Aspectos de una crisis de la deuda pública. Una crisis de raíces profundas
La crisis de la deuda soberana que estalló en Grecia a finales de 2009 se debe básicamente a la inestable integración de los países periféricos en la eurozona. Sus causas directas, sin embargo, se pueden encontrar en la crisis de 2007-2009. Los préstamos hipotecarios especulativos concedidos por instituciones financieras estadounidenses y las transacciones de las obligaciones derivadas resultantes llevadas a cabo por bancos internacionales creó una amplia burbuja en el periodo 2001-2007, que condujo a una crisis y una recesión. La liquidez y el capital que proporcionaron los estados en 2008 y 2009 rescataron a la banca, y el gasto público evitó un empeoramiento de la recesión. El resultado para la zona euro fue una crisis de la deuda soberana, agravada por la debilidad estructural de la unión monetaria.
La crisis de la deuda pública, por consiguiente, representa la Fase Dos del periodo convulso que empezó en 2007 y se puede llamar una crisis de financiarización. Las economías maduras han sido financiarizadas a lo largo de las tres últimas décadas, hecho que ha dado como resultado el aumento del peso de las finanzas con respecto a la producción. Las grandes empresas se han vuelto menos dependientes de los bancos y participan cada vez más en los mercados financieros. También los hogares se han involucrado mucho en el sistema financiero tanto en el activo (pensiones y seguros) como en el pasivo (hipotecas y deuda no garantizada). Los bancos se han transformado; buscan el beneficio a través de tarifas, comisiones y transacciones orientando sus actividades más hacia los hogares que hacia las empresas. El beneficio financiero se ha convertido en una parte importante del beneficio total.
Pero la financiarización se ha desarrollado de forma diferente en los países maduros, incluidos los de la Unión Europea. Alemania ha evitado la explosión de la deuda de los hogares que últimamente ha tenido lugar en países de la periferia de la eurozona y en otros países maduros. Durante muchos años, el comportamiento de la economía alemana ha sido mediocre, mientras se ejercía una gran presión sobre los salarios y las condiciones de los trabajadores alemanes. La principal fuente de crecimiento de Alemania ha sido su superávit por cuenta corriente dentro de la zona euro, resultado de la presión sobre salarios y condiciones más que sobre un crecimiento superior de la productividad. Dicho superávit se ha reciclado a través de inversión extranjera directa y préstamos concedidos por bancos alemanes a países periféricos y a otros más lejanos.
Las implicaciones para la eurozona han sido graves. La financiarización en la periferia se ha desarrollado en el marco de la unión monetaria y bajo la sombra dominante de Alemania. Los déficits por cuenta corriente se han afianzado en las economías periféricas. El crecimiento se ha debido al aumento del consumo financiado mediante la deuda creciente de los hogares, o a las burbujas de inversión características de la especulación inmobiliaria. Se ha producido un incremento general del endeudamiento, tanto por parte de los hogares como de las empresas. Mientras tanto, se ha ejercido una presión sobre los salarios y condiciones de los trabajadores en todos los países periféricos, pero no de manera tan persistente como en Alemania. La integración de dichos países en la zona euro ha sido, por tanto, inestable; los ha dejado indefensos ante la crisis de 2007-2009 y ha llevado finalmente a la crisis de la deuda soberana.
Sesgo institucional y fallos de funcionamiento en la eurozona
Los mecanismos institucionales en torno al euro han sido una parte fundamental en la crisis. Concretamente, la Unión Monetaria Europea está respaldada por multitud de tratados y acuerdos multilaterales, entre los que se encuentran el Tratado de Maastricht, el Pacto de Estabilidad y Crecimiento y la Estrategia de Lisboa. Está respaldada también por el Banco Central Europeo, responsable de la política monetaria en toda la eurozona. La concurrencia de estas instituciones ha producido una mezcla de políticas monetarias, fiscales y laborales con importantes implicaciones sociales.
Se ha puesto en práctica una política monetaria única para toda la zona euro. El BCE se ha planteado como meta la inflación y se ha centrado exclusivamente en el valor del dinero en el nivel nacional. Para conseguir este objetivo, el BCE ha tomado en consideración las condiciones fundamentalmente en los países principales en lugar de asignar el mismo peso a todos. En la práctica esto ha supuesto unos tipos de interés bajos en toda la eurozona. Además, el BCE ha operado de forma deficiente pues no se le permitió adquirir y manejar deuda del Estado ni tampoco se ha opuesto de forma enérgica a la especulación financiera contra los Estados miembros. Como resultado, el BCE aparece como protector de los intereses financieros y avalista de la financiarización en la zona euro.
