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AcordeónEnsayoCordero negro y halcón gris. Viaje a los Balcanes

Cordero negro y halcón gris. Viaje a los Balcanes

Me incorporé sobre un codo y alzando la voz hacia el otro lado del coche-cama, que tenía la puerta abierta, dije: “Querido, ya sé que te he causado muchas molestias haciéndote coger las vacaciones ahora, y que a ti no te apetecía nada este viaje a Yugoslavia. Pero cuando lleguemos comprenderás por qué era tan importante, y que lo hiciéramos justamente ahora, en Pascua. Tan pronto estemos en Yugoslavia, lo entenderás”.

No hubo respuesta. Mi marido se había dormido. Quizá fuera mejor así. Yo no habría sabido justificar mi certidumbre de que este tren nos llevaba a un país en donde todo era comprensible, cuyo modo de vida era tan sincero que toda perplejidad quedaba excluida. Me tumbé a oscuras, maravillada de que pudiera sentir por Yugoslavia lo que se siente por la patria chica, pues estábamos en 1937 y yo no había visto aquel país hasta 1936. A decir verdad, recordaba muy bien la primera vez que pronuncié la palabra “Yugoslavia”, y eso había sido apenas dos años y medio antes, el 9 de octubre de 1934.

Fue en una clínica particular londinense. Me habían operado según los milagrosos métodos modernos. Una mañana la enfermera entró en mi habitación y me inyectó algo, debo decir que con gran suavidad, e hizo un chiste no demasiado bueno, pero que sirvió para quitar hierro a una situación difícil. Cogí el libro que estaba leyendo y repasé aquel soneto de Joachim du Bellay que empieza así: “Heureux qui, comme Ulysse, a fait un beau voyage”.(1)  Me dije que era uno de los poemas más hermosos jamás escritos, y me volví de costado en la cama pensando aún en ello. Entonces advertí que la luz estaba encendida y que había una enfermera diferente al extremo de la cama. Habían transcurrido doce horas y para mí no había sido más que un instante. Me habían llevado a una habitación de un piso alto desde la que se dominaban los tejados de Londres y me habían abierto aquí y allá por espacio de tres horas y media, y en ese momento estaba un poco soñolienta, aunque en absoluto mareada, medio sumida aún en el placer que me había producido aquel poema, escuchando esa voz de siglos pasados que hablaba con la máxima sobriedad, que es en cierto modo la más pródiga melodía: “Et en quelle saison Revoiray-je le clos de ma pauvre maison, Qui m’est une province, et beaucoup d’avantage?”.(2)

Me habían dicho que sería una operación muy sencilla, pero el inconsciente, que es de lo más tonto, concibe la intervención quirúrgica como si viviéramos en la Edad de Piedra, y lo cierto es que me sentía muy asustada. Me censuré a mí misma por no haberme percatado de que el universo estaba volviéndose benéfico a pasos agigantados. Sin embargo, no era del todo así. La operación me había dejado con la sensación de tener un cargamento de hielo pegado al cuerpo. Así que, para distraerme, hice que me trajeran una radio a la habitación y, por primera vez, me di cuenta de cuán poco interesante podía ser la vida y cuán perversos los apetitos humanos. Después de escuchar numerosos programas de entrevistas y variedades, ya no me habría sorprendido que existieran inquilinos que acordaran con las autoridades municipales llenar los cubos de la basura en vez de vaciarlos. No obstante, a cualquier hora era posible encontrar alguna emisora con buena música, y aprendí a saltar como una trapecista de programa en programa.

Pero una noche pulsé el botón que no debía y encontré una música distinta de la que yo buscaba, la música que está por encima de la tierra, que vive en los nubarrones y retumba en los oídos humanos, ensordeciéndolos a veces sin delatar el derrotero de su línea melódica. El locutor relató que el rey de Yugoslavia había sido asesinado aquella mañana en una calle de Marsella. Habíamos entrado en una nueva fase del auto sacramental que representamos aquí en la Tierra, y yo sabía que podía ser atroz. Esos jirones de conocimiento que nos cubren a todos me dijeron qué potencia extranjera había sido la autora del magnicidio. La guerra parecía inevitable, y así habría sido de no haber ejercido el gobierno yugoslavo un férreo control sobre la población, entonces y después, absteniéndose de la menor provocación contra sus enemigos. Ese autodominio, que constituye uno de los más claros ejemplos del arte de gobernar habidos en la Europa de posguerra, yo no podía preverlo. Así pues, me imaginaba ya viuda y sin hijos, otra muestra de las arcaicas actitudes del inconsciente, pues sabía que en la próxima guerra las mujeres apenas tendríamos que temer el desconsuelo: ataques aéreos previos a una declaración de guerra nos mandarían a todos al otro mundo tan cohesionados como unos huevos revueltos. Es algo que no se me ocurrió entonces, así que llamé a la enfermera y cuando llegó le dije a gritos:

—¡Conecte el teléfono! Debo hablar enseguida con mi marido. Ha ocurrido algo terrible. El rey de Yugoslavia ha sido asesinado.

—Santo Dios –‌exclamó ella–. ¿Le conocía usted?

—No –‌respondí.

—Entonces, ¿por qué le parece tan terrible? –‌inquirió la enfermera.

Su pregunta me hizo recordar que la palabra “idiota” viene de la raíz griega que significa “persona ignorante”. La idiotez es defecto femenino: las mujeres, absortas en sus vidas privadas, siguen su destino a través de una oscuridad tan negra como la que arroja en el cerebro un conjunto de células mal formadas. El defecto masculino, que es la locura, no le anda a la zaga: los hombres están tan obsesionados con los asuntos públicos que ven el mundo como al claro de luna, esa luz que muestra el contorno de los objetos, pero no los detalles indicativos de su naturaleza.

—Verá usted –‌dije–, un asesinato suele traer cola.

—¿De veras? –‌preguntó–. ¡No me diga!

Solté un suspiro, pues, si lo pienso bien, mi vida ha estado puntuada por los magnicidios, por los gritos del vendedor de periódicos que recorre la calle anunciando que alguien ha empleado un arma letal para pasar una nueva página en el libro de la historia. Me recuerdo a los cinco años contemplando a mi madre y a su prima, que de pie muy juntas miraban un periódico abierto sobre la mesa en un círculo de luz de gas, con los pliegues de sus blusas blancas y de sus largas faldas negras absolutamente quietos, como si la consternación las hubiera convertido en estatuas de piedra.

—Ahí tiene el ejemplo de la emperatriz Isabel de Austria –‌dije a la enfermera treinta y seis años después.

—Era muy hermosa, ¿verdad? –‌preguntó ella.

—Una de las mujeres más hermosas que han existido –‌contesté.

—Pero ¿no estaba loca? –‌preguntó.

—Quizá –‌dije–, es posible, pero sólo un poco y ya al final. Era realmente inteligente, eso sí. Antes de cumplir los treinta había dado ya muestras de grandeza.

—¿Y cómo? –‌preguntó ella.

Se lo expliqué, puesto que sé bastante de la historia de los Habsburgo, hasta que vi que la aburría y la dejé marchar; yo me quedé en una oscuridad que modelaba ahora el adorable triángulo del rostro de la emperatriz.

