
Noche
Según dicen neurólogos y psiquiatras, de noche la quietud llama a los pensamientos, sobre todo a los más desasosegantes, y una vez asoman por el cerebro, éste, siempre tan diligente, se pone a su tarea de intentar consolidarlos, fijarlos, dejarlos ahí el mayor tiempo posible.
Nada se le puede reprochar, hace su trabajo, pero para quienes estamos de duelo, ese trabajo convierte la noche en uno de los momentos más temibles.
Y no sólo la noche estrictamente hablando, sino digamos todo el periodo de después del final de la jornada diurna, de las obligaciones. El que antes era el tiempo de reencontrarse con la persona con quien ibas a compartir esa parte del día, a repasar relajadamente lo vivido, quizá a desarrollar lo que en las comunicaciones a salto de mata de las horas de luz había quedado nada más apuntado.
No grandes temas filosóficos, sino la cotidianidad, con sus informaciones, sorpresas, decepciones, contentos, desafíos o dudas.
El momento de cerrar las puertas y entregarse a la intimidad, de jugar en tu propio campo y también en el campo común.
Javier odiaba el relato de los sueños en literatura. Yo también y, añado, por mi parte también el de los sueños en el cine, que siempre les salen tirando a fatal. En uno u otro medio son aburridos, a nadie le importan los de los demás, que resultan, en el mejor de los casos, surrealistas y deshilvanados. Si tienen sentido o interés para alguien es solamente para uno mismo, y aun entonces un interés limitado.
Sin embargo, a él le gustaba que le contase los míos, creo que porque le divertía lo simplones que eran. Siempre llenos de aventuras en las que indefectiblemente lo llevaba conmigo a todas partes, ya fuese para liberar a Churchill de una isla disfrazados de camareros o bien para escapar de una escalofriante montaña formada por codornices.
Javier decía que él nunca soñaba, lo que daba lugar a mi frase de rigor, tan repetida que solía terminarla por mí añadiendo cierto tonillo redicho que yo no había usado, aunque quizá sí estuviera en el fondo: “Sí sueñas, pero no te acuerdas. Nadie puede no soñar, se volvería loco, es una función imprescindible del cerebro”.
La advertencia está hecha. Este es el capítulo que, si se detestan los sueños como los detestábamos nosotros, o, como es mi caso, si se detesta además lo extrasensorial, hay que saltarse.
A diferencia de cuando estaba vivo, no he tenido muchos sueños con Javier durante el duelo, sólo algunos en el primer par de meses tras su muerte. Sueños que a mis amigos esotéricos les servían para confirmar que él se comunicaba conmigo en ese otro plano en el que creen y que atribuyen a la física cuántica. (Sí, también la compleja y todavía en proceso de comprensión física cuántica banalizada y reducida a eslóganes.)
Uno tenía como tema el baile.
Javier bailaba tirando a regular, pero hacerlo le encantaba y bailaba conmigo en privado. Una época, la inmediatamente posterior a los Juegos Olímpicos de Barcelona, aunque a nosotros nos duró bastante más, aprendimos a ejecutar unos pasitos que les vimos a Los Manolos, y los poníamos en práctica a la mínima, aunque estuviese sonando una sinfonía. Y, en contraposición a lo que pueda suscitar la ridícula imagen, lo hacíamos muy serios y completamente concentrados, porque esos pasos no son fáciles, puedo asegurarlo.
Otro baile que no nos perdíamos, pese a la cursilería que supone, era El Danubio azul el día de Año Nuevo, la pieza que siempre tocan al terminar el concierto de Viena. Pero es un vals muy largo y al final nos cansábamos y optábamos por alguna polka o coreografía colectiva del Oeste, aunque sólo fuéramos dos.
En resumen, el baile, incluso el de ejecución estrafalaria, formaba parte de nuestras vidas, así que no me extrañó que apareciera en uno de mis sueños.
