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ArpaCela y Umbral citaban a Krahe

Cela y Umbral citaban a Krahe

Me lo dijo un día Javier López de Guereña, su inseparable guitarrista y autodenominado hijo predilecto: “Nuestra carrera ha consistido básicamente en decir que no”. No a dar conciertos en verano, no a las campañas de publicidad, no, salvo contadas excepciones, a la televisión, no a sacrificar la cercanía del público por actuar en teatros de renombre y no a subir su caché si ello repercutía en el precio de las entradas. Cómodamente instalado en sus “poquedumbres”, Javier Krahe nunca vendió su lana negra y resistió impasible los embates del poder, juicios incluidos. Consciente de que definirse es limitarse, huyó siempre de las etiquetas y nunca fue esclavo del exceso de ambición cuando se asomó al éxito ni de la autocompasión cuando le vinieron mal dadas. Fue, además de un maestro absoluto en el arte de no hacer nada –terreno abonado para la creatividad–, un genio en no confundir lo urgente con lo importante y en no dejarse herir por la sucesión de pequeñas desgracias cotidianas que amenaza con amargarnos la existencia casi a cada instante, eso que Bukowski llamaba “el cordón del zapato” y que, si se rompe en el momento menos propicio, puede acabar con uno en el manicomio.

He contado ya en alguna ocasión que a mí de Javier Krahe lo primero que me gustó fue ‘Marieta’ porque era la única ocasión en que a mis padres les hacía gracia que el niño dijera “gilipollas”. Sus canciones me han acompañado desde entonces y fui un asiduo de sus conciertos durante la última época, pero siempre me interesó, más incluso que su obra, su vida. La idea de escribir su biografía había comenzado a filtrarse entre mis caóticos pensamientos cuando decidió tomarse las vacaciones definitivas en Zahara de los Atunes y convertirse así en ese eternel estivant con el que fantaseaba Brassens cuando en ‘Supplique pour être enterré à la plage de Sète’ (una de las canciones predilectas de Javier Krahe) pedía que lo enterraran junto al mar, para pasar su muerte de vacaciones y para que, si sus versos no estaban a la altura de los de Paul Valéry, al menos su cementerio fuera más marino. Lejos de disolverse, el propósito fue ganando fuerza a medida que el tiempo difuminaba la genialidad del futuro biografiado y su recuerdo comenzaba a desdibujarse. Un día leí en algún recoveco de la red que tal empresa sería tarea imposible. Lo que faltaba.

Desde el primer momento tuve claro que alguien tan singular exigía una biografía singular, todo lo contrario a un relato pormenorizado de hechos intrascendentes que sepultaran su genialidad. Por eso muchas veces son las anécdotas las que hacen de hilo conductor en esta vida y milagros de Javier Krahe (“evangelio”, dice Julio Llamazares en el prólogo). Aunque resulte paradójico, bien contadas y contextualizadas, las anécdotas pierden su carácter anecdótico y se convierten en algo relevante e incluso revelador. Mi temor fue siempre caer en la caricatura, porque un personaje tan atractivo no necesita que lo estiren de acá o de allá. Ese fue el motivo que me llevó a entrevistar en repetidas ocasiones durante más de dos años a sus familiares y amigos más cercanos. Solo cuando tuve la certeza de que en las más de doscientas horas de grabaciones estaba el Javier Krahe que yo quería contar, comencé a escribir, a quitar –como decía Miguel Ángel cuando le preguntaban por el David– lo que sobraba.

En el proceso de documentación aparecieron multitud de hilos de los que tirar. Contra todo pronóstico, uno de ellos me condujo hasta cinco canciones inéditas de la primera (primerísima) época. Son canciones que el propio Javier Krahe daba por perdidas, pero Rosa León conservaba algunas grabaciones de cuando las interpretaba allá por los años 70 con Jorge Krahe, hermano menor de Javier que les ponía música, las cantaba y, en definitiva, las daba a conocer. Con emoción de antropólogo que desentierra un fósil de cuya existencia apenas tenía noticia, las transcribí para incluirlas en un apéndice de la biografía. Una de ellas fue responsable directa del debut de Javier Krahe en La Aurora, sala de conciertos de la época. Corría el año 79 y Jorge había dejado de pasear por los escenarios las letras de su hermano mayor, que cuando se enteró de que Chicho Sánchez Ferlosio, otro cronopio incorregible, había cantado ‘El obseso sexual’, no dudó en ofrecerle algunas más recientes. Chicho le propuso que las interpretara él mismo a pesar del exiguo manejo de la guitarra que tenía, y así empezó todo.

‘El obseso sexual’, extensa tonada con tintes autobiográficos en la que Javier Krahe relata las peripecias de un niño que sufre durante toda la infancia el tabú del sexo, no es una canción cualquiera. Ninguna de las escritas por Krahe lo es porque cuidaba cada verso hasta la extenuación y las “acariciaba” –como se refería al proceso de corregirlas y perfeccionarlas– cuanto fuera necesario, pero esta tiene la particularidad de que la citaron Camilo José Cela y Francisco Umbral en su momento. El de Iria Flavia reproduce en Diccionario secreto cuatro versos que atribuye a Jorge Krahe, mientras que Umbral cita una estrofa en Los underground, artículo dedicado, entre otros personajes de la época, a Jorge, de quien dice que las canciones “se las hace un hermano que tiene en Canadá”. Faltaba todavía casi una década para que ese hermano que vivía por entonces su “epopeya del otro lado del charco” se subiera por primera vez a un escenario, pero la calidad de sus letras ya había despertado el interés de otros amantes de la palabra.

Javier Krahe tuvo siempre más prestigio que popularidad. Su obra es su legado. Estoy convencido, como decía Machado de sí mismo, de que le debemos cuanto ha escrito, pero le debemos también cuanto vivió, porque de su forma de enfrentarse a la vida, que consistía precisamente en no enfrentarse a ella, hay mucho que aprender. Ojalá tenga razón Joaquín Sabina cuando dice que con esta biografía empieza a saldarse parte de esa deuda impagable.

 

 

Javier Krahe. Ni feo, ni católico, ni sentimental, ha sido publicado por Reservoir Books.

 

 

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