La política fiscal se ha situado bajo las duras restricciones del Pacto de Estabilidad y Crecimiento, pero los Estados miembros conservan una considerable soberanía residual. La disciplina fiscal ha sido fundamental para que el euro sea aceptado como reserva internacional y actúe como moneda internacional. Como la eurozona carece de una política y un estado unitario, no ha tenido un sistema tributario integrado ni transferencias fiscales entre regiones. En la práctica, la normativa fiscal se ha aplicado con cierta laxitud tanto en los principales países como en el resto. Los países periféricos han intentado disfrazar los déficits presupuestarios de diversas formas. No obstante, durante este periodo ha predominado el rigor fiscal.
Dadas estas restricciones, la competitividad nacional dentro de la zona euro ha dependido de las condiciones de trabajo y el funcionamiento de los mercados laborales, y a este respecto la política de la UE ha sido inequívoca. La Estrategia Europea de Empleo ha fomentado tanto una mayor flexibilidad del empleo como las contrataciones a tiempo parcial y temporales. Se ha ejercido una gran presión sobre salarios y condiciones laborales que ha dado lugar a una “competición a la baja” en toda la zona euro. Sin embargo, la aplicación real de esta política ha variado considerablemente según los sistemas de prestaciones sociales, la organización de los sindicatos y la historia política y social.
Es evidente que las instituciones de la eurozona son más que simples acuerdos técnicos cuyo fin es apoyar al euro como moneda común interna y como moneda internacional. Al contrario, han tenido profundas implicaciones sociales y políticas. Han protegido los intereses del capital financiero al disminuir la inflación, promover la liberalización y asegurar operaciones de rescate en tiempos de crisis. También han empeorado la posición del empleo con respecto al capital y, no menos importante, han facilitado el dominio de Alemania en la zona euro a expensas de los países periféricos.
Países periféricos a la sombra de Alemania
En general, los países periféricos se incorporaron al euro con tasas de intercambio mayores para, aparentemente, controlar la inflación, renunciando de ese modo a parte de su competitividad desde el principio. Puesto que el BCE ha fijado la política monetaria y el Pacto de Estabilidad y Crecimiento ha contenido la política fiscal, se ha animado a los países periféricos a aumentar su competitividad principalmente aumentando la presión sobre los trabajadores. Pero se han enfrentado a dos grandes problemas a este respecto. En primer lugar, los salarios reales y las prestaciones sociales son por lo general peores en la periferia que en el centro de la eurozona. En consecuencia, el alcance del aumento de la competitividad mediante la presión sobre los trabajadores es menor. En segundo lugar, Alemania ha exprimido implacablemente a sus propios trabajadores a lo largo del periodo. Durante las dos últimas décadas, la economía más poderosa de la eurozona ha generado los menores incrementos en los costes laborales nominales, mientras que sus trabajadores han perdido de forma sistemática parte de la producción. La UEM ha supuesto un auténtico calvario para los trabajadores alemanes.
De este modo, la competitividad alemana ha aumentado aún más dentro de la zona euro. El resultado ha sido un superávit estructural por cuenta corriente para Alemania, que se refleja en déficits por cuenta corriente para los países periféricos. Este superávit ha sido la única fuente de dinamismo de la economía alemana a lo largo de la década de 2000. En términos de producción, empleo, productividad, inversión y consumo, entre otros factores, el rendimiento alemán ha sido mediocre. En el núcleo de la eurozona se encuentra una economía que distribuye crecimiento mediante superávits por cuenta corriente que provienen en gran parte de los acuerdos del euro. Los superávits alemanes, mientras tanto, se han traducido en exportaciones de capital –principalmente préstamos bancarios e inversión extranjera directa– cuyo principal destinatario ha sido la eurozona, incluida la periferia.
Esto no significa que los trabajadores de los países periféricos se hayan librado de las presiones sobre salarios y condiciones. De hecho, la participación del trabajo en la producción ha disminuido en toda la periferia. Es cierto que la remuneración del trabajo ha aumentado en términos reales y nominales en la periferia, pero la productividad ha crecido en mayor proporción –y, por lo general, más rápidamente que en Alemania–. Pero las condiciones dentro de la eurozona no han fomentado un crecimiento rápido y sostenido de la productividad en los países periféricos –debido en parte al mediocre estado de la tecnología– con excepción de Irlanda. De este modo, los países periféricos han perdido competitividad mientras que la retribución en términos nominales de los trabajadores alemanes ha permanecido prácticamente estancada a lo largo de todo el periodo.
