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ArpaEl amor y el duelo en tiempos del coronavirus. Cuando no importan...

El amor y el duelo en tiempos del coronavirus. Cuando no importan las vidas no se construyen hospitales

“El amor se hace más grande y noble en la calamidad”
Gabriel García Márquez

 

Desde que murió mi hermana pequeña por culpa de un fulminante cáncer de ovarios –hace ahora justo medio año– me quedé pensando en lo mucho que me hubiera gustado “hacer más”: decir más, preguntar más; y también “hacer menos”: decir menos, preguntar menos.

El día que mi hermana murió en Madrid yo estaba en Nueva York. Una semana antes le había dicho durante un segundo en el que ella había abierto los ojos: “Te voy a dar otro beso pegajoso”. Y le besé en la frente. Me separé de su cama de hospital e hice un amago de ir hacia la puerta de la habitación. “Mañana regreso a Nueva York a cuidar de mis pollitos”, dije en voz alta.

Me costaba salir porque no quería salir. Quería quedarme ahí y no tener que cuidar de nadie más, ni siquiera de mí misma. Entonces Marta abrió de nuevo los ojos, me miró, y me dijo como si nada: “Hasta luego”. Y su hasta luego me tranquilizó. “Hasta luego”, repetí yo para que nada le diera miedo, pues los días en este mundo no son eternos, aunque no queramos pensar en ello. Me dirigí hacia la puerta y agarré el picaporte, lo empujé hacia abajo, tiré hacia mí, pasé el cerco, cerré despacio, y me dije a mi misma: “Ahora toca ser más fuerte aún”.

La noche en la que murió mi hermana estuve charlando con la escritora Tatiana Osborne en mi estudio de Queens hasta pasadas las once. Recuerdo que me encontré de repente muy cansada, como si me hubieran puesto una pila de ladrillos encima de la cabeza, y le dije a Tatiana en mitad de una frase: “Me voy. No me encuentro bien”. A las 12:15 me metí en la cama. Le dediqué unos diez minutos a Marta mentalmente para que estuviera tranquila. Medio adormilada, oí que mi teléfono hacía: “bip-bip” y pensé: “Te acabas de ir. Tengo que descansar para salir mañana con energía hacia Madrid y cuidar de papá, mamá y tus niños”. Me di la vuelta y me dormí. Me desperté a las 5:46. Respiré hondo. Cogí el teléfono y leí mi mensaje de whatsapp de las 12:28am (6:28 am en Madrid) que decía: “Marta acaba de fallecer”. De eso hace seis meses.

*    *    *

Lunes 16 de marzo

El 14 de marzo escribí a esta revista para preguntar si había alguien cubriendo el coronavirus en Estados Unidos. Sabía que la pregunta podría involucrarme hasta la médula. “Te propongo escribir un diario del coronavirus en Nueva York para publicar el primer jueves de abril, el día 2. Tendrías que enviármelo como muy tarde el domingo 29 de marzo”, me contestaron. Todo un reto a tono con la situación, pensé yo. Es momento de confrontar retos, de dar ejemplo, repensé antes de teclear: “Vamos a por ello”.

Eso fue lo que dije, pero cuando me senté delante del ordenador no supe por dónde empezar. Lo único que me venía a la cabeza era la imagen de las personas en Italia que no podían despedirse de sus seres queridos según los entubaban en Palermo o en Milán. “Quizá sea bueno poner en orden mis pensamientos”, recé por lo bajinis. ¿Quién puede guiarnos en momentos como estos? ¿Qué más se puede escribir sobre lo que mil y un periodistas repiten cada veinte minutos? ¿Cuántos periódicos podemos leer a la vez?

El único modo de contar y compartir el tobogán por el que todos vamos a bajar es abriendo las puertas del corazón, pensé. Dicen que a este virus se le hace frente pensando en el colectivo, no siendo egoístas. Por eso decidí empezar hablando de algo personal. El coronavirus va a obligar a un número enorme de personas a tener que decir “hasta luego” a seres queridos antes de tiempo. No solo eso: el coronavirus va a obligar a muchas personas a no poder decir “hasta luego”.

Con esta idea en mente he escrito hoy el principio y el final de este ensayo, y los he separado con tres asteriscos pegados al centro de la hoja. Ahora me falta el relleno.

Dicen que es en la adversidad cuando descubrimos de qué pasta estamos hechos. Los malos son peores. Los buenos, más bellos.

Lo complicado de estas crónicas no es que tenga que escribir sobre lo que está por llegar. Lo difícil es que toca escribir sobre lo que sabemos que va a llegar.

Yo no estaba preparada para despedirme de mi hermana, y mucho menos desde la distancia. Mentalmente, le he pedido permiso para compartirlo, por si ilumina los angostos pasillos en los que no hemos enclaustrado estos días. No se le puede hacer frente a la muerte cuando viene a por ti. Se la puede torear un rato, eso sí.

Todos los que estamos aquí ahora conocemos o conoceremos a alguien de quien tendremos que despedirnos antes de tiempo. Habrá incluso quien tenga que despedirse a sí mismo. Dar los últimos pases con la muleta de la vida en una plaza vacía… menuda faena.

Va por ustedes.

Martes 17 de marzo. Lo que recuerdo

Empezaré esta especie de diario por la fase de negación. El hecho de tener reciente una muerte familiar hizo que me diera cuenta de que estaba bloqueando información importante porque no me convenía creerla. Qué buen refrán es ese de “No hay más ciego que el que no quiere ver”. De niña no me convenía tomarme la medicina porque –decía yo– sabía amarga. De mayor aprendo que la amargura llega cuando la medicina se acaba.

Dicen algunos que a este virus lo para el amor. Que si trabajamos juntos, todos a una, podemos levantar la piedra. Dicen que si somos egoístas la nieve no se irá de nuestro jardín.

Italia habla del dolor de ver a sus muertos como piezas verticales de dominó. China no habla de eso. ¿Estaremos preparados cuando este escenario llegue a Madrid? ¿Y en Nueva York? ¿Nos hemos preocupado tanto cuando la última epidemia creó un escenario dantesco en el continente africano? Qué distintas se ven las cosas cuando la muerte está cerca.

