Siempre he creído que en la vida hay tres cosas de las que el ser humano no puede escapar: la muerte, los impuestos y la publicidad. ¡La publicidad! O la propaganda, como se decía hasta hace bien poco. Nuestro publicitario más internacional, Luis Bassat, la describe como el arte de convencer. Hoy es una compañera inseparable, de hecho, las marcas están a nuestro lado desde que llegamos a este mundo, puesto que hasta el nombre del hospital donde nacemos ya es en realidad una marca frente al resto de la “oferta sanitaria” de la ciudad natal. Pero aunque a veces nos pudiera parecer que lleva con nosotros toda la vida, la publicidad tiene su origen hace apenas un siglo y medio, en torno a 1850, cuando se asientan las consecuencias, principalmente económicas y sociales, que habían traído tanto la Revolución Industrial como la Revolución Francesa.
Comienza así a desaparecer la venta a granel a favor de unas marcas primerizas, que perciben que la competencia empieza a ser una variable permanente del mercado ante el cual no basta con ser identificada por los compradores, sino también diferenciada de otros productos similares. Con Estados Unidos e Inglaterra como principales testigos del nacimiento de la publicidad, surgen así verdaderos referentes como Coca-Cola (1886), Kellogg’s (1884), Royal Baking Powder, Colgate (1806), Quaker Oats (1878), Campbell’s (1869), Levi’s Strauss (1873), Ivory (1878) o Goodyear (1844).
Paralelamente al surgimiento de las marcas y a la necesidad de anunciarse debido al naciente capitalismo y producción en masa, la prensa, principal medio de comunicación del momento, busca una fuente de financiación independiente y estable que la aleje de intereses políticos y particulares que la tiñen de una permanente manipulación informativa. Con ello, aparece un tipo de intermediario que compra espacios en los periódicos para venderlos posteriormente a todo aquel particular o empresa que se quiera anunciar en los mismos. Es el embrión de las primeras agencias de publicidad, las cuales incorporan poco a poco nuevos servicios que complementan la mera intermediación de espacios, tales como la creación de los propios anuncios o la investigación de mercados.
A pesar de todo, los inicios son duros. Durante décadas la profesión tiene que aguantar el pestilente olor a azufre que le achacan muchos debido al flaco favor que le hace, entre otros, el aluvión de anuncios de productos milagrosos, así como la palabrería de advenedizos que bajo el paraguas de “publicitarios” no pasan de meros charlatanes. Por otro lado, las propias empresas recelan de la nueva técnica que irrumpe en la economía del momento.
Para dejar atrás este lastre, la publicidad necesita profesionalizarse, algo que comienza a darse en España en los años 30, cuando se empieza a entender su necesidad tanto por parte del vendedor como del comprador, gracias a los primeros cursos y libros sobre publicidad, los incipientes profesionales técnicos y sus agencias, el origen del asociacionismo profesional y el nacimiento de un nuevo concepto de hacer publicidad reconocido como publicidad moderna. En todos ellos, es clave la figura del pionero de la publicidad técnica en nuestro país, el catalán Pedro Prat Gaballí.
Algunas marcas ya habían asimilado todo esto a la perfección, como es caso del principal anunciante del país, Perfumería Gal, que inunda la prensa nacional con sus anuncios de Petróleo Gal, Heno de Pravia o pasta de dientes Dens. Aún así, décadas atrás España se convierte en un verdadero referente a nivel europeo, gracias a una cartelería publicitaria que surge de la mano de artistas como Ramón Casas, Alexandre de Riquer o Miquel Utrillo, los cuales llegan a codearse con los verdaderos maestros mundiales, franceses casi todos, tales como Toulouse-Lautrec, Alphonse Mucha o Jules Cheret. De estos artistas españoles quedan en la memoria los reconocidos carteles para Anís del Mono o Condorniú, entre otros.