Enfrentados a una Alemania perezosa pero competitiva, los países periféricos han optado por estrategias de crecimiento que han reflejado su propia historia, política y estructura social. Grecia y Portugal han mantenido niveles elevados de consumo, mientras que Irlanda y España han tenido periodos de auge de inversión que han fomentado la especulación inmobiliaria. En toda la periferia se ha incrementado la deuda de los hogares al caer los tipos de interés. El sistema financiero ha aumentado su peso y presencia a lo largo de toda la economía. Pero en 2009-2010 se hizo evidente que estas estrategias eran incapaces de producir resultados positivos de crecimiento a largo plazo.
La integración de países periféricos en la zona euro ha sido inestable a la vez que ha redundado en favor de Alemania. La crisis de la deuda soberana tiene sus raíces en esta realidad subyacente más que en el despilfarro de los países periféricos. Cuando la crisis de 2007-2009 golpeó la eurozona, las debilidades estructurales de la unión monetaria brotaron con violencia, en forma de crisis de la deuda pública para Grecia, y potencialmente para otros países periféricos.
El impacto de la crisis de 2007-2009 y el papel de las finanzas
Las causas directas de la crisis de 2007-2009 se encuentran en la burbuja inmobiliaria de Estados Unidos que se hizo mundial debido a la titulización de los activos de alto riesgo. A partir de agosto de 2007, los bancos europeos comenzaron a enfrentarse a problemas de liquidez y los bancos alemanes, en particular, se encontraron muy expuestos a títulos de alto riesgo problemáticos. Durante la primera fase de la crisis, los bancos del núcleo de la eurozona continuaron prestando grandes cantidades a prestatarios de países periféricos bajo la errónea creencia de que dichos países eran un mercado seguro. A lo largo de 2008 la exposición bancaria neta aumentó de manera considerable.
Pero poco a poco la realidad fue cambiando conforme la liquidez comenzó a escasear en 2008, sobre todo después del “rescate” de Bear Sterns a principios de 2008 y el colapso de Lehman Brothers seis meses después. Para rescatar a los bancos, el BCE se ha comprometido a proporcionar gran cantidad de liquidez mediante la aceptación de muchos tipos de efectos controvertidos como avales de la deuda garantizada. Las acciones del BCE han permitido que los bancos comiencen a ajustar sus balances, reduciendo así su apalancamiento financiero. A finales de 2008 los bancos ya estaban disminuyendo los préstamos, incluidos los destinados a la periferia. También dejaron de adquirir títulos a largo plazo, pues preferían mantener los instrumentos a corto plazo –respaldados por el BCE– con el fin de mejorar la liquidez. El resultado fue una escasez de crédito y una aceleración de la recesión por toda la eurozona, incluida la periferia.
Estas eran las condiciones bajo las que los estados –tanto en el núcleo como en la periferia de la eurozona, pero también en Reino Unido y otros estados– comenzaron a buscar fondos prestables adicionales en los mercados financieros. Una de las principales causas del aumento del endeudamiento de los estados fue el descenso de los ingresos públicos debido a que la recesión hizo que disminuyera la recaudación fiscal. Después de 2007, el gasto del gobierno también se incrementó en varios países debido a que el rescate de los bancos resultó caro y, en menor medida, a que los estados intentaron apoyar la demanda agregada. La aceleración del endeudamiento público en 2009 fue provocado por la crisis y, por consiguiente, por las especulaciones previas del sistema financiero. A este respecto, el Estado griego actuó como algunos otros, entre los que se incluyen Estados Unidos y Reino Unido.
Bajo las condiciones en que se encontraban los mercados financieros en 2009, con los bancos reacios a conceder préstamos, la oferta creciente de títulos del Estado creó una presión alcista sobre los intereses. Los especuladores encontraron este ambiente propicio para sus actividades. En el pasado, una presión similar en los mercados financieros habría producido ataques especulativos sobre las monedas y un colapso de los tipos de cambio para los prestatarios muy endeudados. Pero, obviamente, es imposible que esto suceda en la zona euro y, por tanto, las presiones especulativas se tradujeron en la caída de los precios de la deuda soberana.