Imagino que cada uno de los que leen estas líneas recordará esta fase de negación o imposibilidad de ver el sufrimiento de nuestros vecinos, ya sean italianos, chinos o coreanos (en dos semanas seremos más). Hoy en Canadá, por ejemplo, algunos de mis amigos escribían en Facebook que el coronavirus es como la gripe. Me pregunto si en China no nos han contado las cosas como son. Si eso fuera cierto, ¿por qué alardearía alguien de tener la barba seca mientras se hunde en un pantano?

En fin. Las noticias de hoy serán historia el dos de abril.

Lunes, 9 de marzo. Me da por escribir a mi amiga Beatriz que vive en Milán

El lunes tenía mi maletita lista y mi tarjeta de embarque impresa para llegar a Boston antes de las dos de la tarde del martes y atender a la primera reunión de exalumnos de uno de los programas internacionales del Massachusets Institute of Tecnology. Por cosas de la vida esa tarde me dio por meterme en la bañera, Facebook en mano, como si aquello fuera un lujo, y escribir a mi amiga de Milán: ¿cómo vais? Me llegó su contestación ipso facto. Decía que llevaba días encerrada en su casa y que en España estaban locos por haber hecho el día anterior una manifestación gigantesca por las calles. Tengo permiso para compartir su mensaje de voz:

“En cuanto al tema, toda Italia es zona roja, alucinante, esto parece la película de El ángel exterminador de Buñuel o algo así, no sé, esto es una pesadilla total. He visto las noticias en España. Llevo dos horas intentando convencer a mis amistades que ellos son nosotros hace dos semanas, y yo sé cómo termina el acto segundo de esta obra de teatro. Y que me escuchen. Les he dado mil consejos. Hay gente que dice que soy una alarmista y hay otros que saben que lo que les cuento es verdad, y parece que han decidido escucharme y van a pasar del sentido del ridículo, y van a protegerse para proteger a los demás. Creo que voy a intentar hacer una campaña porque en España están de un pasota total. Amigas mías que han ido a la manifestación por el día de la mujer me dicen que ellos no son tan alarmistas como nosotros. Yo lo estoy pasando mal aquí encerrada y preocupada sin saber qué es lo que va a pasar… ¿Es que no ven que tienen aquí el ejemplo? Los hospitales no dan abasto. La gente muere porque no hay suficientes camas en la UCI. Me voy a dormir, estoy desvelada”.

Yo esa información no la había leído en ningún sitio. Recuerdo haber leído que el virus era como una gripe que se merendaba a ancianos y que al llegar el calor se iría. (Luego caería en la cuenta de que había sido una de las muchas exageraciones del presidente Trump).

Le dejé a Beatriz otro mensaje de whatsapp diciéndole que tenía razón. Que los que se preocupaban tan solo de estar ellos sanos eran unos egoístas. Que había que cuidar de los más vulnerables. Le dije que tenía que viajar a Boston, pero que no me acercaría mucho a las personas, que tendría cuidado. E intenté animarla: “Aquí en Nueva York han dicho que van a dar préstamos sin intereses para que cuando los trabajadores se pongan enfermos todos a la vez, la empresa no colapse. Mucho ánimo y a cuidarnos todos por el bien de la humanidad”.

Me quedé preocupada y pensé en mi amiga de la infancia, Patricia, médico en el hospital Ramón y Cajal de Madrid, y en su marido Paco, también médico. Se conocieron estudiando Medicina y tienen tres niños como tres soles. Aunque en la capital era la una de la mañana, le escribí: “¿Patricia, cómo vais por ahí?”.

Me fui a dormir y una pregunta me rondó por la mente: ¿Soy egoísta por ir a Boston? Me respondí que no porque ya tenía pagado el curso y el hotel. Cancelarlo todo a última hora me costaría unos buenos dólares. Había elegido no tener seguro de viaje porque el coronavirus no estaba en mis planes.

Martes, 10 de marzo. Al levantarme temprano me da un golpe de estómago

Sonó la alarma y mi intuición me dijo que me quedara en casa, pero no sabía por qué. La cosa no era para tanto. Tan sólo había en el norte de Nueva York un grupo de infectados y habían mandado a la National Guard para que el foco se quedara allí.

Pensé en los pros y los contras. Los pros eran muchos porque me moría de ganas de ir a mi simposio de Boston y entablar conversaciones sobre cómo concienciar sobre la sostenibilidad del planeta. Los contras me daban un poco de miedo: ¿Y si de repente, como me había dicho Beatriz, los casos se multiplicaban y me decían que no podía salir de Boston porque me daba un pelín de fiebre? ¿Y si cancelaban vuelos? Y si cerraban los colegios, ¿qué harían los niños en Nueva York mientras yo estaba de cuarentena en Boston? ¿Y si empezaban a contar barbaridades por los medios y los niños se tragaban las noticias de un sorbo? ¿Estaba siendo una alarmista? Eso era lo que le habían dicho a Beatriz las que se habían ido de manifestación…

Mi vuelo salía a las 11am. Para obligarme a pensar escribí a Beatriz a las 8:17am: “Creo que voy a cancelar mi viaje a Boston de hoy…”. Pero no lo cancelé. Pensé: “Si ya me he despedido de los niños esta mañana antes de ir al colegio, ¿qué van a decir cuando regresen y me vean aquí metida? ¿Pero y si esto explota? Si esto explota tengo que estar dentro, no fuera. Si es verdad que en una semana estaremos en la situación de Italia, cada minuto cuenta. Poco podré solucionar la sostenibilidad del planeta Tierra desde Boston si Nueva York entra en histeria”. Y concluí: “Hay que dar ejemplo con acciones en momentos clave, no con simposios”.

Convencida de que si empezaba a concienciarme de que iba a llegar el tsunami quizá me daría tiempo a subirme a un árbol y avisar al resto cuando viera de lejos la ola cancelé el vuelo, y me dije a mi misma: “Ahora toca ser aún más fuerte”.

A las 9:53 volví a escribir a Beatriz: “Ya lo he cancelado. Era una semana de conferencias. Así ayudo yo también. ¡Ánimo!”.