¡Qué gran mujer fue! En los primeros retratos luce la misma expresión de feroz hosquedad que vemos en el joven Napoleón: sabe que en su interior hay un manantial de vida y tiene miedo de que el mundo no lo deje brotar y hacer su fructífero trabajo. En las últimas fotografías tiene una expresión que nunca mostró la cara de Napoleón. El mundo no había dejado brotar aquel manantial y se había vuelto amargo. Pero eso no significa que ella no hubiera tenido éxitos, y de un tipo, a decir verdad, que Napoleón jamás llegó a igualar. A sus dieciséis años, siendo una Wittelsbach que salía de la corte de patanes muniquesa, Isabel se prometió al joven emperador de Austria para convertirse en prisionera gobernante de la corte vienesa, que era el summum de las cortes desde que la Revolución francesa anulara las Tullerías y Versalles. Muchas mujeres no hubieran aguantado el cambio. Pero cinco años después Isabel realizó con Francisco José un viaje por Lombardía y el Véneto que fue en muchos sentidos milagroso. Para empezar, fue un milagro de valentía, porque él y sus oficiales habían suscitado el odio de aquellas provincias con su brutalidad e ineficacia. La joven permanecía con la cabeza alta en teatros donde se hacía un silencio sepulcral cuando llegaba, llenos de gente vestida de luto a modo de insulto hacia ella, y paseaba imperturbable por calles que se vaciaban a su paso como si fuera una plaga. Pero cada vez que se encontraba cara a cara con algún italiano se le ocurrían las palabras y gestos adecuados para desvelar su verdadera naturaleza: “Mire, yo soy la emperatriz, pero no soy mala. Perdónennos a mí, a mi esposo y a Austria por el daño que les hemos causado, amémonos los unos a los otros y trabajemos juntos por la paz”.

Fue en vano, por cierto. Sus éxitos quedaron inmediatamente empañados por los arrestos y las palizas de las fuerzas imperiales. Era inevitable que aquellas dos provincias quedaran asimiladas al nuevo reino de Italia. Pero la dulzura de Isabel no había sido una cosa automática, ella pensaba como emperatriz y como liberal. Sabía que Austria y Hungría estaban unidas por un vínculo auténtico, y que ese vínculo amenazaba con romperse por una mala administración. Así, al año siguiente viajó por toda Hungría, lo cual fue también un acto de coraje, teniendo en cuenta que era un país tan desafecto como Lombardía y el Véneto, y después aprendió húngaro (una lengua muy difícil), cultivó la amistad de húngaros muy importantes y se informó sobre cuáles eran las concesiones que deseaba el país. Sus planes quedaron en suspenso al separarse de Francisco José y dedicarse a viajar durante cinco años. Pero a raíz de la derrota de Austria en 1886 a manos de los prusianos, Isabel volvió para consolar a su esposo, induciéndole después a crear la monarquía dual y conceder la autonomía a Hungría. Fue gracias a este recurso que el Imperio austro-húngaro pudo llegar vivo al siglo xx, y tanto la idea como el motor fueron de Isabel. A eso se llamaba arte de gobernar. Nada de lo que hizo Napoleón llegó a durar tanto ni se consiguió con tanta nobleza.

Isabel hubiera debido poner remedio a los otros males que estaban gangrenando el Imperio. Debería haber resuelto el problema de las poblaciones eslavas bajo autoridad de los Habsburgo. Los eslavos eran un pueblo pendenciero, valeroso, artista, intelectual y profundamente desconcertante para los otros pueblos; llegaron de Asia a la península de los Balcanes a principios de la era cristiana y fueron cristianizados por influencia bizantina. Después fundaron en Bulgaria, Serbia y Bosnia reinos tan belicosos y magníficos como prometedores, pero fueron derrocados cuando los turcos invadieron Europa en el siglo xiv y convertidos todos en esclavos con la salvedad de los eslavos del límite occidental de la península. Éstos vivían bajo la custodia de las grandes potencias, de Venecia, Austria y Hungría, lo cual era un dudoso privilegio, puesto que se los utilizó como siervos y potencial humano para pararles los pies a los turcos. A la sazón estaban todos bajo el Imperio austro-húngaro, los checos, los croatas, los eslovenos, los eslovacos y los dálmatas; y todos eran oprimidos por igual, en gran parte porque los germano-austriacos sentían un odio instintivo hacia todos los eslavos y los checos en particular, cuya brillante inteligencia y grandes aptitudes los convertían en peligrosos rivales en el mercado de trabajo. Además, Serbia y Bulgaria se habían librado del yugo turco durante el siglo xix y eran estados independientes, y los partidos reaccionarios de Austria y Hungría temían que si la población eslava alcanzaba la libertad no dudaría en unirse a Serbia bajo la protección de Rusia. De ahí que hostigaran a los eslavos mediante todos los castigos sociales y económicos imaginables, que intentaran con especial virulencia acabar con sus lenguas y crearan una creciente inestabilidad interna que llevaba consigo, a todas luces, la raíz de la discordia. Si Isabel hubiera negociado con los eslavos como lo hizo con los húngaros, el Imperio quizá se hubiera salvado y hubiese sido posible evitar la guerra de 1914. Pero una vez cumplidos los treinta ya no volvió a trabajar para la causa imperial.

Ello fue debido a que su matrimonio, que era lo que le permitía su trabajo, dejó de ser tolerable. Por las pruebas de que disponemos, parece probable que Isabel no se reconciliara con esa paradoja que aparece con frecuencia en la vida de mujeres muy femeninas. Ella sabía que hay determinadas virtudes que se consideran deseables en la mujer: belleza, ternura, gracia, pulcritud en la casa, capacidad para traer hijos al mundo y criarlos. Isabel creía poseer algunas de estas virtudes y creía también que su marido la amaba por ello. En efecto, él parecía haberle dado una inmensa prueba de amor al casarse en contra de la voluntad de su madre, la archiduquesa Sofía, e Isabel pensaba que como la quería, la amistad entre ellos se daba por supuesta. En esto no fue muy aguda. Su marido, como otros muchos seres humanos, estaba escindido entre el amor a la vida y el amor a la muerte. Su amor por la vida le hacía amar a Isabel; su amor por la muerte le hacía amar a su abominable madre y darle una autoridad sobre Isabel de la que la archiduquesa abusaba a conciencia.

La archiduquesa Sofía es una figura de trascendencia universal. Era de esas mujeres a quienes los hombres respetan por la sencilla razón de que son letales, y a las que un comité masculino nombraría para el puesto de enfermera jefe. No tenía ninguna de las virtudes antes citadas, y en especial desconocía la ternura. No existe constancia de que alguna vez pronunciara una palabra amable dirigida a la chica de dieciséis años que su hijo había llevado a casa para poder soportar aquella conflictiva grandeza y fue Sofía quien hizo que el arzobispo que presidió la ceremonia de la boda dirigiese a la novia una insultante homilía, forzándola a recordar que era un cero a la izquierda que de un día para otro había alcanzado una posición importantísima. En política era experta en toda clase de insensateces que ofendían muy mucho la instintiva sabiduría de la muchacha. Siempre estaba metiendo el torpe hocico de su estupidez en los cónclaves de Estado, pisoteando todo debate inteligente como la bestia pisotea la hierba junto a una verja, socavando los cimientos del Imperio con su insistencia en que había que acabar con toda oposición. Fue personalmente responsable de algunas persecuciones especialmente crueles: una de sus víctimas fue el filósofo campesino Konrad Deubler. Era también una suripanta de cuidado. No había hecho nada en absoluto para reformar el medievalismo de los palacios austriacos. Isabel llegaba a Viena mediado el siglo xix, pero tanto en el Palacio de Invierno como en el de Verano, en Hofburg y en Schönbrunn, tenía que realizar sus funciones excretorias en un orinal, detrás de un biombo colocado en un pasadizo vigilado por centinelas. La archiduquesa Sofía procuró que su maldad quedara perpetuada cuando decidió arrebatarle los hijos a Isabel, impidiéndole que tuviera parte alguna en su educación. Una de las hijas murió de pequeña estando a su cuidado, atendida por un médico que Isabel consideraba anticuado e incompetente y el desdichado Rudolf, príncipe de la Corona, inquieto, indisciplinado, carente de tacto e insaciable, es un testimonio de la incapacidad de Sofía para ocuparse del desarrollo de la mente de sus nietos.

