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De langostas y saltamontes: breves apuntes a la traducción de ‘La costa de los murmullos’, de Lídia Jorge

En Decir casi lo mismo (2003), Umberto Eco comenta algunas situaciones relacionadas con la traducción del significado de ciertos términos en una aproximación hermenéutica. Para ello, retoma la idea de “contenido nuclear” de una palabra, la cual expresa “las nociones mínimas, los requisitos elementales para poder reconocer un objeto o entender un concepto dado (y, así, comprender la expresión lingüística correspondiente)”. El caso que más comenta Eco en este libro es el de la palabra ratón en una situación de traducción a varios idiomas, a partir de ejemplos de obras como Hamlet o La peste, de Camus. En resumidas cuentas, para Eco, toda traducción oscila entre pérdidas, compensaciones y negociaciones (¿ratón o rata?), siempre teniendo como límite el contenido nuclear del término. De esta forma, en lo que podría leerse como una síntesis de su libro, concluye:

“Traducir significa siempre ‘limar’ algunas de las consecuencias que el término original implicaba. En este sentido, al traducir, no se dice nunca lo mismo. La interpretación que precede a la traducción debe establecer cuántas y cuáles de las posibles consecuencias ilativas que el término sugiere pueden limarse. Sin estar nunca completamente seguros de no haber perdido un destello ultravioleta, una alusión infrarroja”.

Eco prosigue su argumentación contraponiendo al contenido nuclear lo que él denomina un “conocimiento ampliado” (en el caso del ratón, el que posee un zoólogo), el cual aporta elementos importantes para una comprensión cabal del término. Sin embargo, este conocimiento ampliado no constituye necesariamente una ayuda para un traductor literario, quien, a final de cuentas, deberá sacrificar la pluralidad y especificidad de algunos de los significados en aras de lograr una traducción de intercultural.

Traigo a colación estas reflexiones de Eco pues, cuando las releí recientemente, me hicieron recordar el proceso de traducción de La costa de los murmullos, de la escritora portuguesa Lídia Jorge (ganadora del premio FIL de literatura 2020), y concretamente una situación puntual que quisiera comentar aquí brevemente. Antes de entrar en materia, se imponen algunas consideraciones de contexto. A Costa dos Murmúrios fue publicada en Portugal en 1988, y es tal vez la obra que más reconocimiento ha traído a la escritora portuguesa. Ello se debe, en parte, al hecho de que el libro pertenece a la llamada “literatura de la guerra colonial”, que en Portugal ha suscitado un gran interés en el público lector en los últimos años, producida por autores como António Lobo Antunes y João de Melo entre muchos otros.

La estructura de La costa de los murmullos se apoya en un juego de reflejos y correspondencias (como las llama la autora) entre dos relatos que componen el libro: por un lado, un corto relato inicial, intitulado ‘Os gafanhotos’, cuyo narrador es un hombre, el cual presenta una primera versión de la fiesta de matrimonio del alférez Luís Alex y Eva Lopo en el Hotel Stella Maris, localizado en la ciudad de Beira, al norte de Mozambique. Por otro lado, se siguen nueve capítulos, narrados por Eva Lopo, en los cuales la mujer comenta, veinte años después, los acontecimientos de esa época. En esta segunda parte, la más extensa del libro, las alusiones de Eva Lopo al relato inaugural que abre La costa de los murmullos son constantes, de manera que la idea de un diálogo interpuesto con el narrador de la primera sección sobrevuela el relato de principio a fin.