A las 9:57 Beatriz respondía: “Gracias por ayudar”.

A las 12:11pm de Nueva York, al salir del Ramón y Cajal, Patricia me respondía: “¡¡¡Gema!!! ¡¡¡Esto es un horror!!! Estamos colapsados, pero sobreviviremos. Lávate mucho las manos”.

Su respuesta me sorprendió porque el periódico ABC había publicado el 27 de febrero bajo la cabecera ‘Coronavirus: su baja mortalidad’, que el hecho de que la mayoría de los casos se curaran de forma espontánea sugería que la infección por el coronavirus tendría un comportamiento similar a otras infecciones respiratorias, como la gripe.

Pero mi amiga Patricia no exagera, pensé. Todo lo contrario. Desde la adolescencia, cuando yo me alarmaba con algo que parecía el fin del mundo, ella me decía: “No pasa nada”. La cosa debe ser grave para que Patricia use la palabra “horror”. No sé si las noticias que dan los periódicos son ciertas, pero lo que tengo claro es que es a ella y a Paco a quienes tengo que creer.

Le contesté con un mensaje de voz: “Te enviamos mucha fuerza… Y viene para acá… Tenemos que ayudar para que el virus no se expanda y no se colapsen los hospitales…”.

Por la tarde, con un poco de nostalgia, tecleé en Google: “Boston, coronavirus” y salió un artículo de The Boston Globe titulado: “Cómo la conferencia de Biogen en Boston ha expandido el coronavirus”. Contaban cómo el 26 de febrero un grupo internacional de empleados se había reunido en un hotel del centro y había convertido el café de al lado en un epicentro de expansión del virus. Decían que había –de repente– ochenta casos positivos en un solo día. Como si muchos se hubieran puesto enfermos a la vez; lo mismo que me había contado Beatriz.

Al ratito de leer el artículo vi por Facebook un vídeo del primer encuentro en Boston. El grupo, de unas cuarenta personas, están tomando cervezas en un bar donde decían andaba el coronavirus suelto. Me pregunté si acabarían en cuarentena.

La portada de The New York Times tenía un artículo dedicado al coronavirus: “Italia limita los viajes del país, igual que China”. Italia está lejos, pero a mí me queda un poquito más cerca porque allí vive Beatriz. Decidí ir al supermercado a hacer la compra porque tenía el frigorífico vacío. Sin querer metí en el carrito dos botellas de litro de aceite de oliva. Si le daba a la gente por llevarse el aceite, ¿cómo iba a hacer mis croquetas?

Miércoles, 11 de marzo. Dicen que si te lavas bien las manos no pasa nada

Con la cabeza aun en Boston, me encontré en Google un artículo que anunciaba: “Colegios públicos de Boston cierran tres campus por casos positivos de coronavirus”. Pensé en los míos y conté con los dedos: “el virus no ha podido entrar aún en los colegios de Nueva York, los niños están bien”. La mayoría de los casos del norte de Long Island estaban controlados, pero… ¿a qué velocidad se transmitiría el virus por el metro? Mañana el virus se irá de paseo, le saldrán más patas y el viernes querrá irse de maratón. El viernes no deberían ir los niños al colegio.

Antes de irme a dormir compartí en Facebook lo que decía Cristina Higgins desde Bérgamo, Italia, y un artículo de Newsweek que dice: “¿Joven y sin miedo por el coronavirus? Estupendo. Ahora deja de matar personas”.

Dicen que si te lavas bien las manos no pasa nada. Pero me imaginé el virus corriendo por la gran manzana y pensé: mejor ir a hacer la compra de la semana hoy miércoles para no tener que hacer colas largas. Compré unas tabletas de chocolate extra para tener una merienda un poco más alegre en caso de encierro.

Les dijimos a los niños por la noche que tendrían que recoger sus taquillas al día siguiente porque pronto no podrían ir al instituto. Queríamos proteger a la gente mayor. Les explicamos que el virus no afectaba a la gente joven, pero que había que ayudar en la medida que se pudiera porque la vida de muchas personas estaría en nuestras manos.

Trump anunciaba que cerraría las puertas a Europa, menos al Reino Unido e Irlanda. La restricción se aplicaría en la medianoche del viernes. Personas dentro del círculo de Trump dieron positivo y Trump se hizo el test. No pasa nada, todo está bajo control, contaba él.

Jueves, 12 de marzo. Yo elijo salvar vidas

Como los periódicos de Estados Unidos están centrados en las elecciones presidenciales y no en el coronavirus me informo a través de los periódicos españoles e italianos. Beatriz hace vídeos con el lema: “Yo elijo quedarme en casa. Yo elijo salvar vidas”.

¿Y qué pasará en el interior de las casas?, me preguntaba. Porque esa es otra. ¿Qué sucede en los hogares donde una persona tiene la costumbre de quejarse mientras la otra se disculpa? ¿Se escucharán a través del tabique las quejas sobre si el chocolate es líquido, espeso, blanco, negro, con leche, puro o impuro? (No existe el chocolate que pase el listón en la mente del abusador, pues necesita leña para quemar su fuego interior, avivado por la queja eterna y el eterno insulto). Por desgracia, conozco a personas confinadas en el interior de casas que viven situaciones parecidas. Me doy cuenta de la importancia de educar en reconocer un comportamiento sano de uno tóxico. Hay demasiados manipuladores que intentan convencer a sus parejas de que no pueden vivir sin sus abrazos para luego dejar de dárselos.

¿Cuántas personas vivirán estas semanas dramas familiares estando sus cuerpos sanos?

Viernes, 13 de marzo. Trump quiere mantener bajo el número de contaminados

Trump habla por la televisión y dice durante su rueda de prensa matutina que el virus pasará rápido. Pero yo no me lo creo. Ya ni me acuerdo dónde he leído que Trump no está permitiendo que los test lleguen fácilmente a los Estados Unidos para que así parezca que nuestros números son bajos y quedar él bien ante las próximas elecciones.

Pienso que probablemente llevamos semanas con un número alto de contagios y ni siquiera lo sabemos. Me centro en cocinar comida sana, con mucho ajo. La mejor manera de combatir el virus desde casa es subir las defensas.