Después de que Francisco José perdiera a Isabel poniendo por encima de ella a aquel ser inferior y demostrando que el amor no es necesariamente bondadoso, mostró hacia ella infinita generosidad e indulgencia, financiando sus viajes y sus castillos con muy buena disposición y recibiéndola con alegría cuando ella volvía a casa; y parece ser que ella no le guardaba ningún rencor. Fue Isabel quien le presentó a la actriz Katherina Schratt, como quien pone flores en una habitación que considera triste y monótona. Pero debió de odiarle como el más Habsburgo de los Habsburgo, el centro de aquel sistema imbécil, cuando el 13 de enero de 1889 Rudolf fue hallado muerto en su pabellón de caza, en Mayerling, junto al cuerpo de una muchacha de diecisiete años llamada Marie Vetsera. El incidente sigue rodeado de misterio. Marie Vetsera había sido amante de Rudolf durante un año y se ha venido creyendo que decidieron morir los dos juntos porque Francisco José había exigido que se separaran. Pero esto resulta difícil de creer. Marie Vetsera era una chica gorda y corriente, llena de un ardor vulgar estimulado por novelitas francesas indecentes, que la había conducido a tener un romance en Egipto con un oficial inglés; y parece improbable que Rudolf, hombre de muchos amoríos, la hubiera considerado tan valiosa después de un año de poseerla, más teniendo en cuenta que la víspera de su viaje a Mayerling había estado con una actriz con la que mantenía relaciones desde hacía tiempo. Parece mucho más probable que Rudolf se quitara la vida o (lo cual sería posible si hubieran falsificado su nota de despedida) que fuera asesinado como consecuencia de ciertos problemas surgidos de sus opiniones políticas.

De éstas sabemos bastante, pues Rudolf escribió muchos artículos para su publicación anónima en el Neues Wiener Tageblatt y aún más numerosas cartas a su editor, Moritz Szeps, un judío de mucho talento. Esas cartas muestran que era un ferviente liberal y que odiaba el sistema de los Habsburgo. Odiaba el militarismo expansionista de Alemania, auguraba que una alianza germana significaría la destrucción material y espiritual de Austria y veneraba a Francia por su amplia cultura y su tradición democrática. Lo enfurecía el antisemitismo, y escribió uno de sus más enérgicos artículos contra una banda de aristócratas que, tras una orgía etílica, había asaltado el gueto de Praga y reventado las ventanas (la policía los había dejado en libertad sin cargos). Le escandalizaba la corrupción de los bancos y tribunales, así como la falta de integridad entre los altos funcionarios y los políticos, y por encima de todo lo escandalizaba el Imperio austro-húngaro. “Como simple espectador –‌escribió–, tengo curiosidad por saber de qué forma un organismo tan viejo como el Imperio austriaco puede durar tanto sin dislocarse hasta quedar hecho añicos”. Tenía especiales deseos de encarar el problema eslavo, que cada vez se había ido complicando más. Pese a haber rechazado a los turcos, Bosnia y Herzegovina vio escamoteada su libertad por el Tratado de Berlín, que dio al Imperio austro-húngaro el derecho a ocupar y administrar la región. Esto había enfurecido a los eslavos y dado a Serbia motivos de queja, razón por la cual los reaccionarios sostenían que era más necesario que nunca defender los privilegios de Austria-Hungría. Rudolf ya había hecho gala de sus ideas al inicio de su carrera: recién nombrado coronel por Francisco José, había escogido formar parte de un regimiento checo con oficiales de clase media a la sazón estacionado en Praga.

Ocurriera lo que ocurriese en Mayerling, ello sin duda debió de elevar la impaciencia de Isabel para con Viena a la categoría de odio. La situación era de ruina total. No había llegado a conseguir una relación dichosa con su hijo –‌aunque entre ellos existía una fuerte solidaridad intelectual– debido a la alienante y temprana influencia de la archiduquesa Sofía, y los Habsburgo habían malogrado lo que a Isabel no le habían dejado salvar. Rudolf se había visto forzado por motivos dinásticos a casarse con una tediosa princesa belga, una criatura avinagrada de cabello rubio y de ojos pequeños, cuyas opiniones conservadoras eran las que uno esperaría de un viejo miembro del Carlton Club. Era literalmente una niña; en el momento de la boda no había mostrado aún las señales de la feminidad. Debido a un desliz en la enormemente complicada maquinaria interna de los Habsburgo, ella y su joven prometido, que sólo contaba veintidós años, habían sido enviados de luna de miel a un remoto y destartalado castillo que no disponía de servidumbre. El matrimonio que con tan mal pie empezaba fue de mal en peor y marido y mujer desempeñaron por turnos el papel de torturador y torturado. Pero fue la situación de los Habsburgo, no sólo los males específicos que esa herencia acarreó a Rudolf, lo que lo perdió. Los chambelanes se entrometían, los espías no paraban de anotar cosas, la policía abusaba e incordiaba, todo el mundo sabía dónde estaba cada cuál a cualquier hora del día. Francisco José se levantaba a las cuatro de la madrugada y trabajaba en asuntos oficiales durante doce o catorce horas y ni un solo minuto lo dedicó a corregir los males que estaban socavando los cimientos del Imperio. Rudolf, como seguramente habría hecho todo miembro inteligente de la familia, trató de poner remedio a ese estado de cosas. Ora concibió algún plan demasiado ambicioso y al ser descubierto se suicidó o lo mataron, ora el desánimo lo llevó a emborracharse de brandy hasta el extremo de morir por una rolliza marimacho de diecisiete años. A su muerte el Imperio austro-húngaro se quedó sin un heredero directo o satisfactorio.

Isabel duró nueve años más, sumida en una existencia tan triste como la de cualquier otro desempleado. Al final, quizá como castigo por haber dado la espalda al problema eslavo (la clave de la Europa oriental), un problema occidental acabó con ella. El periódico que mi madre y su prima habían desplegado bajo la luz de gas se equivocaba al decir que el hombre que la mató, Luccheni, estaba loco. Es cierto que dijo haber matado a la emperatriz porque había jurado acabar con la vida del primer miembro de la realeza que se le pusiera por delante, y que había ido a Évian para apuñalar al duque de Orléans pero que, no habiéndolo conseguido, había vuelto a Ginebra para matar a Isabel; parece en efecto la confesión de un loco, pues en absoluto la muerte de estos dos personajes podía acarrear el menor beneficio. Y sin embargo el tal Luccheni no era un loco. Muchas personas son incapaces de manifestar lo que sienten porque su entorno no les ha proporcionado el vocabulario adecuado y sus aparentemente insensatas observaciones pueden estar inspiradas en una conciencia perfectamente cuerda de los hechos reales.

Hay una fase de la historia antigua que jamás debería olvidar todo aquel que desee comprender a sus semejantes. En África, durante el siglo iv, un gran número de cristianos se sumó al cisma de los donatistas, que sostenían que sólo eran válidos los sacramentos administrados por un sacerdote virtuoso, y que muchos sacerdotes de la época habían demostrado serlo muy poco con su actitud cobarde durante las persecuciones de Diocleciano. Deliraban: según la Iglesia, Cristo es el verdadero dispensador de los sacramentos, por lo tanto es inconcebible que la relación instituida por él entre los fieles y su mediador pueda quedar invalidada por la personalidad de este último; y en muchos casos lo que se contaba eran simples habladurías. Pero que deliraran no significa que estuvieran locos. Emitían el único ruido que conocían a fin de expresar el sufrimiento que les había acarreado el colapso económico del Imperio romano de Occidente. Puesto que no había literatura económica, no existía un vocabulario adecuado a sus desdichas, así que empleaban el vocabulario que la Iglesia les había dado y bramaban tonterías sobre los sacramentos porque presentían sensatamente la extinción del Imperio romano de Occidente, y la de ellos con él.

cLo mismo pasaba con Luccheni. Su insensata acción deriva de su forma de entender lo que es quizá la desgracia más real de nuestra era. Luccheni era un italiano nacido en París de padres obligados a emigrar por su pobreza y convertidos en una clase criminal extranjera: es decir, pertenecía a una población urbana para la que las formas existentes de gobierno no habían previsto nada, que vagaba a menudo sin trabajo y siempre sin tradiciones, incapaz de controlar su destino. No es de extrañar que Luccheni manifestara su descontento asesinando a Isabel, pues Viena era el arquetipo de la gran ciudad que genera ese tipo de población. Todo su lujo era financiado por una clase campesina tan despiadadamente exprimida que estaba dispuesta a mandar a sus hijos a las fábricas y a sus hijas al servicio doméstico sin poner condiciones. Los mendigos de Viena, que, según suponen los inocentes, inundaron sus calles a raíz del Tratado de San Germano, descienden de un ejército tan antiguo como el siglo xix. Luccheni dijo con su estilete al símbolo del poder: “Eh, ¿qué vas a hacer conmigo?”. Él no sugirió nada, pero no se le puede culpar por ello. Era la esencia misma de su rencor contra la sociedad lo que lo había incapacitado para hacer sugerencias, para formar pensamientos o diseñar actos que no fueran los más violentos. Vivió muchos años en la cárcel, casi hasta que otros como él encontraron un vocabulario y un nombre propios para asombrar al mundo con la gran farsa del fascismo.