Javier me tendía una mano moviendo apenas las caderas y avanzando hacia mí, como siempre dábamos comienzo a nuestros patéticos espectáculos à deux, y yo, también como en la realidad, me cogía de su mano y empezábamos. En el sueño, en medio de un mix de chachachá y Manolos, él me decía: “¿Tú crees que bailo mal porque soy Sagitario?”. Yo me partía de risa y le contestaba: “Tú no eres Sagitario, pero lo que importa es bailar”. Y seguíamos con lo nuestro.
Me desperté con una sonrisa, hasta que recuperé la conciencia y la realidad se me presentó con toda su amargura.
Pero qué duda cabe de que durante lo que duró el sueño realmente estuvimos juntos, bailando y pasándolo bien. Porque, al menos eso dicen los expertos, el cerebro –que sin embargo no tiene nada de idiota– no diferencia entre rememoración, sueño y realidad para mandar sus órdenes fisiológicas y movilizar sus neurotransmisores.
El ejemplo más claro es el sueño erótico, durante el cual nuestro cuerpo experimenta realmente la excitación, aunque sólo se trate de un sueño.
Así que es lógico pensar que un reencuentro onírico con quien nos falta, el placer que eso nos produce, las conversaciones, ver de nuevo a quien ya no está, las bromas, la complicidad recuperada, pueda llenarnos de endorfinas, aunque cuando nos damos cuenta de que no ha sido real la añoranza sea insoportable.
Otra noche –ánimo que son pocos– estábamos sentados en una cafetería de un parque de Durham en la que de verdad estuvimos sentados una vez. Teníamos las manos cogidas por encima de la mesa y charlábamos del Vaticano II.
Ahí sí me di cuenta en el mismo sueño de que eso no podía ser verdad, porque se trata de un tema que a Javier no le podía interesar menos. Pero aun así noté físicamente sus manos y vi su mirada y por unos fugaces segundos eso me llenó de alegría.
En el penúltimo no pasaba nada, pero él hablaba dentro de mi cabeza mientras yo soñaba otras cosas. Me debía de decir algo que me hacía gracia, porque me di cuenta de que sonreía dormida. Y me desperté con mi propia voz complacida preguntando: “¿Me estás hablando en sueños?”.
No refiero, por reiterativo, el desplome de tristeza que me trajo el despertar.
Y dejo para el final el sueño más tramposo. Tramposo sin mi voluntad.
En él era Javier el que se había quedado sin mí, que creo que me había muerto. Y alguien le decía que se tenía que buscar una mujer. Ya saben, esa idea tan presente de que hay que “rehacer” la vida.
Él contestaba: “Yo ya hace muchos años que sólo puedo estar con una mujer, una a la que no pueda confundir con ninguna otra”.
Y yo, que estaba por allí no sé si como espíritu o sólo como guionista, casi reventaba de satisfacción y razonaba en el propio sueño, justificándome, que no estaba llevando el agua a mi molino, porque otras veces había tenido pesadillas horribles que también habían salido de mi cerebro.
Sea como sea, ¿quién puede negar que durante el rato que duraron esos sueños él y yo estuvimos juntos? Durante esos momentos, seguramente muy breves, mi mente y mi cuerpo estuvieron con Javier, haciendo solamente lo que sucedía en el sueño y ninguna otra cosa.
Dormir, me podría decir alguien, sí, dormir como condición necesaria para soñar.
Pero ya digo que he tenido muy pocos y la mayoría de las veces la proximidad de la noche sólo es angustiosa.
Durante el día soy una Jekyll que más o menos da el pego, pero con la oscuridad me convierto en una Hyde misántropa que lo único que desea es que se acabe la jornada, perder la conciencia y desplazar su ser inerte hasta la mañana siguiente, cuando, de manera inevitable, se reiniciará de nuevo el ciclo.
En el apartado Sobrenatural tengo poco que contar, quizá por mis propias limitaciones neurofisiológicas y, como ya he dicho en otra parte, mi falta de antenas extrasensoriales. Pero un par o tres de cosas sí me han pasado, y una de ellas me asustó de verdad.
El miedo es un sentimiento que está siempre presente en el duelo, como he descubierto con infinito asombro, y el miedo a perder la cabeza no es uno de los menores.