Algunos periódicos anuncian que China ha enviado refuerzos a Italia. El Gobierno alemán promete ayudas a artistas y entidades musicales tras las cancelaciones por coronavirus. Trump dice que Google ha creado una plataforma para medir los casos de coronavirus. Google responde con un comunicado diciendo que eso es mentira.

Yo sigo mi simposio de Boston a través del ordenador y, cuando me toca hablar sobre la sostenibilidad del planeta, les digo que quería poner la teoría en práctica y por eso me he quedado en casa.

Anuncian en la tele que los casos de coronavirus van aumentando y me alegro de la decisión de no haber mandado a los niños al colegio.

Sábado, 14 de marzo. Pregunto a fronterad si alguien está cubriendo el coronavirus en Estados Unidos

Quiero ayudar. Quizá obligándome a escribir ayude. Pongo en Facebook un ramo de flores con la frase: “¡Podemos con ello! A estar positivos y a tener paciencia”.

Trump ya no deja volar a Reino Unido ni a Irlanda. Ha vuelto a cambiar de opinión.

Domingo, 15 de marzo. A partir del lunes no habrá clases

Bill de Blasio, el alcalde de Nueva York, se estaba resistiendo, pero por fin han anunciado que van a cerrar los colegios. Los padres habíamos recogiendo firmas para hacer presión y muchos profesores habían amenazado con no ir a clase el lunes. Ya no habrá clases. Quién sabe hasta cuándo.

Los niños están frustrados, nerviosos y hablan más alto. Es normal. En una casa de Queens castigan a una quinceañera sin teléfono justo el día que la aíslan de modo indefinido. Castigar a una adolescente con perder su derecho a comunicarse en tiempos del coronavirus es intenso. “Si no hay consecuencias por las acciones no hay cambio en el comportamiento. Esto se aplica a todo el mundo. Es una relación directa. No es complicado. Es algo que todo el mundo sabe”, explica el padre.

Ojalá el comportamiento del coronavirus pudiera cambiarse si le quitáramos al Covid-19 su teléfono, pienso yo. Ojalá fuera una relación directa. Ojalá no fuera complicado. Ojalá fuera algo que todo el mundo sabe. Me pregunto si la membrana que recubre el virus se desintegra también con amor además de con jabón.

Voy de nuevo al supermercado y me encuentro con muchas estantes vacíos, tantas que hago una foto. Al llegar a casa meto las bolsas con los víveres dentro de un armario.

Es imposible que este virus se controle lavándonos las manos porque está descontrolado, como los adolescentes en la edad del pavo, aunque digan que el coronavirus viene de un murciélago. Seguro que “el bicho” está pegado a mis dos latas de aceitunas, mis dos botellitas de jabón de la cocina y mi jarrita de miel. Por si acaso, les digo a mis víveres con todo el amor del mundo: “lo siento, pero tenéis que esperar aquí unos días antes de ser colocadas en la repisa”.

Aunque me resulta un poco raro, me pongo a lavar la fruta pieza por pieza, como si fueran tazas de café. También lavo los contenedores de los huevos y la leche. No sé yo si me estoy pasando, pero mi golpe de estómago me dice que voy bien. Si mi golpe de estómago acertó con lo del viaje a Boston tendré que hacerle caso.

Me llegan buenas noticias desde Madrid. Patricia dice con fotos que les han llegado al Ramón y Cajal refuerzos de China. Le dejo un mensaje de voz: “No sé qué decirte porque no me puedo hacer a la idea de lo que tenéis encima. Un beso, te quiero mucho”, y comparto sus fotos por Facebook.

 Lunes, 16 de marzo. Veo una hormiga

Hay una hormiga caminando por el suelo de mi cocina. Es diminuta. La veo porque se mueve. “Si no te hubieras movido hubieras pasado inadvertida, tonta”, le digo con el pensamiento. Y como me da pena la dejo seguir caminando. Me pregunto si la hormiga ve las baldosas como países sin fronteras por donde viajar a sus anchas, o si borra sus huellas con una toallita desinfectante para no contagiar a sus compañeras. La dejo marchar. Me imagino que yo soy como ella y que alguien me observa desde arriba.

Me he obligado a quedarme en casa desde el lunes pasado y está claro que tantas horas en el mismo espacio empiezan a hacer efecto. Recuerdo lo que me dijo en el 2008 Breyten Breytenbach –artista, poeta, profesor de escritura creativa en la New York University y ex prisionero político del 1975 al 1982 en África del Sur, donde concluyó dos estancias en confinamiento solitario–: “Cuando pasas tantas horas solo, una sombra en la pared se convierte en una película de acción”.

Con esa excusa me monto mi propia película y me imagino que viene otra hormiga por la otra esquina. “Déjame que te cuente lo que es el amor”, dice la hormiga de la baldosa de la derecha. “Déjame que te cuente lo que es el duelo y el dolor”, dice la hormiga de la izquierda. Las hormigas corren el peligro de fundirse en el sándwich de queso que estoy escribiendo, pienso yo.

Como las conversaciones de Facebook están centradas en el heroico trabajo de los cajeros y cajeras del supermercado, las personas de la limpieza y quienes trabajan en los hospitales, comparto en Facebook un cómic donde los superhéroes dan la bienvenida a un médico. Pienso otra vez en Patricia y Paco.

El New York Times publica: “Las víctimas del coronavirus en Italia confrontan la muerte solos y se posponen los funerales”. Apenas el 28 de febrero el ABC daba el titular: “La gripe común en España es más letal que el coronavirus en el mundo”.

Trump pide a los estadounidenses que no se reúnan en grupos de más de diez personas y dice que una cuarentena no es necesaria en este momento.

Escribo como una loca lo que recuerdo de la semana anterior porque soy consciente de que dentro de nada no voy a poder procesar tanta información. Me animo pensando que si los médicos pueden seguir curando yo también puedo seguir informando sobre lo que veo a mi alrededor.

