
Entendió entonces que allí, tan lejos de la ciudad propiamente dicha, el humo se dispersaba y las estrellas se hacían visibles. Por poco perdió el equilibrio de tanto mirar arriba. Las estrellas centelleaban, brillantes y móviles sobre un campo de ébano. Había millares. Las conocía, o conocía algunas, por el mapa de la escuela. Estaba el Gran Caballo, estaba el Cazador. Lejos, tan tenues que no podía tener certeza, pero sin duda estaban allí, brillaban las Pléyades, un racimo de estrellas menores, las siete, en un círculo de fosforescencia
No sé si es el momento más oportuno tras el apagón del otro día pero vamos con esta forma de contaminación, la lumínica. Todos los observatorios astronómicos se encuentran apartados de las grandes ciudades por este motivo, así como muchos animales que necesitan la noche. Algunos árboles también se descontrolan, pero como se decía en ‘Amanece que no es poco’ sobre los americanos, la luz nocturna tiene también sus cosas buenas.
Sobre el apagón hablaremos dentro de poco con el poema ‘Derrota de Bill Gates’, de José Emilio Pacheco, pero mientras tanto nos quedamos con Camarón y su roca de pedernal: