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Carreras de caballos. La literatura no es un trofeo, o cuando el yo no lo era todo

Hubo un tiempo en que la literatura era una necesidad, como respirar o comer. Las historias nacían del instante, no de la ambición. No había bustos ni monumentos, solo palabras flotando entre aquellos que se atrevieran a escucharlas. Shakespeare, Marlowe, Kyd, Fletcher, Peele y tantos otros no buscaban el éxito ni se miraban en el espejo preguntándose si eran genios. Intercambiaban frases, discutían, compartían el pan, el verso y el vino, colaboraban. Hacían teatro como quien construye un barco: con muchas manos y en medio del vendaval.

Después llegó la época en que el yo lo fue todo. La era del aislamiento. Pareciera que el escritor moderno se ha convertido en un nombre estampado en una portada, una firma en un contrato. Los relatos dejaron de ser ríos y se convirtieron en productos, con códigos de barras y derechos reservados. Esas narraciones ya no corren libres como en los tiempos de los poetas itinerantes de la antigua Grecia. Se venden en ediciones numeradas. Ya no se reúnen por amor a las palabras, sino que se compite en el mercado. No hay tabernas donde los poetas se rían de sus variaciones, de sus contribuciones. Ahora hay oficinas, corporaciones, abogados y cláusulas de exclusividad, festivales que son cristales cerrados.

La literatura pasó de ser una plaza abierta y bulliciosa a una tienda. Hoy, cada escritor exhibe su obra como un trofeo, mientras las editoriales lo presentan con una etiqueta de “gran revelación” colgando del cuello. Se acabó la camaradería. Pareciera que el escritor moderno se observa en el espejo y ve un faro. Olvida que la luz es reflejo de otras luces. Se fotografía en su estudio, serio y concentrado, como un sacerdote frente a su altar. Habla de su “proceso creativo”, de su “visión artística”. No admite que todo lo que escribe es una repetición de viejas historias, una secuela de voces antiguas. Incluso, varios autores advenedizos declaran que no leen libros, para no ser influenciados al momento de su escritura.

Los académicos han tenido que aceptarlo a regañadientes: Shakespeare no trabajaba solo. No era el genio aislado del que medio mundo se imagina, sino parte de un equipo. Lo han probado con análisis textual, lingüística computacional y registros históricos. Y no hacía falta. Bastaba con entender que el arte es un lenguaje compartido, que las grandes obras no nacen del vacío. No hay Shakespeare sin Marlowe, sin Peele, sin Kyd. No hay literatura española sin Cervantes. No hay literatura peruana joven sin Vargas Llosa, sin José María Arguedas o Julio Ramón Ribeyro.
En otros tiempos, la escritura no era un acto de encierro, sino de encuentro. Los escritores leían y releían a sus contemporáneos, corregían versos ajenos como si fueran propios, se pasaban manuscritos a la luz de las velas. Se abrían puertas unos a otros, porque sabían que la palabra escrita avanzaba en el cruce de miradas cómplices, en el diálogo y el encuentro.
Gary Taylor, uno de los principales editores del New Oxford Shakespeare, desafió la vieja idea del autor como una figura única. Su investigación, junto con otros veinticinco académicos, reveló que Shakespeare trabajó en conjunto más de lo que se pensaba. En una entrevista a un diario inglés, afirmó que “lo que ha sucedido desde 1986 es que la acumulación de nuevas investigaciones ha dejado claro que subestimamos hasta qué punto la obra de Shakespeare fue el resultado de colaboraciones”.
Lo que me hace pensar que, antes, los escritores eran parte de algo más grande que ellos mismos. Ahora, cada uno se aferra a su firma como un náufrago a una boya. No parecen comprender que la escritura verdadera nunca se hizo en un remoto iglú. Se hizo en la calle, en la mesa compartida, en la conversación de medianoche. Entre los centenares de libros de la tradición y miles de voces.
Aquellos escritores no solo compartían palabras, sino también la humedad de las habitaciones mal iluminadas, la incertidumbre de la próxima comida, el peso de un mundo que rara vez les hacía sitio. Escribir no era solo crear, era nadar para mantenerse a flote. Se encontraban en tabernas, entre cartas cruzadas. No buscaban separarse, sino reconocerse en la voz del otro.
Tal vez fue el mercado, o tal vez fue el lento pero inexorable cambio en la forma en que entendemos la creación. Nos vendieron la genialidad como un relámpago solitario. El arte como angustia personal. Nos vendieron la imagen del escritor atormentado, del poeta maldito, del novelista recluso que se consume en su propia genialidad. Pero la literatura nunca fue solo eso. Fue una casa con muchas puertas, con sujetos que se cruzaban en los pasillos, con personajes que mutaban entre sí de una historia a otra, de un escritor a otro.