Martes, 17 de marzo. El que no admita que se siente vulnerable, miente

Muchos amigos y amigas artistas intentan enviar energía positiva al patio de Facebook con memes. Debo admitir que hay uno que me hace reír de lo lindo: un hombre echa aceite al suelo de la cocina, debajo del lavabo, para que las plantas de sus pies resbalen como si fuera una máquina del gimnasio. Lo que más me llama la atención es que lanza el aceite al suelo con determinación, sin miedo a tropezarse o a abrirse la cabeza de un resbalón. Su inventiva me anima a buscar otros modos de mantener un estado de calma en estos meses de encierro y concienciación.

Miércoles, 18 de marzo. Vamos a por crónica diaria

Recibo un mensaje de los compañeros de la reunión de Boston. Al llegar a sus países de regreso muchos tienen que permanecer en cuarentena y no pueden abrazar a sus familias. Quizá sea egoísta, pero me alegro de que yo no haya tenido que estar de cuarentena y haya podido cocinar para mi familia.

Anoto un par de noticias: 7.111 casos en todo Estados Unidos USA, 120 muertos. (Hago un pantallazo); Kansas cierra las escuelas hasta el fin de curso, de preescolar a 12 grade. (Hago un pantallazo); Trump dice: “Consideramos la batalla contra el coronavirus una guerra”.

Me tomo el día libre para observar.

Jueves, 19 de marzo. Diez días después de la llamada a Milán

Ayer escribí lo que recordaba de la semana pasada y me dio la sensación de recordar épocas milenarias. Ahora veo un anuncio en el televisor donde una pareja se da un beso y me sube un escalofrío por las piernas, como si quisiera decirles: “¡No, todavía no! ¿Te has puesto el termómetro?”.

El artista Antonio Ortuño ha perdido a sus dos roommates en el mismo día: uno regresó a Italia y el otro a Irlanda para estar cerca de los suyos. Dice Antonio que va a hacer todas las mañanas una rutina de ejercicio de cardio en Facebook, al estilo Ana Nasarre, para animarnos a que sigamos estando en forma y no nos deprimamos. Por las tardes realizará, también por Facebook, fiestas con música española.

Trump ha dicho esta mañana por la televisión que la FDA (el departamento estatal que se ocupa de las medicinas y la alimentación) ha aprobado el tratamiento utilizado contra la malaria, llamada chloroquine, para que empiecen a combatir el COVID-19. Lo he oído en directo y me he quedado pasmada. Como rayos, me han venido un par de pensamientos: “Un presidente no puede decir eso. Eso una generalización. La gente escucha. ¿Y si hubiera algún loco que empezara a automedicarse? ¿Es posible que la gente escuche a un líder que dice semejantes sandeces?”.

Viernes, 20 de marzo. Escucho en directo los aplausos de los balcones de Madrid

Llamo a mis padres por teléfono para decirles que me han enviado unos carteles por internet sobre las horas que se mantiene presente este virus vivo en los metales, en el plástico, en la tela, en el asfalto… Parece que en España también tienen aprendida la lección sobre cómo limpiar los productos antes de usarlos.

De repente, escucho golpes de sartenes y gritos. “¡Ah, ya son las ocho! ¡Mira, Gema, ya ha empezado!”, dice mi madre. Yo ver, no veo nada. Pero oigo. Parece que todo el barrio ha entrado en un estado revolucionario. “Lo hacemos para dar las gracias a los médicos y la gente que se está dejando el pellejo para salvar vidas en los hospitales”, me explica. “Ya, y ya de paso os desahogáis todos. ¿Es eso un pasodoble en la parte de atrás?”, le pregunto. Y me cuentan que el vecino de enfrente, después de los aplausos, pone la música alta y se pone a bailar. Pues igual que Antonio Orduño, pienso yo.

Hoy Rebecca Fishbein titula su artículo ‘Ayuda, creo que me he enamorado de Andrew Cuomo’ y comparte el vídeo de los hermanos Cuomo (uno gobernador de Nueva York, el otro presentador de televisión) donde hablan entre bromas y veras sobre cuánto les quiere su madre. Añade: “creo que tengo el síndrome de Estocolmo. No es que me tenga presa como el coronavirus, pero es el único que me dice qué hacer, dónde puedo ir y no ir (no puedo ir a ningún sitio), a quién puedo ver, y a quién puedo escuchar y a quién no”.

Es normal que la gente se enamore de Cuomo, el gobernador, el día en el que nos dan la noticia de que varios senadores de Estados Unidos han ganado mucho dinero en Wall Street al vender sus acciones antes de que la bolsa cayera en picado. (Sí, es cierto. Dicen que los van a investigar).

Ayer el New York Times daba la noticia de que el senador Richard M. Burr había vendido a mediados de febrero cientos de miles de dólares en la bolsa mientras el presidente Trump y otros de su partido contaban a voces que el coronavirus pasaría rápido.

Recuerdo de aquellos días. En la cadena de televisión Fox contaban que Estados Unidos estaba “más preparado que nunca” y el 27 de febrero, cuando teníamos tan solo quince casos confirmados de Covid-19, el presidente Trump había dicho: “El virus va a desaparecer. Un buen día, como un milagro. Desaparecerá”. Y, para aclarar la situación aún más había añadido: “Puede empeorar antes de mejorar. Puede quizá marcharse. Ya veremos qué es lo que pasa”. (Texto original por si alguien cree que es mentira. Está grabado en vídeo: “It’s going to disappear. One day, it’s like a miracle. It will disappear. It could get worse before it gets better. It could maybe go away. We’ll see what happens”).

Con razón Ben Smith, también del New York Times, escribe hoy una columna titulada: ‘Cuomo es el loco controlador que todos necesitamos en estos momentos’.

Al otro lado del Atlántico, mi amiga Patricia escribe a través de whatsapp “A por un día más” y cuelga una foto de ella misma vestida con máscara, gorro de operar y batín de médico, en una sala de hospital llena de botecitos en la parte de atrás. Menos mal que a mí me guía mi amiga. Comparto la foto.

Sábado, 21 de marzo. Abuelitos americanos que darían su vida por la economía

Me cuesta centrarme en la realidad porque la realidad cambia cada cinco minutos. Y me pregunto en qué realidades vivirá el resto del mundo ahora que les han obligado a actuar de manera diferente.