Cuando hacía pocos días que Javier había muerto, mientras dormía noté que me pasaba un brazo por la cintura, él también dormido a mi lado. Y por unas décimas de segundo creí que estaba allí, porque verdaderamente noté el peso de ese brazo. Hasta que, para mi desconsuelo, mi lucidez logró despertarme.
Por la misma época, estaba sentada en el sofá viendo una película de la que no me acababa de enterar del todo, pero que se desarrollaba delante de mis ojos, y me adormilé. Como me pasaba tantas veces cuando los dos mirábamos la televisión juntos y, contra su criterio, yo quería apurar hasta acabar el episodio o lo que fuera.
De repente noté un roce suave en el cuello, la manera delicada en la que él me despertaba en esas ocasiones, para no sobresaltarme.
Abrí los ojos esperando ver su cara risueña y un poco burlona, porque, tal como me había augurado, yo no había aguantado despierta y al día siguiente habría que retroceder hasta donde había sucumbido a la inconsciencia.
Pero pese a lo real de su tacto, no estaba a mi lado y, contraviniendo las fabulaciones de alguna gente querida que en todo ven señales, yo supe sin ningún género de duda que su percibida presencia sólo había sido una cruel elaboración de mi mente afligida.
Sin embargo, ya he dicho que una de las veces me asusté.
Habían pasado más o menos tres semanas desde su fallecimiento, un hecho que me seguía pareciendo irreal, imposible e inasimilable, y yo había ido al dentista con muchas dudas, porque llevaba toda la mañana llorando y no sabía si iba a dejar de hacerlo con la boca abierta. O, más que llorando, me habían estado cayendo lágrimas. Mientras me duchaba, encima de los cereales, cuando caminaba hasta la calle de arriba para coger un taxi, con gafas de sol en un día que amenazaba lluvia, un objeto de primera necesidad para un doliente.
Después del dentista tenía que entregar un sobre en el banco y, para que no se rozara dentro de mi bolso lleno de cosas inútiles, al salir de casa cogí al azar una de las hojas de papel para reciclar que antes teníamos y ahora tengo yo sola en unas cestas rebosantes de primeras pruebas de libros de Javier o de Reino de Redonda ya publicados, centenares de hojas. Y con ella protegí el sobre.
Una vez llegada a la consulta, mientras aguardaba más de lo habitual, sola en la sala de espera, empecé a poner orden en el bolso y mi vista recayó sobre la hoja protectora. Era una página de Tomás Nevinson doblada en tres y la parte que quedaba ante mis ojos decía: “… convenía que todo el mundo me creyera muerto y por lo tanto fuera de juego e inalcanzable, y esto es lo que Berta llegó a creer con ahínco, pero sin certidumbre, es decir, intermitentemente …”.
Javier se estaba dirigiendo a mí en ese mismo momento, a través de una hoja cogida al azar, con unas palabras nada azarosas. Eso es lo que sentí.
Impresionada, miré hacia la ventana que tenía delante y pregunté en voz alta, pero baja: “¿Estás aquí?”, con más miedo que esperanza. Porque, de ser así, yo habría tenido cosas muy fundamentales que replantearme.
Pero enseguida me recompuse y mi racional racionalidad me mostró claramente que aquella manifestación, como todas las otras vividas hasta entonces, sólo era un clavo ardiendo al que me quería agarrar para no sentir que el vacío estaba realmente tan deshabitado como parecía.
Añoranza
Escribo desde mi terraza, que ahora es sólo mía, pero fue nuestra. La terraza que Javier llamaba de Tomás Nevinson, porque con ese libro me la regaló. Hizo posible mi deseo de cambiarla entera, comprar un sofá de mimbre, poner unas mesas aquí y allá, una celosía, una tumbona y equipar mi rincón de labores de jardinería, así como llenarla de enormes plantas-barrera ante los vecinos de enfrente, o de plantas sin más para acompañar a muchas otras que ya teníamos, esas que yo cuidaba y conocía una a una por su nombre y apellidos, junto con los de todos sus familiares. Con las que pasaba largos ratos haciendo cosas para él incomprensibles, que luego yo me ocupaba de pormenorizarle hasta en sus detalles botánicos más nimios.
