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Baja

Contar lo que no puedo contar   el blog de Joaquín Campos

 

La orografía de mi pene ha cambiado. Como esos mapas marinos tan trabajados por los cartógrafos que en el santiamén de un tsunami hacen desaparecer islas o alejarse continentes. Mi glande ya no es lo que era.  

 

Yurina me pagó el triple por hacerlo a pelo y la muy desgraciada, a modo de viuda negra, va aniquilando al personal. Que como dicen que el cliente siempre lleva la razón, deseché el llamarla para cagarme en sus muertos. Eso sí, la próxima vez que alguien quiera hacerlo sin goma que llame a su hermano. O a su perro.

 

Primero notas que el color rojo domina la zona en cuestión. Aunque claro, tras los esfuerzos sexuales uno cree que la mutación se produjo por esa causa. Pero al tercer día aquello ha menguado, la rojez ha aumentado, y esa piel otrora virgen, bajo el capuchón de los no circundados, se apreciaba débil. Al momento del comienzo de la muda acudí desesperado a la calle en busca de un dermatólogo. Que teniendo en cuenta que Camboya no es destino para médicos ni sus utensilios uno reza más que sueña.

 

Una clínica internacional llamada SOS, sita en la calle 51 con la esquina de la 208, sirvió de taller mecánico. La señorita de recepción me obligó a darle coordenadas sobre mi problema cuando media docena de futuros pacientes esperaban su turno. Mi vida, y sobre todo en la actualidad, no ha sufrido por las vergüenzas, por lo que directamente pasé a explicarle que aquello había mutado. Como me correspondió con un gesto de sorpresa, como avergonzada, comprendí que la profesionalidad, que no el gracejo, no es característica particular del camboyano. La señora más alta, de apariencia centroeuropea, me miraba mal. Ya estamos con los enjuiciamientos gratuitos, me dije.

 

Me senté en aquella pequeña sala de espera donde analicé a las personas que en teoría me precedían. Aparte de la señora anteriormente citada, un americano con sombrero leía el periódico; a su lado, una francesa hablaba por teléfono; y en frente, lo que debía ser un matrimonio, también expatriado. Silbé y me estiré los dedos de las manos; me descalcé de mis perennes chanclas y me volví a calzar; miré mi teléfono cuando desde que finalicé mi última relación no me llama ni Cristo; y verifiqué que las ventanas estaban sucias por fuera y no por dentro. Cosas que aprendí en Asia, esencialmente en China, donde sólo cuenta lo tuyo y no los espacios comunes; tomándose como propio lo que existe de puertas para dentro y ajeno todo lo demás. En China, paraíso de la vulgaridad, donde limpiar es extraño, uno puede tener su casa como los chorros del oro mientras que las escaleras, pasillos y ascensores del edificio pueden ser copias exactas de la ciudad de Mostar después de un ataque ordenado por Ratko Mladic.

 

Mis compañeros de fatiga fueron desfilando mientras iban llegando otros. En esas, me acordé de que debía enseñar el pene, por lo que fui a orinar y a limpiármela. Los baños, impolutos; y mi idea, torpe. Ya que a los cinco minutos el doctor, camboyano, me llamó, obligándome a orinar de nuevo para llenar un bote insultantemente minúsculo. Y claro, entre la presión y la vejiga recién vaciada, tuve que beberme tres litros de agua. Pedí cerveza, con lo que me gusta y lo rápidamente que voy al baño, pero no tenían. O eso me dijeron. Mintiéndome como a un niño.

 

Viendo el tiempo pasar y el falo empeorar conseguí concentrarme y orinar. El bote se desbordó poniendo aquello todo perdido. Al entregárselo, recibí una batería de preguntas. Las clásicas.

 

¿Es la primera vez que le ocurre?

 

No.

 

¿Siente dolor?

 

Escozor.

 

¿Desde cuándo?

 

La duda desde hace tres días, la mutación desde hace dos, y desde hace horas se me está mudando la piel.

 

Es normal, no se asuste. ¿Le ha dolido al orinar?

 

No.

 

Eso es positivo. Aunque a lo mejor aún es pronto para saber si su tracto urinario está infectado.

 

Oiga, no le voy a mentir. Hice, hace cuatro días, el acto sin condón. Y atando cabos creo que debe ser por aquello.

 

¡Haberlo dicho antes!

 

No soporto la fijación que tiene el ser humano de no ir por derecho. ¿No era evidente que aquello era una infección sexual? ¿Acaso ese dermatólogo, y más en Camboya, no habrá recibido múltiples visitas con síntomas parecidos de gentuza en edad de probar?

 

A la media hora me volvieron a llamar y me leyeron los resultados. “Cándidas”, me dijo el doctor. Por un momento dudé en permitirme la licencia de comentarle, a modo amistoso, que ya son las quintas. Y todas desde que llegué a Asia. Pero deseché la idea que en sí no iba a aportar nada nuevo al dictamen médico, y que en todo caso iba a tirar mi buen nombre por los suelos. Pastillas cada ocho horas –lo de siempre– y una crema a aplicar en la zona; y a regresar en una semana. Aunque antes de irme sólo dos preguntas dominaban mi cabeza.

 

¿Puedo beber alcohol?

 

No. O al menos poco, muy poco.

 

¿Puedo hacer el acto?

 

Tampoco. Ni con preservativo.

 

El negocio por los suelos, me dije, evitando el comentarle que mi pan dependía de aquel apéndice enfermo. Y que aquella cubana viciosa había arruinado, al menos, una semana de ingresos. Que tras el error heroinómano y mi pésima gestión de lo ingresado, me hicieron dudar en ponerme a buscar un trabajo más decente en el que no tuviera que utilizar órganos vitales; no sé, pedir en la calle haciendo como que toco la guitarra. Pagué religiosamente –doscientos dólares, de los que el 60% fueron sólo por la consulta– y marché, con una bolsa de la clínica SOS surtida de cremas, pastillas, resultados del análisis de orina y dictámenes médicos. Y menos mal que la bolsa no era transparente. Porque a los diez minutos de paseo hacia casa me encontré a Cecilia, una amiga española curiosa como ella sola.

 

¿Qué te ha pasado?

 

Nada, un golpe en la cabeza.

 

¿En serio? ¿Cómo ha sido?

 

Me caí de la cama. Creo que me perseguía el pato Donald. Una pesadilla terrible.

 

¿Pero estás bien?

 

Sí. Perfectamente. Era sólo por sentirme seguro.

 

Desgraciadamente las bolsas de la clínica SOS se anuncian en sus exteriores a bombo y platillo con un logo bien visible. Pero afortunadamente no me encontré a mi ex que, muy seguramente, hubiera metido la mano dentro de la bolsa y descubierto que la soledad no sólo me ha convertido en un infectado por cándidas sino en un prostituto.

 

La llegada a casa fue una sintonía dramática, con un charco de agua en mi salón –el enésimo, por dejar la ventana abierta, ya que debió llover cuando en la clínica bebía agua para poder mear, toda una metáfora de la vida– y un mensaje de texto en mi teléfono móvil: “Hola, soy Judith. ¿Estás libre?”.

 

Conté hasta cien y busqué la respuesta más profesional. Antes, me abrí una botella de Graham’s 10 años, un oporto de tal dignidad que mis pesares se hicieron anécdotas. La primera dosis de pastillas surcaba mi cuerpo de la mano de ese portentoso oporto. Y entonces, se hizo la luz: “Hola Judith, me ha contratado un equipo de billar femenino. Vuelvo a Camboya la semana que viene. Que lo pases bien”.

 

Joaquín Campos, 06/10/13, Phnom Penh.

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