La vida te obliga desde niño a crecer, a cambiar de escenario: puede morirse tu gato, tu hámster o tu periquito, y eso es una tragedia en sí; pero si te quieren convencer de que –si les preguntaran– muchos abuelitos darían su vida por la economía, eso es una barbaridad. Eso es lo que piensa el gobernador de Texas, Dan Patrick. Hoy ha dicho públicamente que “muchos abuelitos darían su vida para salvar la economía de sus nietos”.

El gobernador de Nueva York responderá en un par de días lo siguiente: “Mi madre no puede ser reemplazada, ni tu madre, ni tus hermanos, ni tus hermanas. No vamos a aceptar una propuesta donde la vida humana sea reemplazada. No vamos a reemplazar a ningún ser humano por ningún dólar”. Bill Gates dirá de modo rotundo: “Necesitamos un aislamiento extremo, la economía es lo de menos”.

Llamo a mi amiga Elena para decirle que tengo bloqueo mental y no puedo escribir; que la desinformación es tanta y cambia tan rápidamente que me cuesta digerirla, y más aún con los niños en casa. Me dice que escriba lo que le acabo de contar. Pienso que tengo muy buenos amigos.

Domingo, 22 de marzo. Línea electrónica de ayuda emocional para neoyorquinos

Tengo permiso para contar brevemente la historia de una amiga desesperada. No quiere dar su nombre, así que la llamaremos X.

X tiene un marido de esos que parecen maravillosos de puertas afuera, pero que hablan con frases que intentan acabar con la autoestima del contertulio de puertas adentro. Mi amiga está preocupada porque, con las nuevas estipulaciones de no poder salir de casa, no puede evadirse de las frases de su marido y, lo que es peor, tampoco pueden sus tres hijos. Le comento que he leído un artículo recientemente sobre esa problemática. Escucho su voz quebrada a través del teléfono que dice: “Creo que tiene una amante y, como ahora no puede verla, lo paga conmigo”. No tengo respuesta ante tal acertijo. ¿Cuántos amantes habrá encerrados en sus casas sin poder verse? ¿Se enviarán cartas a través de palomas mensajeras?

Como respuesta a esta y otras muchas situaciones parecidas el gobernador Cuomo pide a profesionales del campo de la psicología y la psiquiatría que construyan una red electrónica para que los neoyorquinos podamos ser atendidos, pues vamos a necesitar ayuda y apoyo emocional. “Es importante hablar de las consecuencias económicas, pero el estrés, la ansiedad, las emociones que provoca esta crisis son significativas, y el duelo que habrá que pasar en el campo emocional pesará tanto como el económico”, dice. El miércoles la red estará lista.

Los neoyorquinos podremos llamar al (1) 844-863-9314 para que nos cuiden gratis si lo necesitamos. Es importante hablar de las consecuencias de la salud mental en los neoyorquinos pues tendremos que enfrentarnos al pico del coronavirus en tres semanas y, desafortunadamente, están los hospitales ya al máximo de su capacidad.

No me creo lo que me cuentan

Hoy he llamado por teléfono a mi amigo y artista Roberto Coromina, que está estos días viviendo en Tortosa, Tarragona, en una casa en el campo rodeado de olivos y un limonero que da limones excepcionales para el té. Hace un par de meses tuve la fortuna de arrancar uno de la rama y tomármelo bien mezcladito con miel. Aquel día, la casa de Coromina parecía un poco aislada de la civilización. Hoy, me decía él, parece una especie de Jardín del Edén por donde caminar, buscar hormigas, levantar piedras, apilar tejas. En fin: un fragmento de naturaleza que se aprecia cuando se nos pide que nos encerremos.

Le he preguntado a Roberto cómo digiere él toda la información que nos llega, y que yo no sabía ya cómo discernir lo que es cierto de lo que pudiera ser exageración o propaganda.

¿Cómo puede ser posible que en China no hayan tenido tantos muertos y en Italia estén como estén? Yo le sigo dando vueltas y no me creo lo que cuentan.

Escríbelo, escríbelo, me dice él.

‘The hidden enemy’

Comparten la historia del primer paciente desentubado en el Hospital Clínico San Carlos de Madrid. El vídeo de ese momento se ha hecho viral en las redes sociales porque todo el mundo está ansioso de noticias como esta.

Mientras tanto Trump llama al virus “el enemigo invisible” y dice que veremos la economía subiendo como un cohete cuando el virus pase. Ganaremos la guerra, dice.

Parece que Trump está perdiendo la paciencia con el doctor Anthony Fauci, científico que le rectifica cada vez que él habla, y a quien la gente cree estos días. Los periodistas ya no preguntan al presidente, sino al científico. “La pregunta no es para usted, es para él”, dicen. Como consecuencia, Trump ha dejado de invitar a Fauci a que dé explicaciones ante la prensa.

Hay tantas y tantas historias surrealistas en este país en el que vivo que no es posible contarlas todas. Como dicen en la Biblia: “No habría páginas para contar todas las andanzas de Jesucrito en la tierra”. Yo pienso que las sandeces que cuenta Trump deben quedarse un pelín cortas. Es un peligro que otros ya habían calculado.

En Madrid hacen crucigramas y chistes. Nosotros tenemos una Casa Blanca que es el hazmerreír del mundo.

Lunes, 23 de marzo. Cuando no importan las vidas no se construyen hospitales

Empieza el colegio en casa. Mi hijo de dieciséis años está haciendo un trabajo teórico sobre la Segunda Guerra Mundial. Me acerco y veo una foto en blanco y negro en la pantalla de su ordenador. Déjame verla de cerca, le dijo. Y con el ratón, la amplía. Veo las caras de muchachos de la edad de mi hijo, con el pelo despeinado, encima de unas trincheras. Mueven sacos. Me fijo en la expresión del muchacho que está más cerca de la cámara con la mirada perdida en el infinito. Es la misma cara que tienen los doctores que salen en los periódicos estos días. Caras de ver la muerte demasiado cerca. Caras de no entender las estupideces de la vida. Caras de no poder digerir lo que sucede alrededor a causa de lo rápido y lento que está pasando. Son caras que se miran en el día a día como se miran otras caras en muchas otras tierras donde también se muere de virus, balas, hambre, calor o frío.