Al recordar cómo soportaba mis entusiastas explicaciones una vez tras otra con tan buena cara y hasta con una media sonrisa, cuando yo sabía que no se enteraba de nada de lo que le estaba contando y que además no le interesaba lo más mínimo, no me cabe la menor duda de que está en el cielo, sea este real o inventado por nosotros, pobres seres desolados, derrotados y anhelantes.
“Quién sabe lo que se traga la tierra”, decía Machado.
Yo sí lo sé, al menos sé lo que se ha tragado para mí y que ninguna de mis plantas puede suplir, aunque pudiese hablarles de ellas a toda una asamblea de expertos.
Durante el verano de su agonía se me murieron todas, desde la más resistente a la más frágil. Fue un verano especialmente caluroso y ellas no tuvieron ni una gota de agua, aparte de que acabaron cargando con toda la suciedad que produce mi sucia ciudad.
Después de largos y angustiosos meses en Madrid, volví a casa sin él y me las encontré irrecuperables, marrones, tumbados los tallos y caídas las grandes hojas.
Y así decidí que se quedaran.
Javier estaba muerto, pues ellas también, una de esas extrañas lógicas de las que los dolientes nos imbuimos a veces. Y así las tuve durante mucho tiempo, lo exterior acorde con mi desierto interior.
Pero un día me compré un pequeño tronco de bambú, porque me pareció que de tan insignificante no era ni siquiera una planta, y además podía (y debía) estar dentro de casa, viviendo incomprensiblemente sólo de agua, que a menudo me olvidaba de cambiarle.
Y otro día, al cabo de muchos más, le llevé una mini-orquídea como compañía, tan minúscula que tampoco me pareció con categoría de flor, aunque esa compra me costó algo más hacerla, porque Javier y yo teníamos en casa el libro del sapientísimo Darwin sobre esas plantas y nos habíamos adentrado un poco en sus características y sus detalles tan peculiares.
Y aquí se aposentaron los dos, orquídea y bambú, creciendo tercamente pese a mis desganados cuidados –quizá en el fondo esperando que también se muriesen y diesen la razón a mi estado de ánimo–, junto a mis velitas y mis piñas secas. Un montaje del que él se habría reído con cierto malestar, porque ningún recordatorio de ese tipo le gustaba.
Pero llegó la primavera, y la luz y los días largos empezaron a hacer su efecto, a pesar de mi firme actitud de párpados apretados y puertas cerradas a cal y canto a la esperanza, porque, sin Javier, a la vida le está costando abrirse de nuevo camino en mí.
Primero fue gusto y contento al ver las plantas y terrazas o balcones de mis amigos y otras personas queridas, y luego, tenue y nebuloso, el recuerdo de la alegría (¿de verdad yo había sentido alegría alguna vez?) que cada mañana me proporcionaba visitar las nuestras antes y ver qué progresos habían hecho durante la noche.
—¿Qué diferencia va a haber entre ayer y hoy? –preguntaba Javier divertido cuando me veía observarlas con tanta atención y me ayudaba a llenar y transportar la regadera tamaño industrial cuando tocaba llevarles agua. Para siempre ya pendiente ha quedado instalar un grifo fuera, lo que nos hubiese facilitado la tarea.
Y un día, cuando él ya no estaba, sentí que ellas podían volver a acompañarme y a ponernos en contacto a través de mis rememoraciones, que hacen daño, un daño casi insoportable a ratos, pero poco a poco voy descubriendo que también consuelan.
No compré ni una de las plantas que teníamos juntos, las de ahora le habrían resultado todas nuevas y curiosas a su manera amablemente distante, sobre todo una mimosa sensitiva o mimosa púdica que pliega sus hojas cuando la tocas y que le habría servido para todo tipo de tomaduras de pelo, como le ha servido a mi hijo, con ese tipo de humor que compartían padrastro e hijastro y que me habrían dedicado en estéreo, como tantas veces.