La costa de los murmullos ha sido traducida a varios idiomas, entre ellos el francés, el inglés y el italiano, y su recepción le ha merecido varias distinciones y premios en los últimos años. En 1989, la editorial Alfaguara publicó una traducción al español del libro, de autoría de Eduardo Naval, y que hoy en día está agotada o es muy difícil de encontrar. Como traductor de la edición de 2018 de Ediciones Uniandes (Bogotá), ahora reeditada en España por La Umbría y La Solana, me vi enfrentado a esa situación particular –pero, en últimas, no tan inusual–, que consiste en trabajar con una obra que ya ha sido anteriormente traducida. Fue, para mí, un privilegio y, a la vez, un desafío producir una nueva versión en español de uno de los libros más importantes de la literatura portuguesa contemporánea. Procuré realizar una traducción para el lector latinoamericano a través de la mirada de alguien que, en los diez años precedentes a la publicación del libro, había vivido entre Colombia y Portugal.

Cuando comencé mi trabajo, ya conocía la obra original (la cual, confieso, no había leído con la atención que se merecía en los años de mi doctorado en literatura) pero no había tenido acceso a la versión española. Así que, al ojear la traducción de Eduardo Naval, quedé sorprendido desde la primera línea de la novela. En español, la sección inicial del libro, el breve relato introductorio narrado por la voz masculina al cual me referí más arriba, lleva el título de ‘Las langostas’. En la versión original, este relato se denomina ‘Os gafanhotos’. En portugués, este término se usa para describir comúnmente a los insectos de la familia de los Caelíferos, ortópteros que en nuestro idioma se conocen bajo distintos nombres, como chapulines, saltamontes, langostas o sanagustines, según la región. Naturalmente, no me extenderé aquí en el conocimiento ampliado del que habla Umberto Eco, el cual correspondería a un entomólogo o, en nuestro contexto, a un traductor de una obra especializada de zoología. Quisiera, más bien, explicar las razones por las cuales, en mi traducción, escogí un término distinto al que aparece en la versión de Eduardo Naval.

Uno de los elementos temáticos recurrentes de La costa de los murmullos es la mención a una plaga de ortópteros en la ciudad de Beira, evento que aparece en varios momentos del libro. Para los invitados al matrimonio, observar la “chuva de gafanhotos” (también referida como “nuvem” o “praga”) constituye un espectáculo tan estimulante como exótico. Al momento de confrontarme con el texto en portugués, mi reacción natural fue «leer» en español «Os gafanhotos» como «Los saltamontes». Sin embargo, la opción de Eduardo Naval, al preferir el término ‘Las langostas me parecía –y todavía me parece– válida. Desde el punto de vista etimológico, la palabra latina locusta designa tanto los crustáceos marinos como los insectos voladores. Además, stricto sensu, cuando se habla de una nube de estos insectos que, en grandes cantidades, recorren grandes distancias en busca de vegetación para alimentarse, el término científico más adecuado para referirse a ellos es “langostas”. Cuando los saltamontes, por determinadas circunstancias ambientales y tras sufrir cambios morfológicos, forman enjambres, se les llama “langostas”. Por todo lo anterior, debo reconocer que la opción de Naval, además de ser válida, tiene sustento.

Ahora bien, en el contexto del texto de Lídia Jorge, mi opción como traductor fue la de optar por el término “saltamontes” a pesar de no ser éste, tal vez, el que mejor se ajustaba al fenómeno natural descrito en el libro. Además de la correspondencia con el término común portugués “gafanhotos”, otras razones se impusieron al momento de decidirme por una solución distinta. Comentaré brevemente estas razones, que tienen que ver con el funcionamiento interno de la narración del texto literario, y cuyas repercusiones en el ritmo y equilibrio del relato me parecen significativas.

En las primeras páginas del libro, cuando el narrador hace referencia a la fiesta de matrimonio, su descripción del banquete apunta que “as lagostas vermelhas e abertas ao meio estavam dispostas conforme um numeroso cardume”. En la traducción de Naval este segmento se lee: “los bogavantes rojos y abiertos por la mitad formaban una abundante pila”. Por mi parte, escogí traducir el pasaje de manera más literal (“las langostas rojas y partidas por la mitad formaban un cardumen”), lo cual me permitía mantener la imagen implícita de profusión sugerida en la versión original, sin tener que insistir por ello en la idea de abundancia. Era, para mí, importante que, en el relato inicial de ‘Los saltamontes’, hubiera menciones a las langostas (crustáceos), en un registro similar al del texto portugués. En mi versión, la distinción entre crustáceos e insectos es clara desde el inicio.