Hoy las noticias de España cuentan lo mismo que contaban en Milán cuando hablé con Beatriz: no hay suficientes personas para atender a los vivos ni a los muertos porque el contagio es demasiado rápido y no dan abasto. Se encuentran a personas que han fallecido en sus casas porque, como estaban muertas, no pudieron avisar a nadie para que las recogieran.

Estas situaciones llegarán a Nueva York y, por muchos motivos, no estamos preparados. Por un lado, hay indocumentados sin seguro que probablemente preferirán esconderse debajo de las sábanas creyendo que están protegiendo así a sus familias. (Ahora ni siquiera pueden ser deportados. Las fronteras están cerradas). Por otro lado, habrá familias que prefieran respirar cerca del suelo cuando les falte el aliento por miedo a dejar en el testamento una cuenta de miles de dólares por espirar conectado a un ventilador de oxígeno. (De un modo u otro, morirán asfixiados).

Justo hoy, cuando había decidido no poner la televisión y pasar unas horas sin leer prensa para centrarme en mis hijos, resulta que Trump ha dicho que en unas tres semanas las personas jóvenes tendrán que volver a trabajar para que la economía no se pare.

No quiero juzgar. Pero a veces pienso que Trump intenta prepararlo todo para que se mueran más de un solo golpe y la economía no sufra. Que sufran los humanos, no los números. Son situaciones de novela de Victor Hugo: saber que si pones a la economía por delante sacrificarás vidas. Saber que cuando no importan las vidas no se construyen hospitales.

Los neoyorquinos seguimos metidos en nuestras casas, pero no porque la policía nos multe si salimos. Tenemos total libertad para salir, pero en esta realidad de desinformación preferimos quedarnos dentro pues creemos a nuestros familiares cuando nos dicen que se han lavado las manos.

Martes, 24 de marzo. Vosotros elegís a las 26.000 personas que van a morir

El profesor de mi hija empieza su clase por internet y dice: “¡Qué bien que estéis hoy todos en clase!”. Está sorprendido por la alta asistencia. La semana anterior ha sido la primera donde los niños han permanecido aislados en sus casas. Pienso que la juventud necesita esa comunidad, esa convivencia, esa sensación de pertenecer a un grupo, incluso si es la clase de matemáticas.

Mi hijo ha ocupado la oficina para su clase online. Mi hija ha preferido el salón y sabe que camino por la parte de atrás con cuidado para no salir en la cámara. Me mira y se ríe.

El profesor de matemáticas les dice a los chicos que lo están haciendo muy bien. Los chicos dicen que les han puesto cuarenta y ocho páginas de deberes ayer, que es mucho. El profesor contesta que tanto ellos como los profesores están aprendiendo a dar clases por internet y que aún no saben muy bien cómo será el proceso, pero que no tiene duda que irán ajustando los deberes si ven que son demasiados. “No os preocupéis, todo va a salir bien. Gracias por todas vuestras ideas y comentarios”, dice.

Yo, en la parte de atrás, casi me emociono al escuchar a otro adulto animando a mis hijos, porque eso es lo que los hijos necesitan estos días: un espacio para desahogarse de las pesadillas de la noche anterior, cuando sueñan que sus padres tienen el coronavirus y se quedan atrapados dentro de un museo parisino. “No pasa nada, todo va a estar bien. La vida es así. Esto pasará y seguiremos creciendo. Sois fuertes. Os he preparado desde bebés para una cosa así, pero vosotros aún no lo sabéis. Cuéntame qué deberes tienes hoy. Venga, vamos a por ello. Tú puedes”, les digo mientras intento ser una buena madre.

El gobernador nos ha dicho por la mañana que los números de infectados están aumentando más rápido de lo que los expertos habían augurado, y manda el siguiente mensaje en directo al Gobierno Federal de Estados Unidos: “Vosotros elegís a las 26.000 personas que van a morir porque nos habéis enviado solo 400 ventiladores”.

Miércoles, 25 de marzo. La gente pierde los nervios en los supermercados

Hoy he decidido no volver a encender la televisión y parece que en muchas casas de Estados Unidos han decidido hacer lo mismo. Ayer Trump dijo en su rueda de prensa matinal que le encantaría “que el país estuviera funcionando y a tope justo para el domingo de Pascua”, el 12 de abril. La prensa le critica y dice que no es el momento de crear falsas expectativas, sino de tomar medidas más preventivas.

En Arizona ha muerto un hombre por intentar automedicarse con aquella droga que –dijo Trump– ayudaba contra la malaria y el Covid-19. Resulta que ese medicamento se encuentra en un producto para limpiar peceras, y resulta que el precio del producto de limpiar peceras ha subido estos días. Eso cuenta la BBC en su artículo: “Un hombre muere bebiéndose el limpiador de la pecera como medicina contra el virus”.

La gente está perdiendo también la paciencia en los supermercados. Cuentan que una señora insultó a un hombre con un carrito lleno de papel higiénico: le llamo egoísta, malvado y ogro. Tras desahogarse el empleado la contestó: “¿Se encuentra usted mejor? Voy a rellenar estanterías”. No hay que tomarse a mal lo que pueda decirnos estos días. Hay mucha tensión.

Jueves, 26 de marzo. Dicen que la mitad de la nación se ha enamorado de nuestro gobernador

Cuomo da su informe matutino y lo transmiten a todo el país. Es normal enamorarse de alguien que sabe cómo dirigir el barco en mitad de una tormenta y que contesta a Trump con frases divertidas y contundentes. Rachel Maddow ha dicho que tenemos dos presidentes, uno en Washington –desinformándonos y comportándose de modo irresponsable– y otro en Nueva York que se toma en serio el coronavirus.

A Trump le han censurado en la mayoría de las televisiones por decir idioteces, incluida las frases “No creo que que necesitéis (en Nueva York) 40.000 o 30.000 ventiladores” y “La situación está mal, pero hay que volver a trabajar y creo que podemos empezar abriendo ya algunas áreas del país”.