Así pues, Isabel murió. Con terrible facilidad. Los corsés habían deformado y entumecido su hermoso cuerpo durante toda su vida, pero no la protegieron del estilete asesino. El filo le traspasó el corazón. Aun así, su rango imperial, que la había aislado de cualquier logro intelectual y emocional, pero había dado paso libre a la tristeza, no la dejaría en paz después de su muerte. Isabel había expresado en su testamento el solemne deseo de ser enterrada en la isla de Corfú, a pesar de lo cual Francisco José la hizo sepultar en el panteón de los Habsburgo en la iglesia vienesa de los Capuchinos, la decimoquinta en la fila de emperatrices. Los Habsburgo no se limitaban al campo de los vivos en el ejercicio de su pasión por impedir que la gente hiciera lo que le gustaba. Rudolf también pidió que no lo enterrasen entre sus antepasados, pero no lo consiguió; el propio primer ministro, el conde Taaffe, fue a ver a la madre de Marie Vetsera para pedirle que no rezara ante la tumba de su hija, y recibió numerosos informes policiales sobre la negativa de la señora a abandonar esa práctica, inocente incluso ante la corte, puesto que todo Viena sabía ya cómo había muerto Marie. Este tipo de cosas sabía manejarlas bien la policía secreta austriaca. En asuntos más importantes, como el de mantener a la realeza con vida, no tuvo tanto éxito.

Austria se convirtió en un lugar tranquilo a ojos de Occidente. Proust ha apuntado que si uno realiza un acto cualquiera, por más banal que éste pueda ser, durante el tiempo suficiente, ese acto se vuelve “maravilloso”: un simple paseo por una calle de pueblo es “maravilloso” si quien lo da es una viejecita de ochenta años que se dedica a ello cada domingo. Francisco José venía levantándose desde hacía tanto tiempo a las cuatro de la madrugada y trabajando de doce a catorce horas en sus documentos oficiales, que acabó siendo reconocido como uno de los más “maravillosos” soberanos, casi tan “maravilloso” como la reina Victoria, aunque con los años no había mostrado el menor síntoma de perder la terquedad y la falta de imaginación que le hacían considerar un deber propio mantener la corte como un depósito de cadáveres de la etiqueta y el Imperio como un macrocefálico anacronismo. Estaba totalmente convencido de recibir la aclamación universal incluso después de muerto, pues es costumbre de la gente, siempre que un viejo administra mal sus asuntos de forma que todo se viene abajo cuando muere, decir: “¡Oh, Fulano de Tal era una maravilla! Todo fue bien mientras vivió, ¡y mira ahora lo que nos ha dejado!”. Era cierto que en su corte ya se estaba gestando el desastre que nos consumiría a todos, pero es algo que la opinión pública inglesa no supo ver, en buena parte porque antes de la guerra sólo iban a Austria nuestras clases altas, que como las de cualquier país solamente se fijan en los caballos, y los caballos austriacos eran excelentes.

La siguiente vez que se encendió la luz roja de la violencia pareció una cosa sin importancia, un horror irrelevante. El 11 de junio de 1903 (yo cumplía diez años ese día) Alejandro Obrenović, rey de Serbia, y su esposa Draga fueron asesinados en su palacio de Belgrado y sus cuerpos desnudos arrojados al jardín desde su alcoba. Los dos hermanos de la reina y dos ministros fueron asesinados también. Todo fue obra de varios oficiales del ejército, ninguno de los cuales era conocido entonces fuera de Serbia, y las víctimas principales carecían de interés. Alejandro era un joven bastante fofo que usaba quevedos y gustaba de ejercitarse torpemente en el absolutismo, mientras que su esposa, que curiosamente pertenecía al mismo tipo que Marie Vetsera aunque de joven había sido mucho más bonita, contaba, al parecer, con las desventajas que suponía la mala fama de tener una familia ambiciosa y ser sospechosa de haber intentado colar un hijo que no era suyo como heredero del trono. No hay duda de que los serbios sentían gran aprensión hacia estas personas, pues no en vano se habían liberado de los turcos menos de cien años antes y sabían que su independencia estaba constantemente amenazada por las grandes potencias. Si el crimen quedó grabado en mi mente fue por sus visos de pesadilla. Los conspiradores reventaron la puerta de palacio con un cartucho de dinamita que dejó aquél sin luz, acto seguido irrumpieron blasfemando en la oscuridad y se lanzaron a un frenesí de crueldad y terror. El rey y la reina estuvieron ocultos en un armario secreto durante dos horas, oyendo que los atacantes se acercaban –‌caliente–, se alejaban –‌frío–, volvían a acercarse –‌caliente, muy caliente–. Aquel rey blandengue resultó duro de pelar: al lanzarlo por el balcón lo creían doblemente muerto por las balas y los sablazos, pero su mano derecha se aferró a la barandilla y hubo que cortarle los dedos para que cayera al suelo, donde su mano izquierda se aferró a la hierba. Aunque era el mes de junio, la lluvia mojó los cuerpos desnudos de los monarcas a primera hora de la mañana. Europa entera se sintió asqueada. Eduardo VII retiró a su embajador y otro tanto hicieron las grandes potencias.

Aquel atentado era una imagen borrosa impregnada de horror en la trastienda de mi memoria: un antiguo cartel con noticias policiales o la primera plana de un viejo diario sensacionalista. Pero ahora me doy cuenta de que cuando Alejandro y Draga cayeron de aquel balcón todo el mundo moderno cayó con ellos. Ese mundo tardó un poco en llegar al suelo y partirse el espinazo, pero su declive empezó justo entonces. No estamos en un universo estrictamente moral y no es cierto que sea inútil matar a un tirano porque otro peor ocupará su lugar. Nadie lo ha refutado con más efectividad que el sucesor de Alejandro Obrenović. Pedro Karagjorgjević subió al trono con todas las desventajas posibles. Era casi sesentón y no pisaba su país desde que había partido al exilio a los catorce años de edad; había sido educado en Ginebra bajo la influencia del liberalismo suizo y más tarde había alcanzado el grado de oficial en el ejército francés; carecía de experiencia política, era un hombre de personalidad modesta y reservada y modales sencillos y en Ginebra se había sentido como en casa, dedicado a intereses más o menos librescos y a supervisar la educación de sus tres hijos, huérfanos de madre. Parece cierto que, aunque había manifestado a los conjurados su disposición a aceptar el trono de Serbia si Alejandro lo dejaba vacante, ignoraba que ellos se hubieran propuesto algo más que forzar una abdicación; al fin y al cabo, el autor favorito de Karagjorgjević era John Stuart Mill. Su creencia en el carácter sagrado de la dinastía lo llevó de vuelta a Belgrado, pero no habría sido arriesgado apostar que para conservar el trono iba a necesitar todo el apoyo que pudiera conseguir. En torno a él se apiñaban los conspiradores de cuyo crimen él abjuraba, pero no estaba en situación de despacharlos, porque entre ellos se contaban varios de los hombres más capacitados y cívicos de Serbia; y con todos aquellos críticos feroces a su alrededor, perfectamente capaces de repetir lo que habían hecho con el rey anterior, Pedro Karagjorgjević tenía que mantener el orden en un país en expansión, aquejado de innumerables problemas internos y externos.