Una de mis compañeras de UCI vivió veinte años con su marido y una de sus lamentaciones recurrentes en los primeros días de la pérdida era que ojalá hubiesen podido contar con unos pocos años más.
La entendía, pero no le decía nada, porque pensaba que lo mismo le habría pasado de haber dispuesto de otros diez, como era mi caso. Y que, fueran los que fuesen, todos le parecerían igual de insuficientes.
Aunque la rapidez con la que se nos ha pasado el tiempo no quiere decir que éste haya carecido de escollos. Ganga y mena, estudiábamos de pequeños, cuando ni siquiera sabíamos qué significaba ninguna de esas dos cosas.
Ahora me temo que también se nos confundirían un poco. Y ya no por ignorancia, como cuando éramos niños, sino porque sobre esas y otras palabras se han ido depositando nuevos significados.
Esa transformación de los vocablos fascinaba a Javier. Le gustaba indagar en los orígenes y evolución del lenguaje. Y era muy meticuloso en el uso que hacía de él, lo que, entre otras cosas, nos daba para muchas carcajadas.
Por ejemplo, opinaba que no puede llamarse igual el golpe que te das al caerte en una ciudad pequeña que en una grande. Porque, mientras en esta última te das un golpe, un tortazo, un porrazo, etcétera, en una pequeña sólo puede ser una toña.
Y cuando en nuestra particular ciudad pequeña, muy fría y por tanto con inviernos de suelos helados y resbaladizos, alguien se caía ante nuestra vista, nos costaba muchísimo aguantarnos la risa estúpida que nos entraba y acudir en ayuda del interesado, porque de inmediato decíamos los dos “Se ha dado una toña” y ya estábamos perdidos.
Supongo que más o menos a todo el mundo le resultan hilarantes los juegos con el lenguaje. Ya he explicado en otra parte cómo Javier me hablaba a veces en un catalán inventado. Y, además, bilingüe como era en castellano e inglés, anglificaba imaginativamente ciertas palabras para crear así otras en extremo inverosímiles sólo para hacerme reír.
Lamento no haberlas recogido todas, no haber llevado a cabo una recopilación exhaustiva.
Pero mientras vivimos no pensamos en la muerte y, a no ser que se sea calculador hasta casi rozar lo patológico, mucho menos en conservar reliquias, aunque sean sólo sonoras.
Para mí Javier no era alguien conocido del que un día habría gente –alguna incluso muy cercana– que habría guardado hasta la lista de la compra. Javier era mi marido, pero sobre todo era mi compañero y mi amigo, además de mi hombre, como decimos en catalán para marido, el meu home, un término que me parece más descriptivo que en castellano, menos eufemístico.
Y juntos vivimos muchísimas cosas, algo que luego en el duelo resulta ser una maldición. Porque quien ha estado presente en todo se echa en falta en todo y no hay nada que quede al margen de la añoranza.
Aún me duele y cuesta ver películas de los actores a los que peregrinamente atribuíamos elecciones. A Johnny Deep nos parecía que le encantaba llevar sombreros, luego ya se ha visto que le encanta llevar todo tipo de cosas, pero al principio, cuando sólo eran sombreros, elucubrábamos que en algún momento alguien le habría dicho “Qué bien te quedan los sombreros”, igual que a Nicolas Cage seguramente le hicieron notar “Tú es que corres muy bien”, porque es evidente que intenta correr en todas sus películas, a veces largas carreras entre canales. Van Damme en cambio pensábamos que habría llegado por sí solo a la conclusión de que el repelús que da cuando abre las piernas es un rasgo altamente atractivo.
Y así, incluso los elementos más tontos e inocuos de la vida cotidiana se convierten en nuevos obstáculos en un camino erizado de ellos.
Hay quien me dice que me tengo que sentir muy afortunada, que no mucha gente ha podido vivir algo semejante a lo que he vivido yo.
Aparte de ser mentira, unos y otros vivimos cosas parecidas, no se pueden imaginar qué poco consuelo me da eso…
Estos fragmentos corresponden al libro del mismo título, un homenaje a Javier Marías, último que publicará Reino de Redonda, la editorial que fundara el autor de Negra espalda del tiempo.