Esto no significa que la autoría individual no tenga valor. La introspección ha dado obras imprescindibles, y la soledad del escritor puede ser una vía para explorar su mundo interior. Tampoco el mercado es una amenaza en sí mismo: publicar, vender libros y vivir de la escritura es un derecho legítimo. El riesgo está en la transformación de la literatura en una carrera de caballos, de marcas personales, en la presión por destacar como una figura única en lugar de ser parte de un diálogo más amplio. No se trata de rechazar la independencia creativa, sino de recordar que la literatura ha sido, en su mejor versión, tanto una voz propia como una conversación en expansión.
Este escritor moldeado en la lógica neoliberal, pareciera que ya no escribe solo por el placer de contar. Busca la fama inmediata, los miles de seguidores, la validación instantánea. Escribe porque teme desvanecerse, porque anhela que su vida no pase sin ser vista, sin dejar rastro, sin su nombre flotando en el feed, sin su rostro sonriente en el suplemento dominical. Antes, las historias eran todo lo que importaba. Ahora, parece que solo importa el nombre. La aspiración de convertirse en una marca registrada parece hasta nocivo. Los antiguos sabían que, una vez terminada la obra, el juego, el placer y la pasión se consumaban en el acto mismo de contar. No buscaban la eternidad, sino el fuego inmediato de la narración. Escribían como quien canta en coro en una taberna: porque la canción era necesaria, porque la noche la pedía, porque la voz no podía guardarse dentro.

Ellos contaban historias porque la palabra era un fuego que no podía apagarse. No les preocupaba la originalidad en el sentido moderno. No intentaban reinventar la rueda, sino hacerla girar con más fuerza. Si un relato era bueno, se repetía, se modificaba, se adaptaba. Los griegos reescribieron sus mitos durante siglos, los trovadores medievales se apropiaban de las gestas, Shakespeare tomó tramas de otros y las transformó mientras las escribía, porque la escritura era un acto de continuidad, no de ruptura; no es que la experimentación sea mala, pero la mayoría de veces se han cometido atrocidades en su nombre.

Es por eso que, en los márgenes de la industria, algunos escritores buscan recuperar esa conversación perdida. Ya sea en talleres de escritura donde se comparte y colabora, en clubes de lectura donde las ideas se entrelazan, en tertulias o revistas artesanales, o en colectivos que escriben a varias manos, regresando a la tradición oral a través de foros y redes abiertas. Esa idea de la narración como forma de hacer comunidad, y no solo de competir y producir, sino de intercambiar. Compartir. La tecnología, paradójicamente, ofrece la posibilidad de recuperar la literatura como un ejercicio que nos hermana. No todo es escaparate y vanidad. Tal vez sea tiempo de derribar los muros, de volver a lo primigenio. Quizás la literatura nunca haya sido un monólogo, sino una conversación inacabada que atraviesa generaciones. Quizás aún podamos encontrar la forma de sentarnos juntos en esa mesa, hacerla redonda otra vez.

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