No obstante, Pedro Karagjorgjević fue un gran rey. Con calma y sobriedad demostró ser uno de los mejores estadistas liberales de toda Europa, y después, en las guerras que expulsaron a los turcos de Macedonia y de la Antigua Serbia, demostró ser un gran soldado. Europa no tuvo nunca peor suerte. Austria, con mucho más territorio del que podía administrar cabalmente, quería aún más y había creado su política de Drang nach Osten, “apresurarse hacia el Este”. El nuevo y formidable estado militar de Serbia se interponía en su camino y podía incluso aliarse con Rusia para atacar a Austria. Además, los pueblos eslavos del Imperio estaban muy descontentos porque a los serbios libres les iba muy bien, y los germano-austriacos los odiaban más que nunca. La situación se había complicado mucho desde los tiempos de Rudolf, puesto que el Imperio había ultrajado a los eslavos al dejar de simular que Bosnia y Herzegovina eran provincias que ocupaba y administraba sin más, al anexionárselas formalmente. Esto hizo que muchos eslavos apelaran a Serbia, que, como era lógico en un país joven, respondió a veces con jactancia.

La situación se complicó aún más debido al carácter del hombre que había sucedido a Rudolf como heredero de la Corona imperial, el archiduque Francisco Fernando de Este. Este mohíno y antipático individuo había molestado a todos con sus propuestas –redactadas y expresadas sin la más mínima traza de buen hacer político–, de convertir el Imperio en una monarquía tripartita, agrupando a los eslavos en un reino independiente. Los reaccionarios opinaban que eso no era sino una expresión de su hostilidad para con el emperador y su conservadurismo; los eslavos no se dejaron engañar y declararon que preferían ser libres, como Serbia. La reacción de Austria ante esta nueva situación fue de un miedo exagerado. El jefe del Estado Mayor General, Conrad von Hötzendorf, hablaba en nombre de muchos compatriotas suyos y de la mayoría de su clase cuando insistía en que había que declarar a Serbia una guerra preventiva antes de que tuviera más capacidad de autodefensa. No hubiera pensado lo mismo si Alejandro Obrenović no hubiera sido asesinado dando paso a un rey que había sabido construir una Serbia fuerte y ordenada.

Pero el 28 de junio de 1914 el gobierno austro-húngaro permitió que Francisco Fernando viajara a Bosnia en su calidad de inspector general del Ejército para dirigir unas maniobras en la frontera con Serbia. Era extraño que él deseara hacer esto y que ellos se lo permitieran, ya que ese es el día de San Vito, aniversario de la batalla de Kosovo, en 1389, cuando la derrota de los serbios a manos de los turcos supuso quinientos años de esclavitud. Aquella derrota había sido borrada en la guerra de los Balcanes con la reconquista de Kosovo y era una falta de tacto recordarles a los serbios que una parte de su pueblo seguía esclavizada por una potencia extranjera. Pero Francisco Fernando se salió con la suya y visitó Sarajevo, la capital bosnia, donde la policía le dio una protección del todo insuficiente, aunque había sido advertida de que la vida del archiduque corría peligro. Un serbo-bosnio de nombre Princip, muy disconforme con el desgobierno austro-húngaro, pudo dispararle sin dificultad mientras Francisco Fernando pasaba por la calle, matando accidentalmente también a su esposa. Téngase en cuenta que Princip no era un simple ciudadano de Serbia, sino un auténtico serbio. Los croatas son miembros católicos, y los serbios miembros ortodoxos, de un pueblo eslavo que está ampliamente distribuido al sur del Danubio, entre el Adriático y Bulgaria, y al norte de las montañas de Grecia. Un ciudadano de Serbia es un súbdito de este reino y podría ser croata del mismo modo que un croata de nacimiento habitante de la antigua provincia austriaca de Croacia podría ser serbio. Pero Princip había venido de Belgrado con su pistola, y aunque el arma no se la había proporcionado un gobierno sino un particular, el Imperio austro-húngaro utilizó esta excusa para declarar la guerra a Serbia. Otras potencias tomaron partido y así empezó la Gran Guerra.

Del asesinato no recuerdo nada en absoluto. Si de la muerte de Isabel conservo todos los detalles, la matanza de Belgrado es una imagen borrosa en mi memoria, pues no recuerdo haber leído nada sobre el atentado de Sarajevo ni oído a nadie hablar de él. Por entonces yo estaba muy ocupada siendo una idiota, una persona particular, y con eso tenía bastante. Pero mi idiotez fue como aquella anestesia. Durante el periodo en blanco que me proporcionó, abrieron mi cuerpo de arriba abajo y no sentí nada, pero la anestesia no pudo anular las consecuencias. El dolor apareció después.

Así, aquella noche de 1934, me quedé tumbada en la cama mirando con temor el aparato de radio –‌que no añadió nada de importancia– y después hablé por teléfono con mi marido, como cualquiera que sea feliz en su matrimonio hace en momentos de crisis, planteándole preguntas que ni él ni nadie podía responder y consolándome con lo que me decía. Yo estaba realmente asustada, pues todas aquellas muertes anteriores me habían traído la adversidad o la habían presagiado. Si Rudolf no hubiera muerto quizás habría resuelto el problema eslavo del Imperio austro-húngaro y limitado sus ambiciones imperialistas, y tal vez no habría habido guerra. Si Alejandro Obrenović no hubiera sido asesinado, Serbia no habría llegado a ser tan fuerte como para provocar la envidia y el temor del Imperio, y tal vez no habría habido guerra. El asesinato de Francisco Fernando era la guerra misma. Y la muerte de Isabel me había mostrado lo que habría de ser el azote del mundo tras la guerra, Luccheni, el fascismo, el dominio de las clases desposeídas que reclaman sus derechos y no los conciben salvo en términos de huera violencia, de asesinar, tomar y reprimir.

Y ahora había otro asesinato. De nuevo sucedía en el sudeste de Europa, allí donde se habían producido las otras muertes. Eso me parecía extraño en 1934, porque la guerra parecía haber resuelto satisfactoriamente el problema eslavo. Checos y eslovacos tenían su pacífico Estado democrático, que estaba funcionando bien exceptuando las quejas de los alemanes de los Sudetes, que bajo los Habsburgo habían disfrutado de muchos privilegios a expensas de sus vecinos eslavos. Los eslovenos, los croatas, los dálmatas y los montenegrinos estaban ahora unidos en el reino de los eslavos del sur, que es lo que significa Yugoslavia; y aunque eslovenos, croatas y dálmatas estaban espiritualmente separados de los serbios por su catolicismo, y los montenegrinos suspiraban por su independencia perdida, el Estado parecía haber encontrado un equilibrio propio. Pero hete aquí otro asesinato, otro aviso de que el hombre iba a entregarse al dolor, iba a servir a la muerte y no a la vida.

Pocos días después mi marido me dijo que había visto un noticiario donde se mostraba con todo lujo de detalles la muerte del rey de Yugoslavia, y tan pronto pude abandonar la clínica fui a verlo. Hube de acudir a una sala privada de proyección, pues para entonces lo habían retirado de los cines normales; aproveché la oportunidad para que me lo pasaran varias veces mientras yo lo observaba atentamente, como una anciana leería las hojas de té en una taza. Primero aparecía el barco de guerra yugoslavo entrando pausadamente en el puerto de Marsella, que conozco muy bien. Detrás del barco había aquel gran puente suspendido que siempre me preocupó, porque me recuerda que en esta mecanizada era soy tan incapaz de comprender mi entorno como cualquier mujer primitiva que cree que una cascada está habitada por espíritus, y mi ineptitud es todavía mayor, pues la opinión de esa mujer podría ser correcta desde un punto de vista poético. Sé lo suficiente para comprender que el puente no puede haber sido tejido por una enorme araña de acero, pero ninguna otra explicación me parece tan plausible, aparte de que desconozco por completo su uso. Pero al hombre que baja por la pasarela del buque y viaja en la gabarra hasta el muelle sí le comprendo, ya que es algo que no es nuevo. La gente siempre ha sabido lo que es un líder y de vez en cuando aparece un hombre que encarna esa idea.