La Guerra Civil resulta también desastrosa para un sector que tiene que volver a reinventarse. Apenas hay qué anunciar puesto que no había qué fabricar, entre otras razones por la autarquía implantada por la dictadura franquista. Mientras tanto, la radio, que había llegado al país a mediados de los años 20, da su primeros pasos comerciales a través de unos anuncios en directo así como de las radionovelas patrocinadas por marcas como Cola-Cao, que en 1955 pone en antena su histórica canción del negrito, para patrocinar el serial Matilde, Perico y Periquín.
Poco a poco, el país se abre al exterior y nuestra economía muestra rasgos de vitalidad. Las ollas, lavadoras y frigoríficos se convierten en los productos más deseados —con permiso del popular Seat 600— hasta que a finales de los 50 llega el televisor a los hogares más pudientes, transformándose este tótem en un miembro más de la familia, a través del cual la publicidad audiovisual, poco a poco, empieza a aparecer. Un tipo de publicidad basada principalmente en los dibujos animados creados por un tándem de empresas que cambia el curso de la historia publicitaria de nuestro país, los Estudios Moro y Movierecord, las cuales nos llevan a ser auténticos referentes mundiales hasta casi acabar la década de los 60. De esta “factoría creativa”, surgiría la versión animada del negrito de Cola Cao, la familia Telerín y su vamos a la cama o incluso mascotas como la Ruperta, Botilde o el Chollo, para el concurso de televisión Un, dos, tres.
Los años 70, con la ansiada democracia instalada en el país, la publicidad se enfrenta a un “producto” que llevaba décadas sin vender: el candidato político. Comienza además una publicidad más atrevida y libre, surgiendo mitos eróticos como “la rubia de Fa”, si bien otra rubia, la de Terry, se le adelantó algunos años. También en este tiempo surgen campañas como la de “Vuelve a casa por Navidad”, las muñecas de Famosa o el hombre de la tónica Schweppes.
Al poco tiempo, en los años 80, España se integra definitivamente en Europa y su publicidad vive la mejor década de toda la historia, situándose como potencia creativa junto a Estados Unidos y el Reino Unido. Son así, años en los que nos llegan Rodolfo Langostino; “Leche, cacao, avellanas y azúcar, Nocilla”; “Si bebes, no conduzcas” y cómo no, uno de los eslóganes más recordados: “Busque, compare y, si encuentra algo mejor, ¡cómprelo!”.
Las dos décadas siguientes —con Cuerpos Danone, el primo de Zumosol y “Póntelo, pónselo” de por medio— traen consigo la globalización mundial al mismo tiempo que el mercado local se segmenta aún más. Los expertos recomiendan “pensar en global, pero actuar en local”. Y la variable que ha provocado todo esto es sin lugar a dudas internet. La publicidad, con constantes alardes tecnológicos, comienza a enfrentarse a un nuevo escenario, el digital, donde marcas y compradores confluyen en él, hoy en día, de forma natural. Se persigue una publicidad más emocional, surgiendo campañas memorables como la de “¿Te gusta conducir?”, de BMW.
En la actualidad la publicidad se encuentra en el momento más crucial de toda su historia. Internet se mueve de forma tan vertiginosa que incluso las marcas y sus clientes van en muchas ocasiones más rápido que las propias agencias, la cuales se enfrentan, entre otras muchas razones, a una verdadera crisis de identidad. Por otro lado, jamás el consumidor ha tenido tanto poder como ahora, sobre todo debido a la incursión de internet en nuestras vidas, permitiéndole decidir cuándo y cómo ver publicidad así como participar en ella y conversar con las marcas, directamente, a través de las redes sociales. Son las nuevas reglas del juego, las cuales siguen demandando lo mismo que al principio de todo: creatividad. Sin lugar a dudas, el alma de la publicidad, de forma que la máxima de “quien no se anuncia, no vende”, ha evolucionado a “quien no se anuncia diferente, no vende”. La creatividad se hace más necesaria que nunca. Así es la publicidad.
Sergio Rodríguez es de autor de www.lahistoriadelapublicidad.com
Autor: Sergio Rodriguez