliyev, el líder del país, presume de un escaparate de bondades y progreso, de crecimiento económico y elecciones cuatrienales. El hemisferio occidental se embelesa con sus luces de neón y, sobre todo, con las remesas de gas y petróleo que llegan de la ex república soviética que celebra exitosa Eurovisión, aspira a los Juegos Olímpicos y patrocina al Atlético de Madrid. Todo parece en calma a orillas del Cáucaso. Pero no.
La engañifa ya la descubrió Chaves Nogales cuando en 1929 llegó hasta Bakú: la ciudad vive en una eterna dicotomía de un alma blanca y un alma negra. En la primera, Azerbaiyán ha ingresado en el templo de las libertades del Consejo de Europa, donde se codea de igual a igual con las democracias del continente, preparándose para liderar el órgano el próximo año. Se sienta en el Consejo de Seguridad de la ONU y se felicita de que cada día aumente la lista de países que le llaman “amigo”.
La Bakú negra pertenece al club de Corea del Norte, Cuba o Siria, con una dinastía hereditaria que flota sobre un océano de petróleo y gas. En esta orilla, a la que pocos se asoman, Azerbaiyán encarcela a sus críticos, trampea elecciones y expropia las casas a sus ciudadanos para levantar rascacielos, nuevas dependencias palaciegas u otra efigie de su megalómano líder. Pero para hablar de este lado renegrido de la realidad azerbaiyana hay que hacerlo a media voz. Porque expresar disensión en Facebook significa ir a la cárcel. Si desde el único medio que no es propiedad del régimen investigas los turbios negocios de la dinastía, te arriesgas a que instalen cámaras en tu casa y difundan tus imágenes íntimas en prime time. Las reglas están claras en la Bakú negra, donde cualquier manifestación es ilegal. Quienes se las saltan lo pagan, y pasan a engrosar la lista de prisioneros políticos más grande de Europa. El activista Emin Mili, el periodista Idrak Abbasov o el abogado Anar Gasmli luchan cada día contra esa nívea estampa de Bakú, deseando ganar otra vez Eurovisión. Porque quizás así las imágenes de la violencia contra los ciudadanos azerbaiyanos puedan volver a colarse de soslayo en la retransmisión de la pompa y el boato del festival de la canción.
Emin Mili entra y sale de la cárcel desde 2009, cuando grabó un vídeo satírico contra el presidente azerbaiyano (Aliyev). Por entonces, Azerbaiyán comenzaba a descubrir las redes sociales como plataforma de protesta y el activista se perfilaba como un peligroso líder en ciernes. La estrategia que el poder omnívoro del régimen usó para acallarle es la habitual en el país: “No necesitan acusarte de difamación para encarcelarte, simplemente utilizan otros motivos como posesión de drogas o hooliganismo”, explica Mili. A él, un grupo de matones le asaltó en un restaurante mientras cenaba con el coautor del vídeo, y les propinaron una brutal paliza. “Llegó la policía y nos encarcelaron a nosotros por hooliganismo”, recuerda, consciente de aquello no fue más que un muro de contención. “No puedes meter en la cárcel a 10.000 personas, así que metes a los que hacen más ruido”, argumenta. Pero Mili tuvo relativa suerte y sólo pasó un año y cuatro meses en prisión. Su caso alcanzó cierta resonancia fuera del país, con personalidades como Barack Obama apadrinando el caso. Aliyev fue forzado a liberarle y a diseñar una estrategia represiva que no ensuciara los albugíneos cimientos de una democracia de cartón piedra.