Su cara está demasiado chupada por la enfermedad como para aparecer tranquila o hasta hermosa, aunque de todos modos habría sugerido una lacónica pedantería, nada natural en un hombre de poco más de cuarenta años. Pero da la impresión de ser una persona notable, lo que no significa que sea un hombre bueno o sabio, sino que tiene esa calidad histórica que es fruto de una gran concentración en un tema importante. Lo que está pensando es algo noble, a juzgar por el homenaje que rinde a sus pensamientos con la mirada y embarga todo su ser. Sin embargo, no es que se aísle en su mundo interior cuando el mundo real deja de interesarle, sino que se presta a advertir lo que le rodea sólo cuando por un momento se interrumpe la comunión con su propia intimidad. Pero no está ensimismado, en realidad es consciente de la importancia que tiene el encuentro entre Francia y Yugoslavia. En efecto, aporta a ese evento oficial una ingenua seriedad. Cuando monsieur Barthou, el ministro de Exteriores francés, va a saludarle, es como si un alegre sacerdote, satisfecho de su hábito, estuviera ante el altar junto a un seglar atormentado y místico. A veces, incluso, muestra mediante un movimiento de la cabeza, una dilatación de las ventanas de la nariz, que cierto aspecto de la ceremonia le ha complacido.

En todas sus reacciones hay esa brusca rapidez propia de una prolongada vigilancia. Era natural. Había sido soldado desde muy joven, y a partir de la Gran Guerra se había visto amenazado de muerte desde dentro, por la tuberculosis, y desde fuera –‌por el asesinato a manos de croatas o macedonios que deseaban la independencia en vez de una unión con Serbia–. Pero no es el miedo lo que le preocupa, sino, sin duda alguna, Yugoslavia. Da la impresión de ser uno de esos hombres que afirman gobernar por derecho divino, ya sean reyes o presidentes, porque su mente protege a sus respectivas naciones como un firmamento que todo lo abarca. Cuando vemos al presidente Roosevelt no nos cabe duda de que está pensando en América, y aunque a veces sus pensamientos sean blandos y deslavazados, nunca se apartan del servicio a su país. Quienes vieron a Lenin afirman que siempre estaba pensando en Rusia, incluso cuando sus pensamientos eran duros y rigurosos, su objeto era siempre el mismo. Esa forma de devoción la veíamos en nuestro rey Jorge V.

Ahora el rey Alejandro recorre las familiares calles, curiosamente desprotegido, en un coche curiosamente anticuado. En su intento de hacer aparecer flexible su mano tiesa, en un destello irreprimible de sus cautelosos ojos negros, se nota que acepta los vítores de la muchedumbre con una seriedad infantil. Y eso es conmovedor, como la muchacha que cree a pie juntillas en los cumplidos que se le hacen en un baile. Pero luego la preocupación vela su frente y seca sus labios. Está pensando otra vez en Yugoslavia con la nostalgia del autor que se ha visto interrumpido en la redacción de su nuevo libro. Podría estar pensando: Heureux qui, comme Ulysse, a fait un beau voyage…”. Pero entonces la cámara deja de enfocarle. La banda sonora registra un cambio, una oleada de asombro en la voz colectiva de la muchedumbre. Vemos a un hombre saltando al estribo del coche, a un soldado blandiendo su espada, un revólver en la mano de otro soldado, un sombrero de paja descansando en el suelo, gente que salta arriba y abajo, una y otra vez, aplastando algo con los brazos, pisoteando algo con los pies, hasta que vemos en el suelo algo así como una pulpa cubierta de prendas de vestir. Un muchacho con jersey trata de esquivar a los que los dispersan, sin que el miedo asome a su rostro, aunque su cuerpo expresa la más aguda fase del miedo por la manera cautelosa en que se mueve. Una toma de la calle entera muestra la huida precipitada de la gente, dispersada como por una tangible ráfaga de muerte.

La cámara vuelve al coche y vemos al rey. Yace de espaldas en el asiento y está como yo estaba después de la anestesia. No sabe qué ha pasado, parece estar sumido en el placer de su propia nostalgia. Podría estar preguntándose: “Et en quelle saison Revoiray-je le clos de ma pauvre maison, Qui m’est une province, et beaucoup d’avantage?”. No cabe duda de que está moribundo, porque es objeto de una manifestación que no ocurriría a menos que la presencia de la muerte hubiera sacado a los vivos de su reserva. Innumerables manos lo acarician. Manos que surgen de todas partes, de la trasera del coche, de los costados, por las ventanas, para acariciar al rey que se muere, manos de una bondad suprema. Y mucho más bondadosas de lo que pueden serlo las caras: las caras siempre se muestran atribuladas por su intrínseca conexión con la mente, pero esas manos expresan la venial simpatía de la carne viva por la carne que va a morir, la pura base física de la piedad. Son manos de hombres, pero se mueven con la ternura de unas manos femeninas acariciando a un infante, rozan su mejilla como si la estuvieran lavando con cariño. De pronto, la nostalgia abandona al rey. Su pedantería se relaja. Está en paz, no necesita precaverse ya de la muerte.

Entonces la cámara muestra a un funcionario que corre como un loco por la calle con sombrero de copa y levita, haciendo una demostración de lo ridículos que son los hombres de mediana edad, con esas caras hinchadas y ansiosas y esas barrigas protuberantes apropiadas para un embarazo, pero que nunca dan a luz. Sería un estupendo final para una película cómica. Luego volvemos a ver el barco de guerra y el puerto, en donde se encuentra el presidente de la República rodeado de muchos hombres, todos los cuales muestran el candoroso fervor del que sólo un hombre hacía gala cuando ese barco llegó a puerto. Ya no hay alegre sacerdote lleno de confianza en su dominio de los sagrados misterios: Barthou había muerto también. Todos estos hombres tienen la misma expresión que el rey a su llegada, como si tras la superficie de las cosas hubiera una realidad que en cualquier momento podría manifestarse como una eucaristía destinada a ser compartida no por individuos sino por naciones. El ataúd con los restos del hombre por cuya mediación este terrible sacramento ha sido dispensado a Francia es subido a bordo y el buque se lo lleva lejos de la gente que, rígida de horror y reverencia, observa formando un corro. Les sorprende que la comunión haya adoptado esta naturaleza, pero el rey de Yugoslavia siempre había pensado que así podía ser.

Nunca acabé de comprender aquel incidente. Sabía, por supuesto, cómo y por qué había tenido lugar el asesinato. Luccheni había hecho progresos. Cuando mató a Isabel, más de cuarenta años atrás, tuvo que hacer las cosas él solo, viajar humildemente por toda Suiza en busca de sus víctimas; sólo contó con un pequeño puñal de doble filo como arma y tuvo que cumplir la sanción. Pero ahora el equivalente de Luccheni es Mussolini y la mejora de sus circunstancias puede medirse por la magnitud de su crimen. En Isabel, el ciudadano inseguro y falto de tradición derribó a un símbolo del poder, pero su moderna contrapartida ha derribado al poder mismo asumiendo y degradando su esencia. La ofensa no consiste en haber depuesto virtualmente a su rey, pues los reyes y presidentes que no pueden conservar su cargo pierden por ello su derecho a reinos y repúblicas. La ofensa consiste en haberse convertido en dictador sin vincularse a ninguna de las obligaciones contractuales que el hombre civilizado ha impuesto a sus gobernantes en todas las fases de la historia y que dan al poder un alma que salvar. Esta cancelación del proceso de gobernar lo convierte en una violencia vana que debe a toda costa excederse a sí misma. A esa clase de bárbaro la larga servidumbre en los barrios bajos le impide saber qué es lo que el hombre hace cuando deja de ser violento, y sólo le permite atisbar oscuramente cierta prosperidad material. Así pues, no concibe otra válvula de escape que la creación de unos servicios sociales que de manera absolutamente artificial extienden esta prosperidad material entre los ciudadanos, en pequeñas dosis que los hacen felices y dependientes; y como segundo recurso, acude a la ejecución de fantasías sobre el tema de la fuerza bruta. Se practica toda forma de coacción sobre cualquier elemento que, dentro del Estado, ofrezca resistencia o incluso sea sospechoso de ser consciente de su diferencia respecto al partido dominante; y todas las criaturas de fuera del Estado son consideradas enemigos dignos de ser odiados e injuriados o, en condiciones ideales, de ser robados y asesinados. Esta agresividad conduce evidentemente a la creación de inmensas fuerzas armadas y, furtivamente, a una incesante experimentación tendente a encontrar para el mundo exterior unos métodos lesivos que no sean los habituales de la guerra convencional.