En otro momento del libro, las dos parejas protagonistas de la historia se encuentran para cenar en un restaurante de la ciudad. Recuérdese que, como lo expliqué más arriba, el relato narrado por Eva Lopo hace constantes alusiones al capítulo inaugural, narrado por el hombre. En la versión portuguesa, el lector descubre la escena del restaurante, en la voz de Eva, de la siguiente forma:

“Prefere a harmonia? Eu também, é por isso que tanto estimo a paz que se respira na noite d’Os Gafanhotos. Em relação ao que estava dizendo, aqui a tem — Nessa tarde mesmo encontrámo-nos na Marisqueira”.

Eva Lopo pasa, así, de la referencia a la noche del matrimonio tal y como aparece en la sección ‘Los saltamontes’ a la descripción de la cena en la marisquería. Mientras que en la versión original ese salto ocurre de manera natural para el lector, en la traducción de Naval, se puede leer:

“¿Prefiere la armonía? Yo también, por eso es que estimo tanto la paz que se respira en la noche de Las langostas. En relación con lo que estaba diciendo, aquí la tiene: aquella misma tarde nos encontramos en la marisquería”.

Aunque a esa altura del relato el significado de la expresión “Las langostas” es claro, y el lector es capaz de identificar que se refiere a los insectos ortópteros, en mi opinión la falsa aproximación entre las langostas y los diferentes platos de mariscos que aparecen en esta escena podría constituir un equívoco inconsciente para el lector dentro de la lógica del texto. No obstante, también es cierto que, en la versión original de este episodio en el que los personajes comen mariscos mientras charlan sobre el contexto de la guerra colonial, no existe mención precisa al hecho de que se consumieron langostas (crustáceos), sino que tan solo aparecen menciones genéricas a las “pinzas de mariscos”. Por esta razón, la traducción de Naval no incurre en una confusión manifiesta, sino que apenas roza una situación de confusión por proximidad semántica. Por mi parte, opté por mantener la distinción clara entre insectos y crustáceos, para que no hubiera confusiones entre “la noche de Los saltamontes” y la cena en la marisquería.

Considero que, en mi traducción, este pasaje acaba por ser más claro, en la medida en que los ortópteros son llamados a lo largo del libro “saltamontes” (esto es, inequívocamente insectos), lo cual permite, por su parte, distinguirlos de los crustáceos en estas escenas puntuales del libro. Esta aparente superposición de significados aparece –si no me equivoco– una sola vez en la versión de Alfaguara, cuando Eduardo Naval traduce “lagosta” por su equivalente inmediato en español: “¿Y la pesca? Cuando haya una independencia blanca, capitán, esto va a ser el no va más. ¡Va a ser la mayor exportadora de langosta del mundo!”. En este caso, claro, no hay ambigüedad posible entre animales acuáticos y animales voladores. Sin embargo, en una óptica global, me pareció más coherente que las ocurrencias de “langostas” estuvieran circunscritas al universo de los crustáceos en toda la obra.

Volviendo a los propósitos de Umberto Eco, me parece que este es un buen ejemplo de un caso en el cual la traducción, aunque limó –en mi versión de 2018– algunos de los “interpretantes” del término “gafanhotos”, tuvo en cuenta en su interpretación previa las consecuencias de esta decisión para la economía general del relato. Es posible que, para la mayoría de los lectores, la diferencia entre leer “langostas” o “saltamontes” parezca inocua, dado que cualquiera de esos dos términos cumple su función de transmitir el contexto cultural del texto de partida. Pero tampoco creo estar equivocado al pensar que, al menos para un lector latinoamericano, la palabra “saltamontes” traduce más adecuadamente ese contenido nuclear del término “gafanhotos” que el término “langostas”. Además, también es cierto que, como espero haberlo demostrado, con esta elección procuré siempre la fidelidad, en el sentido en que Eco la entiende, es decir “la tendencia a creer que la traducción es siempre posible si el texto fuente ha sido interpretado con apasionada complicidad, […] el compromiso a identificar lo que para nosotros es el sentido profundo del texto, y la capacidad de negociar en todo momento la solución que nos parece más justa”.