Desde entonces, los ciudadanos anónimos se convirtieron en el objetivo a batir. La versión para el resto del mundo del extraordinario aumento de detenciones se debía a la posesión de drogas, a pesar de que estas pruebas nunca llegaban a aparecer. Las movilizaciones de la Primavera árabe asustaron a Aliyev y esperanzaron una sociedad que se agitó con un contagio que pronto fue acallado. “Quizá sea el momento para que Azerbaiyán también se levante”, escribió en su muro de Facebook el joven de 19 años Jabbar Savalan. “Le condenaron a dos años y medio por tráfico de drogas, cuando en los casos reales la condena máxima es un año”, explica su abogado Anar Gasimili, uno de los pocos que se atreve a asumir este tipo de casos. Lo hace, aunque sabe que la batalla está perdida. “Los tribunales también están controlados por Aliyev, todo lo está”, explica, mirando el magnetófono que hay sobre la mesa. “No me importa que me grabes: estoy acostumbrado a que lo haga el Gobierno todos los días”, dice.
Lo sabe Gasimili y aún más lo conoce la periodista Khadiya Ismayilova. Varias cámaras espía fueron instaladas en su domicilio mientras investigaba algunos de los turbios negocios de la familia Aliyev en Dubai. Recibió fotografías íntimas de ella junto a su pareja, para exigirle que abandonara su tarea. La reportera no cedió e hizo público el chantaje. Por eso, una semana más tarde, un vídeo de idéntico contenido fue distribuido por redes y televisiones de todo el país. Nada importó que Ismayilova descubriera las conexiones del Gobierno con la difusión de las imágenes. Para Aliyev ella es, tal y como revelaron los cables de WikiLeaks, una de las mayores “enemigas del gobierno” y la persecución debe continuar; también contra su familia.
“Si escribes sobre corrupción, serás castigado. Si hablas de libertad, estás perdido”, sentencia el periodista Idrak Abbasov, que sabe lo caro que resulta denunciar las tropelías del régimen. En cierto modo se ha rendido y ya no sale con su cámara a documentarlas. Aún arrastra las consecuencias físicas de la brutal paliza policial que sufrió en 2012 cuando grababa una de las habituales demoliciones forzosas en áreas clave donde en pocas semanas brotará un nuevo rascacielos. Las familias son llamadas a comisaría y cuando regresan su vivienda ha sido reducida a escombros. Abbasov jamás recuperará la visión completa de su ojo derecho, ni perderá el miedo a que, si sale de casa, su familia pueda volver a sufrir las consecuencias de su trabajo. “Decidle a Idrak que o es más inteligente, o le cortaremos las orejas”, le dijeron a sus hijos los asaltantes que enviaron al hospital a sus padres. Idrak, que ya había visto cómo otro compañero periodista era asesinado, supo que el atropello de su hijo y las excavadoras a la puerta de su casa eran el coste que tenía que pagar. “En Azerbaiyán la verdad no sale barata”, asegura.
No sale barata y tampoco tiene muchos amigos. Apenas un puñado de ONG y de parlamentarios de Alemania o Reino Unido intentan sacar a la luz la incómoda realidad del nuevo amigo caucásico. La batalla es desigual porque en el viejo continente las reservas de gas y petróleo y la diplomacia del caviar azerbaiyano son argumentos poderosos. Al fin y al cabo, si se habla de derechos humanos y libertades en las antiguas repúblicas soviéticas, los atropellos de Uzbekistán siempre serán peores. También está ocupada la plaza de última dictadura Europea, en poder de Bielorrusia, donde aún se fusila a sangre fría. Que Azerbaiyán cometa irregularidades probadas en todos sus procesos electorales, o que no admita medios de comunicación ajenos a los gubernamentales, no dejan de ser pecadillos menores. En esta partida la Bakú blanca de Aliyev tiene siempre mano ganadora.
A la Bakú negra, la de la represión, la de Idrak, Emin, Khadiya y tantos otros, se llega por el mismo faraónico aeropuerto que a la blanca, pero tiene mucho menos atractivo que ofrecer. En ella no hay tiendas, ni hoteles de lujo, ni avenidas cosmopolitas a orillas del Caspio. Sólo vergüenza, represión, impunidad y muchas historias que merecen ser contadas. Pero son demasiado negras.