Esos métodos, cuando con el tiempo Mussolini llegó a desarrollar su política exterior, incluían campamentos en donde croatas y macedonios opuestos a la anexión con Yugoslavia, cuando no simples pícaros, recibían instrucción en el uso de bombas y armas de pequeño calibre. Se los financiaba para que pusieran en práctica dichos conocimientos en incursiones sobre Yugoslavia, que supuestamente eran parte de sus respectivas campañas separatistas. No existe prueba más convincente del mal que han acarreado a nuestra civilización las grandes ciudades y sus secuelas, pues en ningún otro país de la Europa de preguerra se habría encontrado otro ejemplo de una institución creada para enseñar a los ciudadanos de otro Estado a asesinar a sus gobernantes. La existencia de esos campamentos y la necesidad del ser humano de poner en práctica cualquier cosa que ha aprendido explican el asesinato del rey Alejandro sin dar una idea exacta de su vileza. Pues Italia dio instrucciones a Hungría, su satélite, de que siguiera su ejemplo: el resultado fue el famoso campamento de Janka Puszta, en la frontera entre Yugoslavia y Hungría. El honor suele aparecer como una convención muy artificial, pero la vida en todos los niveles de la sociedad en que éste ha sido abandonado sorprende por su tortuosidad. Cuando los italianos enviaron asesinos con la misión de matar al rey, hicieron todo lo posible por dar la impresión de que dichos asesinos procedían de Janka Puszta; incluso convencieron a un asesino macedonio relacionado con el campamento húngaro para que fuera a Marsella, donde fue eliminado a fin de poder exhibir su cadáver como prueba del origen de la conspiración. Da una idea de la inevitable frivolidad de un Estado gobernado por la filosofía fascista que el crimen resultase un fiasco y fuera cometido únicamente a causa de un mostruoso error de cálculo. Mussolini creía que con la muerte del rey el país se vendría abajo y sería presa fácil para un invasor. Pero aunque el descontento de los croatas hubiera sido mil veces mayor de lo que lo fue, seguiría siendo cierto que la gente prefiere matar a los tiranos por sí misma; en realidad el asesinato concitó en Yugoslavia una unidad que el país nunca antes había conocido. Y no hubo guerra; lo que sí hubo fue una fase más en el proceso de impregnar la paz con la depravación propia de la guerra, hasta el punto de que ahora resultan las dos muy difíciles de diferenciar.

Pero el otro protagonista del suceso siguió sumido en el misterio. Cada vez que pasaban el noticiario se advertía con mayor claridad que, al rey, su asesinato no lo había sorprendido. No sólo había sido consciente de ello como posibilidad factual, también lo había imaginado en toda su fuerza. Pero en eso parecía más inteligente que su propia inteligencia. Los hombres de acción suelen enorgullecerse tercamente de sus limitaciones, y lo mismo hacen los inválidos, y su rostro daba a entender que, en su doble condición de enfermo y militar, había combinado los dos defectos. Todo cuanto pude leer sobre su reinado confirmaba esta percepción y lo mostraba como alguien inflexible y torpe. Y sin embargo había en él aquella sabiduría que lo dejó a las puertas de la muerte sustentado por un justo cálculo de lo que es morir, y por conceptos majestuosos como patriotismo y realeza. Sería un enigma si no fuera porque el individuo tiene otros modos de adquirir la sabiduría aparte de su propio bagaje intelectual. Puede asimilarla, como si dijéramos, a través de los poros de su cultura. Quizás esta peculiar sabiduría, que aparecía en pantalla con tanta claridad como la peculiar cordura de Françoise Rosay o el peculiar narcisismo de la Garbo, la sacara el rey de Yugoslavia del reino de Yugoslavia, esto es, de los eslavos del sur.

A ese respecto no podía formarme ninguna opinión, pues nada sabía de los eslavos del sur, y tampoco me había topado con nadie que los conociera. Tenía la ligera idea de que formaban parte del pueblo balcánico, que había desempeñado un curioso papel en la historia de la benevolencia británica antes de la guerra y algún tiempo después. Hasta conseguir su independencia en diversos momentos de los siglos xix y xx, los eslavos del sur habían sido los súbditos cristianos del Imperio otomano, que los había mantenido en la mayor de las miserias por culpa de una administración incompetente y los había enemistado astutamente entre sí de modo que no pudieran organizar una insurrección común. De ahí que cada parte de ese pueblo estuviera acusando perpetuamente de inhumanos a sus vecinos. Los serbios, por ejemplo, se quejaban amargamente de los turcos, pero siempre estaban dispuestos a acusar a griegos, búlgaros, valaquios y albaneses de todos los crímenes habidos y por haber. Ciudadanos ingleses de disposición humanitaria y reformista iban constantemente a la península Balcánica para ver quién trataba mal a quién y, dado que por la naturaleza misma de su fe perfeccionista eran incapaces de aceptar la horrenda hipótesis de que todo el mundo trataba mal a todo el mundo, volvían siempre con la convicción de que su balcánico favorito era inocente, siempre la víctima y nunca el autor de la matanza. La misma clase de persona, amante de las buenas obras y que tradicionalmente suele tener un gato o un loro, ponía a menudo sobre la chimenea la imagen de los albaneses o los búlgaros o los serbios o los griegos macedonios, que tenía toda la fuerza y la insipidez de la fantasía piadosa. Los búlgaros preferidos de los hermanos Buxton y los albaneses pregonados por Miss Durham se parecían mucho al retrato de Samuel niño realizado por sir Joshua Reynolds.

Pero daba la impresión de que los Balcanes habían suministrado a la piedad materiales muy extraños. Oyendo a los amantes de lo balcánico hablar de su Samuel particular cabía pensar en un pintor muy distinto de Reynolds, digamos El Bosco. Los gatos y los loros deben de haberse llevado más de un susto. En 1912 se planteó la polémica, rematadamente impropia de quienes tomaron parte en ella, de si el señor Prochaska, cónsul austriaco en una ciudad llamada Prizren, había sido castrado o no por los serbios. Prochaska, un funcionario inusitadamente concienzudo, fomentó la política antiserbia de su país dejando que se pensara que en efecto lo habían castrado. Miss Durham, nacida en 1863, hija de un miembro del Real Colegio de Cirujanos, una alumna del Bedford College que había expuesto sus obras en el Real Instituto de Pintores en Acuarelas, una mujer cuyo humanitarismo la había llevado a pasar casi toda su vida en los Balcanes y que era profundamente antiserbia, declaró que un grupo de oficiales serbios a los que había conocido en una estación de tren le habían dicho que ellos mismos habían operado a Prochaska. Cabe preguntarse qué hubiera pensado de esto el miembro del Real Colegio de Cirujanos o el personal docente del Bedford College. La controversia fue en aumento hasta que el profesor Seton-Watson, que no tenía favorito entre los pueblos balcánicos, pero sí era muy antiaustriaco, declaró que había tenido acceso a una versión confidencial del propio Prochaska, según la cual quedaba claro que no había existido tal intervención quirúrgica. En ninguna otra circunstancia cabría imaginar a un personaje tan caballeroso y sublime recibiendo comunicaciones que aportaran semejante información. Ninguna otra causa apoyada por los liberales logró cautivarlos en tan gran medida por su violencia implícita. Los conflictos en África y la India nunca llegaron a producir la jungla de panfletos salvajes que surgió tras la visita de los liberales a Turquía bajo los auspicios de Gladstone.