Los especuladores se centraron en la deuda pública griega debido al elevado y afianzado déficit por cuenta corriente del país y al pequeño tamaño del mercado de letras del Tesoro. El Gobierno griego también perdió credibilidad a causa del sistemático amaño de los datos estadísticos nacionales con el fin de reducir el tamaño de los déficits presupuestarios. Pero el significado profundo de la crisis griega no fue debido a la importancia intrínseca del país sino a que, en potencia, Grecia representaba el comienzo de los ataques especulativos sobre otros países periféricos –e incluso de fuera de la eurozona, como Reino Unido– que se enfrentaban a una deuda pública creciente.
Por tanto la crisis griega es un síntoma de una enfermedad más grave. Hay que destacar que las instituciones de la eurozona, sobre todo el banco central, han actuado torpemente en este contexto. Para el BCE los bancos privados, cuyo mérito consistía en una provisión extraordinaria de liquidez, eran obviamente “demasiado grandes para caer” en 2007-2009. Pero no existía una sensibilidad similar hacia los países periféricos que se encontraban en graves aprietos. Poco importaba que los problemas de deuda pública fueran debidos en gran parte a la crisis así como a las propias acciones del BCE al proporcionar liquidez a los bancos.
Para estar seguro, los estatutos incapacitan al BCE y le impiden adquirir deuda pública directamente. Pero esto prueba aún más la naturaleza sesgada y mal diseñada de la Unión Monetaria Europea. Un banco central que funcionara correctamente no se hubiera limitado a sentarse y observar cómo los especuladores participaban en juegos desestabilizadores en los mercados financieros. Por lo menos, habría utilizado parte de su ingenio para contener la especulación, y el BCE ha demostrado bastante ingenio a la hora de proporcionar liquidez a los bancos privados con generosidad durante el periodo 2007-2009. Y no menos importante, un banco central que funcionara correctamente no habría decidido qué tipo de efectos aceptaba como garantía basándose en calificaciones crediticias emitidas por organizaciones privadas desacreditadas que fueron determinantes en la burbuja de 2001-2007.
Opciones de políticas para los países periféricos
La crisis es tan grave que no existen opciones blandas ni compromisos fáciles para los países periféricos. Las alternativas son duras, similares a las de los países en vías de desarrollo que se enfrentan a crisis recurrentes desde hace tres décadas.
La primera alternativa es adoptar políticas de austeridad recortando salarios, reduciendo el gasto público y aumentando los impuestos, con la esperanza de que disminuyan los requisitos al endeudamiento público. La austeridad deberá ir acompañada probablemente de préstamos puente o garantías de potencias económicas para reducir los tipos de interés de los préstamos comerciales. Es posible que también fuera necesaria una reforma estructural que incluiría, entre otros aspectos, una mayor flexibilidad del mercado laboral, condiciones más duras para las jubilaciones y la privatización de las empresas públicas restantes y de la educación. El objetivo de dicha liberalización sería presumiblemente el aumento de la productividad del trabajo, mejorando así la competitividad.
Esta es la opción que prefieren las élites que gobiernan los países que componen la periferia y el núcleo de la zona euro, pues desplaza la carga del ajuste a los trabajadores. Pero hay varios imponderables. El primero es la oposición de los trabajadores a la austeridad, que conduce a una situación de agitación política. Además, la zona euro carece de mecanismos consolidados para conceder préstamos puente y hacer que se respete la austeridad en los miembros periféricos. Existe también una fuerte oposición política dentro de los países de la zona central a rescatar a otros países de la eurozona. Por otro lado, la opción de obligar a un país periférico a solicitar ayuda al FMI sería perjudicial para la zona en su conjunto.
Sin embargo, a pesar de las limitaciones legales, corresponde a la UE encontrar la manera de promover préstamos puente a la vez que hace cumplir la austeridad mediante la presión política. El verdadero problema de esta opción no es la maquinaria institucional de la eurozona, sino que esa política posiblemente empeoraría la recesión en los países periféricos lo que dificultaría aún más la consecución de los objetivos de endeudamiento público. La pobreza, la desigualdad y la división social aumentarían de forma considerable. Peor aún, con una estrategia de liberalización es poco probable que se produzcan incrementos a largo plazo en la productividad, pues estos requieren inversión y nuevas tecnologías, factores que no proporcionan de forma natural los mercados liberalizados.