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En mayo de 2012 todas las miradas se dirigieron hacia Azerbaiyán. Por una vez el foco de la actualidad apuntaba directamente hacia Bakú. Televisiones internacionales dedicaban una programación especial e incluso enviaban a periodistas y cámaras a dar cuenta de lo que allí sucedía, con testimonios de primera mano y un gran despliegue. ¿Reaccionaba por fin el mundo ante las atrocidades que tanto tiempo llevaba cometiendo Aliyev? No. Se celebraba la 57 edición de Eurovisión.
La ciudad se ponía su mejor capa de maquillaje, los fans y delegaciones de los distintos países llegaban a la ciudad y los artistas invitados paseaban dejándose ver por la Bakú blanca cubierta de mármol. La campaña de publicidad del régimen había logrado esconder la Bakú negra, imponiendo la instantánea de una ciudad de lujo y cosmopolita, un oasis de tranquilidad, atractivo y asumible para el resto de Europa. Según el Ministerio de Cultura y Turismo más de 50.000 personas se desplazaron a Azerbaiyán durante aquellos días, atraídos por la pompa del certamen y una ciudad revestida para su fiesta grande. Y la mayoría fue lo que encontró.
Porque pocos vieron a los miles de ciudadanos que se manifestaron durante esos días, tratando de gritar al mundo lo que ocurre en la Bakú negra, denunciando el engaño que se escondía tras los focos. Conscientes de que apenas contaban con una noche de atención, salieron a las calles en la víspera de Eurovisión y durante toda la semana para reclamar el respeto a los derechos humanos y la liberación de los presos políticos. El Gobierno desplegó toda su brutalidad contra ellos: policías de paisano detuvieron a quienes intentaron celebrar una marcha exprés por el centro de Bakú, y las manifestaciones fueron violentamente dispersadas, y silenciadas.
Con la mirada de los medios internacionales centrada en el escenario, el régimen no se arredró a la hora de utilizar la habitual brutalidad policial con que estas protestas se suelen dar por concluidas a este lado del Caspio. Pero algunos medios sí lograron dar cobertura de la contundencia con la que los azerbaiyanos críticos con el régimen eran apartados del multimillonario recinto Baku Crystal Hall, que el régimen de Aliyev construyó ex profeso para el festival, aunque esto supusiera expropiar y demoler las viviendas de decenas de ciudadanos.
Responsables de ese eco mediático fueron muy especialmente los miembros de Sing for Democracy, una asociación creada ad hoc para aprovechar la presencia internacional que el concurso musical traía consigo. Entre sus miembros algunos como Rasul Jafarov eran ya habituales de los calabozos por sus protestas contra el Gobierno. La excusa para detenerle (a él y a tantos otros) siempre es la misma: una imputación menor por cargos como posesión de drogas o hooliganismo. “Te colocan una pequeña cantidad de alguna sustancia o directamente la encuentran de repente al cachearte”, explica con resignación.
De Eurovisión surgieron dos ganadores: Suecia con su Euphoria, y el régimen de Aliyev. Y es que cuando los focos del festival se apagaron la mayoría de los medios extranjeros no había puesto un pie en la Bakú negra. Aún así, los azerbaiyanos no renunciaron a su lucha por la democracia. Sing for Democracy se convirtió en Art for democracy, y las protestas continuaron en el interior del país, pero también en el extranjero. El último intento fue el Harlem Shake frente a la embajada de Bakú en Londres que organizaron el pasado mes junto con algunos representantes de Index y Article19.
El año 2013 ha arrancado especialmente caliente. En enero, miles de manifestantes se congregaron alrededor de Fountain Square, el centro neurálgico de Bakú, desafiando así la prohibición del Gobierno, que ha proscrito las concentraciones de la capital. Esta vez, la llama la prendió el gobernador de la cercana ciudad de Ismaili al dispersar a los ciudadanos con gas pimienta. Pero las reivindicaciones que sacaron a las calles a los azerbaiyanos eran las mismas que llevan esgrimiendo las últimas décadas: contra la impunidad gubernamental, la flagrante corrupción, la violación de los derechos humanos, la violencia policial… y por la democracia. También la respuesta fue idéntica: detenciones masivas, palizas y silencio absoluto en el resto del mundo.