La violencia era lo único que yo asociaba a los Balcanes; lo único que sabía de los eslavos del sur. Ese dato lo sacaba de los recuerdos de mi temprano interés por el liberalismo, de hojas caídas de aquella jungla de panfletos, atados con cordel en los rincones más polvorientos de las traperías, y más adelante de los prejuicios franceses, que usaban la palabra “balcánico” a modo de insulto, dando a entender que alguien era de mala calaña… Estando en París, en vela por culpa de la vida muy poco privada de mis vecinos, había oído tres sonoros bofetones y la voz de una mujer sollozando, “¡balcánico, balcánico!”. Otra vez, en Niza, comiendo langosta en un pequeño restaurante cerca del puerto, sonaron unos disparos, un marino salió a trompicones del bar de al lado y la propietaria detrás de él, gritándole “¡balcánico!, ¡balcánico!”. El tipo había vaciado su revólver contra el espejo de la barra. Y ahora tenía ante mí la inmensa nobleza del rey en aquel noticiario, un rey que era sin duda “balcánico-balcánico”, pero que aceptaba la violencia con una comprensión imaginativa, que es exactamente lo opuesto a ella, pues la absorbe en la experiencia que la violencia pretende destruir. Pero debía yo de estar muy equivocada al aceptar la leyenda popular respecto a los balcánicos, pues si tan violentos hubieran sido los eslavos del sur no los habrían odiado primero los austriacos, que veneraban la violencia en su forma imperialista, y luego los fascistas, que la veneran en su forma totalitaria. Mas era del todo imposible pensar en los balcánicos como gente apacible y mansa, pues no en vano Alejandro y Draga Obrenović y Francisco Fernando y su esposa habían muerto de forma nada natural. Hube de admitir que yo, sencillamente, no sabía nada en absoluto del extremo sudoriental de Europa; y puesto que de allí emana una sucesión de acontecimientos que son fuente de peligro para mí, que representaron durante cuatro años un riesgo para mi seguridad y me privaron para siempre de muchas ventajas, es como decir que no sé nada de mi propio destino.

Y eso es una calamidad. Pascal escribió: “El hombre es como un junco, la cosa más frágil de la naturaleza; pero es un junco pensante. El universo no necesita armarse para aplastarlo. Basta el vapor, una gota de agua, para matarlo. Pero si el universo quisiera aplastarlo, el hombre seguiría siendo más noble que aquello que lo mata, porque él sabe que muere y conoce la ventaja que el universo tiene sobre él; el universo nada sabe de esto”. Con estas palabras Pascal escribe la única receta posible para una humanidad selecta. Debemos aprender a conocer la ventaja que el universo tiene sobre nosotros y que en mi caso parece radicar en la península Balcánica. Quedaba a sólo dos o tres días de distancia, pero yo no me había tomado nunca la molestia de hacer aquel corto viaje que tal vez podía explicarme cómo voy a morir y por qué. Mientras yo me asombraba de lo que puede hacer la inercia, me pidieron que fuera a Yugoslavia para dar unas charlas en diversas universidades y clubes ingleses, cosa que hice en la primavera de 1936.

La mala suerte quiso que al término de mi viaje, mientras pasaba unos días en Grecia, me picara un mosquito y pillara el dengue, enfermedad también conocida, y no en vano, como la fiebre quebrantahuesos. De regreso hube de descansar en una kurhaus a las afueras de Viena, y tan enferma me vieron que mi marido vino para llevarme a casa. Me encontró llorando en mi habitación, aunque Viena es una ciudad gobernada por las flores y, como estábamos en mayo, las lilas blancas y moradas se apiñaban en las calles como espectadores en una procesión, y las ramas de los castaños llegaban a las habitaciones superiores. Me dejaban estar a la intemperie, pero sentada en una silla. Tenía el regazo lleno de vestidos de hilo burdo. Se los fui enseñando a mi marido uno por uno, diciendo: “¡Mira lo que han hecho!”. Eran ropas que yo había comprado a campesinos macedonios y el médico austriaco que me atendía me ordenó que las hiciera desinfectar, pese a que estaban perfectamente limpias. Pero la enfermera que se las llevó había olvidado lo que había que hacer con esas ropas y, en vez de ponerlas bajo la lámpara, las había entregado a la lavandera, que a su vez las había tenido largo tiempo en remojo. Se habían echado a perder. Tintes de veinte años se habían corrido y ahora deshonraban la buena textura de la tela; pespuntes que habían formado un diseño austero y bien definido eran ahora sórdidas manchas. Aunque hubiera podido volver de inmediato y comprar otros vestidos, cosa que, débil como estaba, quería hacer, llevaría sobre mi conciencia no haber protegido y preservado como un testimonio la obra de aquellas mujeres, que formaba parte de lo que el rey había sabido mientras agonizaba.

—No me tomes por una tonta –‌le dije a mi marido–; tú no puedes entender por qué considero importantes estos vestidos; no has estado allí.

—¿Tan bonito es aquello? –‌preguntó él.

—Más de lo que te imaginas –‌respondí.

—Pero ¿cómo es? –‌insistió.

No conseguí explicárselo con claridad. Le dije:

—Mira, allí está todo. Excepto lo que tenemos nosotros, aunque esto parece muy poco.

—¿Te refieres a que los ingleses tenemos muy poco –‌preguntó él– o a Occidente en general?

—A Occidente en general –‌dije–, incluida Viena.

Contempló entre los castaños las casas barrocas de color mantequilla y se rió.

—Beethoven, Mozart y Schubert escribieron mucha música en esta ciudad –‌dijo.

—Sí, pero ninguno de ellos fue feliz –‌objeté.

—En Yugoslavia todo el mundo es feliz –‌sugirió sonriente mi marido.

—No, no –‌repuse–, en absoluto, pero…

Lo que quería decirle, sin embargo, no se podía decir, porque era algo múltiple y en nada parecido a lo que uno acostumbra a comunicar mediante palabras. Proseguí algo torpemente:

—Mira, en Occidente no somos tan ricos como pensamos. O, mejor dicho, hay cosas que nosotros no tenemos y que la gente de los Balcanes tiene en cantidad. Los miras y te parece que no tienen nada. Pero si los imbéciles de aquí no hubieran echado a perder este dechado, verías que quien hizo estos vestidos tenía más que nosotros.

Había visto el lago azul de Ohrid, las mezquitas de Sarajevo, la ciudad amurallada de Korčula, y había vislumbrado la posibilidad de no encontrar palabras para expresar lo que quería decir porque tal vez no fuera verdad. Nunca estoy segura de la realidad de lo que veo si sólo lo he visto una vez; sé que hasta que no ha establecido firmemente su existencia objetiva impresionando mis sentidos y mi memoria, soy capaz de arrumbarla como un sueño privado. Presa del pánico, dije:

—He de volver a Yugoslavia, dentro de un año, en primavera, por Pascua.

 

Este texto corresponde al inicio del primero de los dos volúmenes de la edición de Cordero negro y halcón gris que, con traducción de Luis Murillo Fort, publica Reino de Redonda, editorial fundada por Javier Marías.

 

Notas:

. Feliz aquel que, como Ulises, ha hecho un buen viaje. (N. del t.)

. ¿Y en qué estación volveré a ver el cercado de mi pobre casa, que se me hace una provincia, y mucho más todavía? (N. del t.)

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