Quisiera cerrar estas consideraciones entomológicas traduciendo un pasaje de una conferencia reciente de Lídia Jorge, en la cual, recordando sus años en África, se refiere en estos términos a la imagen matricial de La costa de los murmullos:

“De esa época, recuerdo una escena que me marcó. Yo vivía en un cuartel de oficiales. Cuando caía la noche, los oficiales de la Fuerza Aérea se juntaban en la sala de estar con las mujeres para una comida ligera. Pero, una de esas noches, todo el mundo estaba inquieto, porque afuera había una plaga de saltamontes tan densa que formaba aureolas verdes alrededor de las luces de la iluminación pública. Además, los locales habían encendido hogueras a lo largo de la avenida marginal, en las cuales asaban saltamontes para comérselos, bailando. Era una imagen maravillosa, plásticamente deslumbrante: la negra noche adornada de aureolas verdes y, ante todo, la gente parecía feliz. Se oían los cantos. Pero allí adentro, entre los oficiales portugueses, no era esto lo que se comentaba. Se comentaba que los salvajes comían saltamontes, y las palabras venían cargadas de repulsión. Y, sin embargo, en la sala de estar se comía algo que tenía el mismo tamaño y la misma forma que los saltamontes, sólo que de otro color. Comíamos camarones. Esa noche entendí la razón por la cual perderíamos la guerra, por la cual tendríamos que perderla. […] Unos años después, a partir de esa noche de los saltamontes, escribí La costa de los murmullos”.

Terminaré con un aspecto quizás más silencioso, pero cuyas opciones de traducción también aluden al ritmo del relato. En A costa dos murmurios son muchas las situaciones en las cuales el mensaje pasa en voz baja, por medio de alusiones o de elipsis. Lídia Jorge narra, entre bambalinas, los discursos de una de las últimas (y fallidas) guerras coloniales europeas en el continente africano. Para ello, la contraposición entre la mirada femenina y la visión masculina es un elemento clave de la eficacia ficcional.

En el texto de partida hay numerosas alusiones a los “rumores”, tanto en la acepción de una noticia vaga como en la de un ruido confuso y constante. Sin embargo, cuando ya la traducción se encontraba casi finalizada, me di cuenta de que la palabra “murmúrio” y sus derivados sólo aparecían tres veces en todo el libro, dos de ellas pronunciadas en boca de otros personajes. Antes de cerrar mi versión al español tuve, pues, que revisar y substituir muchos de los “murmullos” (y, también, creo, “murmurios”) que, en un primer momento, se habían colado en el texto. Estimé importante el hecho de que la autora hubiera escogido –en teoría– conscientemente los pocos murmullos explícitos que aparecen en su texto, y así lo reproduje en la versión en español. Así pues, el único murmullo real de este libro es aquel que nos deja el texto en su última frase:

“Después, de las palabras sólo se desprenden sonidos, y de los sonidos quedan solo los murmullos, el último estado antes de la desaparición, dijo riendo Eva Lopo. Devolviendo, anulando Los saltamontes”.

En medio de todos estos rumores, la traducción de este libro supuso, para mí, un estimulante ejercicio de reinterpretación de una obra, treinta años después de ser publicada. Ahora, y hasta que venga una nueva versión en español, aquí están los saltamontes para decir casi lo mismo.

 

Lidia Jorge, La Costa de los murmullos, La Umbría y la Solana, 2021.

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