La convocatoria de esta y otras decenas de manifestaciones se hizo a través de redes sociales, el gran conducto para la comunicación interna en Azerbaiyán. Porque si hay algo en lo que los azerbaiyanos dejaron de confiar hace tiempo es en los medios de comunicación patrios. Como ilustra el representante de Democracy Monitor, Fuad Hasanov, de las más de 160 cabeceras existentes en el país (y otras tantas cadenas de televisión y emisoras de radio), sólo dos periódicos, Yeni Musavat y Azadliq, se muestran abiertamente críticos con el gobierno de Aliyev. Y es que son los únicos que no son propiedad del megalómano líder. Ni siquiera estos diarios representan una verdadera posición independiente: esta oposición política tiene más que ver con el apoyo al eterno partido de la oposición que con la independencia periodística pura y dura. No obstante, esta negativa a doblegarse a ejercer de juglar del reino tiene sus consecuencias. Y graves.
La sede del diario Azadliq (Libertad) se encuentra en un decrépito edificio soviético, también propiedad del gobierno, como la mayoría de instalaciones de la capital. Allí fueron obligados a mudarse si querían continuar escribiendo, porque nadie más se atrevía a ofrecerles un alquiler. No tienen más remedio que subsistir en precarias salas unidas por largos y destartalados pasillos por donde corretean los insectos. Una de las estancias hace las veces de despacho de su director, Rahim Hajiyev. Otra, un poco más adelante, de redacción. Los viejos y obsoletos ordenadores conviven con periodistas que aseguran estar acostumbrados a no cobrar apenas por su trabajo. A Hajiyev se le acaban los dedos de la mano cuando enumera las trabas que el Gobierno les pone para que los ciudadanos jamás lean su periódico: desde subir hasta lo imposible las tasas de alquiler, hasta sabotear los camiones de reparto de prensa a los kioskos. Y es que, en Azerbaiyán, su presidente es propietario de edificio, quiosco, furgonetas de distribución y hasta del papel donde imprimen el diario, en el que está prohibido incluir publicidad.
Hasanov asegura que no había tanta censura en los medios hasta aproximadamente el año 2000, cuando las autoridades dejaron de lado cualquier amago previo de sutileza para convertirse en una práctica oficial. “Cuando Heidar Aliyev, antiguo presidente y padre del actual Ilham Aliyev, estaba en el poder, al menos trataba de mantener un cierto equilibrio, aunque sólo fuera para que la imagen no se viera tan perjudicada de cara al exterior”, dice. Durante su mandato, las noticias de los periódicos que se “recortaban” por no pasar el filtro eran sustituidas por una viñeta. Con el tiempo, este control externo desapareció, dejó de ser necesario: los periódicos adoptaron una autocensura que, como suele ocurrir, era incluso más implacable que la oficial. Mientras, los propios disidentes tratan de organizar redes para contar la realidad de la Bakú negra. Ingrata tarea en un país que está entre los 10 lugares del mundo donde más peligroso resulta ser periodista, como bien sabe Emin Mili, que ha fundado Meydan TV, o la veterana Radio Free Liberty, una de las pocas voces independientes del Caúcaso.
En esta turbulenta y explosiva realidad, la inminencia de las elecciones presidenciales no suscita apenas un ápice de expectación, sino resignación. La mayoría ya sabe que, pase lo que pase, Aliyev saldrá reelegido por un porcentaje mayor del 80%, resultado que no enturbiarán las irregularidades elctorales probadas por diversos organismos y denunciadas por los propios azerbayanos. Este año, ni siquiera será necesaria la diplomacia del caviar con los observadores internacionales enviados por el Parlamento Europeo. En octubre no aparecerán por Bakú. Ni por la blanca, ni por la negra.
Marta Arias y Bárbara Ayuso son periodistas. En Twitter: @martarias y @Barbaraayuso