Con toda probabilidad, los países periféricos se verían inmersos en una desigual lucha competitiva contra Alemania, cuyos trabajadores continuarían siendo duramente exprimidos. El intento de permanecer en la eurozona mediante la adopción de políticas de austeridad y liberalización llevaría a continuas caídas de los salarios reales con la inútil esperanza de invertir los déficits por cuenta corriente contra Alemania. Mientras tanto, la zona euro como conjunto seguiría enfrentándose a una economía mundial más débil debido a la crisis de 2007-2009. No es un futuro alentador para los trabajadores de la periferia ni tampoco un lecho de rosas para los del país alemán.
La segunda alternativa es la reforma de la eurozona. Hay un acuerdo casi universal sobre el error que ha sido aunar una política monetaria unitaria con una política fiscal fragmentada. También existe una crítica generalizada al BCE por la forma en que ha proporcionado abundante liquidez a los bancos, mientras se mantenía alejado de los estados endeudados, incluso hasta el punto de ignorar los ataques especulativos. Sí sería posible una serie de reformas que no desafiaran las reglas básicas del Tratado de Maastricht, del Pacto de Estabilidad y Crecimiento o de la Agenda de Lisboa. El objetivo sería generar una interacción más suave entre las fuerzas monetaria y fiscal, manteniendo a la vez el conservadurismo subyacente en la zona euro.
Hay muy poco en dichas reformas que pueda atraer a los trabajadores o que pueda ocuparse de hecho de los desequilibrios estructurales dentro de la eurozona. Por eso se han pedido reformas más radicales que incluyen la abolición del Pacto de Estabilidad y Crecimiento y el cambio de los estatutos del BCE para permitirle que, de forma habitual, pueda conceder préstamos a los Estados miembros. El propósito de dicha reforma sería preservar la unión monetaria al tiempo que se crea un “euro bueno” que sería beneficioso para los trabajadores. La estrategia del “euro bueno” implicaría una expansión del presupuesto europeo de manera significativa para traspasar transferencias fiscales de los países ricos a los pobres. Habría una estrategia activa de inversión europea para respaldar las nuevas áreas de actividad económica. También existiría una política de salario mínimo, reduciéndose los diferenciales en competitividad y las desigualdades entre la eurozona.
Aunque suene interesante, la estrategia del “euro bueno” se enfrentaría a dos graves problemas. El primero es que la zona euro carece tanto de un estado unitario como federal, y no hay expectativas de que vaya a crearse uno en un futuro cercano, desde luego, no con el carácter progresista necesario. La maquinaria actual de la zona es totalmente inapropiada para esta tarea. La estrategia se enfrentaría a un conflicto continuo entre, por un lado, los ambiciosos objetivos paneuropeos y, por otro, la ausencia de mecanismos estatales que pudieran empezar a convertir dichos propósitos en realidad.
A un nivel más profundo, esta estrategia chocaría con el supuesto papel del euro como moneda internacional. Si la disciplina fiscal fuera laxa entre los Estados miembros, existiría el riesgo de que el valor del euro se desplomara en los mercados internacionales. Si eso sucediera, como poco, las operaciones internacionales de los bancos europeos se volverían sumamente difíciles. El papel internacional del euro, que ha sido fundamental para el proyecto desde el principio, soportaría una tremenda presión. Por consiguiente, no está claro que la estrategia del “euro bueno” sea compatible con la unión monetaria. Según este enfoque, un “euro bueno” puede acabar como “ningún euro”. Los que defienden esta estrategia deberían ser conscientes de sus posibles implicaciones, es decir, conducir al fin de la unión monetaria; las exigencias institucionales, políticas y sociales se deben confeccionar en consecuencia.
La tercera alternativa es una salida de la eurozona. Sin embargo, incluso aquí hay opciones. Hay una “salida conservadora”, cada vez más discutida en la prensa anglosajona, cuyo objetivo es la devaluación. Parte de la presión del ajuste se trasladaría a la esfera internacional y las exportaciones se reanimarían. Pero también habría pérdidas para aquellos que tuvieran que hacer frente a deudas en el extranjero, incluidos los bancos. Los trabajadores se enfrentarían a un descenso de los salarios conforme aumentara el precio de los bienes comerciables. Seguramente, la devaluación iría acompañada de austeridad y liberalización, agravando la presión sobre los trabajadores.
