Clandestinidad

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Nuestra incapacidad para la ruptura proviene de nuestra incapacidad para el vacío, para el desierto del tiempo, para la aventura de vivir sin cobertura social, sin visibilidad obscena ni reconocimiento. Hay una clandestinidad imprescindible –que nuestro puritanismo ha sepultado en el autismo privado- sin la cual la vida común y el amor resultan imposibles.

 

“Por nuestro exceso de abrir y deslimitar, se ha perdido la capacidad de cerrar, de concluir. Y no toda conclusión es violenta. Se concluye paz. Se concluye o cierra una amistad”, dice Han en La agonía del Eros. Es necesario llevar a término las cosas, las relaciones y las situaciones, para que se pueda producir la magia de la ambivalencia.

 

“Bien está lo que bien acaba”, dice el refrán. En este sentido, ser fiel a las cosas ha de incluir la conclusión, aunque ésta signifique la posibilidad de abandono, la ruptura o la traición. Llegado el caso, decía Valente, irse es la única manera de permanecer. En este aspecto la eternidad incluye siempre la posibilidad de la ruptura. El modelo, digamos, son los Beatles, no la cansina prolongación decrépita de otros.

 

¿Tenemos entonces problemas con la eternidad porque lo tenemos con la finitud, con el valor para volver a estar solos con la inmanencia material y concentrar el universo en un punto? El capitalismo, para justificar vitalmente la religión económica, sólo ha intentado una parodia de esta imprescindible materialización. Pero sin un diablo en la existencia no hay dios trascendente; sólo “el terror de la inmanencia”, diría Han otra vez.

 

En tal aspecto, religión y ateísmo son ya palabras muy equívocas. Con frecuencia el laicismo puede ser tontamente trascendente. Y lo contrario, pues haber una religiosidad fiel a los perfiles materiales del presente. Lo “eterno” exige una alta definición, tanto en la vida común como en el arte. En caso contrario, efectivamente, la peor literatura se justifica con los mejores sentimientos.

 

Es significativa, en este sentido, la necesidad que el capitalismo tiene de romanticismo de fin de semana, de ficción popular y efectos especiales. Precisamente por nuestra incapacidad para la definición y la posible ruptura, todo se encharca en los pactos, en un interminable languidecimiento, en una flexibilidad mórbida.

 

Nuestra incapacidad para la ruptura proviene de nuestra incapacidad para el vacío, para el desierto del tiempo, para la aventura de vivir sin cobertura social, sin visibilidad obscena ni reconocimiento. Hay una clandestinidad imprescindible –que nuestro puritanismo ha sepultado en el autismo privado- sin la cual la vida común y el amor resultan imposibles.

Ignacio Castro Rey es doctor en filosofía y reside en Madrid, donde ejerce de ensayista, crítico y profesor. Siguiendo una línea de sombra que va de Nietzsche a Agamben, de Baudrillard a Sokurov, Castro escribe en distintos medios sobre filosofía, cine, política y arte contemporáneo. Ha pronunciado conferencias en el Estado y en diversas universidades extranjeras. Como gestor cultural ha dirigido cursos en numerosas instituciones, con la publicación posterior de siete volúmenes colectivos. Entre sus libros últimos cabe destacar: Votos de riqueza (Madrid, 2007), Roxe de Sebes (A Coruña, 2011) y La depresión informativa del sujeto (Buenos Aires, 2011), Roxe de sebes (Fronterad, 2016), Ética del desorden (Pretextos, 2017). Acaba de publicar Sociedad y barbarie, un ensayo sobre los límites de la antropología en Marx.