Sin embargo, las mejoras a largo plazo de la productividad solo ocurrirían si las fuerzas del mercado comenzaran a desarrollar espontáneamente más capacidad en el sector de bienes comerciables, algo sumamente difícil para los países periféricos de la eurozona, que cuentan con una tecnología mediocre y unos salarios reales más bien regulares. Es notable el hecho de que las clases dirigentes de los países periféricos son conscientes de estas dificultades, así como de su propia falta de aptitud para afrontarlas. Han admitido de forma implícita que no poseen ni los medios ni la voluntad de seguir un camino independiente. Por consiguiente, la salida conservadora podría llevar al estancamiento con devaluaciones recurrentes y una disminución de los ingresos.
Por último, hay una “salida progresista” de la zona euro, que requeriría un desplazamiento del poder económico y social hacia el trabajo en los países periféricos. Habría una devaluación acompañada de un cese de los pagos y una reestructuración de la deuda pública. Para evitar el colapso del sistema financiero, debería producirse una nacionalización generalizada de la banca, creándose un sistema de bancos públicos. También se deberían implantar controles sobre las cuentas de capital para evitar flujos de salida del mismo. Para proteger la producción y el empleo, por fin, sería necesario ampliar la titularidad pública a ciertas áreas clave de la economía, incluidos los servicios públicos, el transporte y la energía.
De acuerdo con esto, sería posible desarrollar una política industrial que combinara los recursos públicos con el crédito público. Hay amplios sectores de la economía nacional de los países periféricos que demandan inversión pública, incluidas las infraestructuras. Existen oportunidades para desarrollar nuevos campos de actividad en la economía verde. El aumento de la inversión proporcionaría una base sobre la que mejorar la productividad, el perpetuo talón de Aquiles de las economías periféricas. Se podría comenzar entonces a revertir la financiarización mediante la disminución del peso relativo de las finanzas.
Un cambio radical de política de este tipo requeriría una transformación del estado a través del establecimiento de mecanismos de transparencia y contabilidad. Los pagos contributivos y de transferencias del estado adoptarían así una forma diferente. La base imponible se ampliaría al limitar la defraudación fiscal de los ricos y del capital. Poco a poco aumentaría la provisión de fondos públicos para salud y educación, así como las políticas de redistribución, que aliviarían la elevada desigualdad en los países periféricos.
Una política basada en la salida progresista de los países periféricos supondría unos riesgos y costes evidentes. Las amplias alianzas políticas necesarias para apoyar dicho cambio no se dan en la actualidad. Esa ausencia, por cierto, no se debe necesariamente a la falta de apoyo popular a un giro radical. Es más importante el hecho de que, hasta el momento, ninguna fuerza política fiable en Europa se ha atrevido a oponerse a la austeridad. Más allá de las dificultades políticas, uno de los principales problemas de una salida progresista sería evitar convertirse en una autarquía nacional. A menudo, los países periféricos son pequeños y necesitan mantener el acceso a la inversión y al comercio internacional, sobre todo dentro de Europa; también necesitan transferencia de tecnología.
El apoyo y las alianzas internacionales serían claves para mantener los intercambios comerciales, de tecnología e inversión, flujos que resultarían muy difíciles de garantizar si el resto de la UE permaneciera bajo el influjo de la unión monetaria. Pero cabe destacar que una salida progresista de la periferia también ofrecería nuevas perspectivas a los países del núcleo de la eurozona, en especial respecto de la mano de obra, muy perjudicada a lo largo de todo este periodo. Si la zona euro se disolviera de manera general, las relaciones económicas entre la zona central y la periferia podrían basarse en una mayor cooperación.
Este texto corresponde (sin notas y algunos recortes) a un capítulo del libro Crisis en la eurozona, recién publicado por la editorial Capitán Swing.
Costas Lapavitsas (Atenas, 1960), coordinador y autor principal del libro Crisis en la eurozona, es un economista griego, profesor en la Universidad de Londres SOAS (School of Oriental and African Studies) y periodista colaborador de la sección de opinión del diario londinense The Guardian. Sus investigaciones en economía incluyen la relación entre las finanzas y el desarrollo, la estructura de los sistemas financieros, y la evolución y el funcionamiento del sistema financiero japonés. Firman también este capítulo A. Kaltenbrunner, D. Lindo, J. Michell, J. P. Painceira, E. Pires, J. Powell, A. Stenfors y N. Teles