“Apreciadme o no os llamo”, parece que ha dicho Trump hoy por su micrófono. Han encontrado muchos respiradores confiscados. Por qué, para qué, es un misterio. Los periodistas no pueden creer las noticias que dan.

Mirar Facebook ya no es un lujo donde perder un poco el tiempo, sino un muro histérico donde las personas se desahogan y comparten en su mayoría bromas y llantos. Decido hacer una tortilla de patata y cortarla en cubitos con palillos. “Mira, como en España”, le digo a mi hijo. Y nos comemos los pinchos como si estuviéramos en un bar de Huertas.

Hoy contamos con 519 muertes y 44.635 casos. Tenemos en Nueva York un camión frigorífico aparcado a la puerta del Elmhurst Hospital para recoger los cuerpos inertes según se van apilando.

Atrás se quedaron las bromas de las mascarillas.

Viernes, 27 de marzo. Cuomo dice a la Guardia Nacional que le dé al coronavirus una patada en el culo

Ayer el New York Times contaba que Kious Kelly, enfermero jefe del Manhattan Hospital, ha muerto de coronavirus con 48 años porque no tenía batas de repuesto para cambiarse cuando trataba a pacientes. “Estoy bien. No le digas nada a papá y mamá. Se preocuparán”, le escribía a su hermana la semana pasada antes de entubarle. Ahora la hermana está enfadada porque –dice–. La muerte de Kious se podría haber evitado.

Y esa es la cuestión: ¿Qué valor le damos a la vida? ¿Estamos dispuestos a aburrirnos en casa para que se contagie un médico menos? O, como solemos hacer cuando pensamos en las personas que mueren en guerras o por falta de agua, ¿lo bloqueamos mentalmente mientras nos tomamos unas tapas? No está mal bloquearlo un rato, porque hay que seguir, claro está. Pero se nos ha puesto en la situación donde tomarnos unas tapas puede ocasionar daño.

Mi amigo John sigue escribiendo por Facebook que las cifras del coronavirus son parecidas a las de la gripe. “Sí, es verdad que estas gripes son diferentes: Covid-19 tiene un departamento de marketing mientras que la gripe normal no lo tiene”, dice.

Me harto al leer aquello y contesto públicamente:

“John, olvídate del virus. La cuestión es que demasiadas personas están enfermando demasiado deprisa; demasiadas personas están muriendo a la vez en países que no están acostumbrados a este escenario. Piensa si –de repente– hubiera miles de accidentes de coche porque las carreteras están llenas de aceite y, como consecuencia, los hospitales colapsaran. ¿Les dirías a los conductores que siguieran conduciendo como si nada? Si al menos tuvieras suficientes hospitales y ataúdes listos… pues vale, podrías incluso animarles, ¿pero qué pasa cuando no hay suficientes hospitales ni ataúdes? No existe economía que pueda mantenerse sin doctores, enfermeros, ataúdes ni hospitales. Lo sabes muy bien”.

Hoy es el último día que informo en mi diario. Estas son algunas de las noticias de hoy:

—Han hecho un grafiti con la cara redonda de Trump de color verde rodeada de trompetitas-patitas de coronavirus.

—El primer ministro británico ha dado positivo y la noticia viene acompañada por un vídeo donde dice que no va a dar el codo sino la mano.

—Trump repite que no cree que necesiten miles de ventiladores en los hospitales porque hasta hace muy poco solo tenían dos o tres.

—Anuncian que un chico de diecisiete años ha muerto en Los Ángeles de coronavirus por no admitirle en el hospital porque no tenía seguro.

—El gobernador Cuomo dice que no tiene una bola de cristal y que se guía por estadísticas y números.

—Aún se discute si el país se abre o se cierra para el día de Pascua.

—El doctor Fauci dice que la agenda la marca el virus, no nosotros.

—Se hacen apuestas sobre cuándo llegará el “pico” y cuándo se irá.

—La iniciativa #ClapBecauseWeCare es una novedad. Empieza hoy en Nueva York y durará dos minutos. Podemos participar desde donde estemos. Será en honor al trabajo realizado por todas las personas que son esenciales en estos momentos.

—Manolo Espaliú escribe en Facebook desde España: “¿Por qué las 20:00 horas se adelantan a las 19:58?”.

En la CNN dicen que Trump está ayudando a los estados que le apoyan, pero a otros no. Quizá la ola del Tsunami se lleve el bosque de cuajo.

Sábado, 28 de marzo. Ha fallecido Emilia

No ha empezado a llover y me toca cerrar el paraguas. A las 12:00 am envío el texto a Madrid.

Hace un rato me ha llamado mi amiga Patricia y me ha dado permiso para compartir sus fotos del hospital. Me ha dicho que su suegra acababa de fallecer hacía tres días por culpa del coronavirus: “El veinticinco de marzo, sí, el día de mi cumpleaños”.

Le he dicho que lo sentía mucho y que estaba a punto de darle al enter y enviar este manuscrito, pero que si quería comunicar algo a los lectores, lo incluiría. Me ha dicho: “Cuéntales que todo esto va a pasar, que hay luz al final del túnel”.

Me ha contado también que muchos de sus compañeros de hospital han caído enfermos y que a día de hoy no tiene el equipo tan completo como al principio, pero que se cambia de ropa antes de llegar a casa y nada más entrar por la puerta se pega una ducha.

Entonces le he dicho que le iba a dedicar esta crónica también a Emi, la madre de Paco, por haber dado a luz a un médico y ser la suegra de otro médico.

“He titulado el articulo El amor y el duelo en tiempos del coronavirus justo pensando en las personas que van a perder algún familiar”, le he dicho. “No sabía que Emi sería la primera. Si mi texto os resulta largo, leeros tan sólo los trocitos que aparecen antes y después de los asteriscos, quizá os ayuden”, he concluido.

“Gracias, Gema. Tenemos muchas ganas de leerlo. Hay mucha oscuridad y hay que iluminar”, me ha dicho ella. Y se me ha puesto el vello de punta.

Domingo, 29 de marzo

Son las 12:00 am en Nueva York; seis de la mañana del domingo en España.

Enter.

*    *    *

Antes de darle a mi hermana aquel beso pegajoso en la frente le había enseñado una foto en mi teléfono donde aparecían sus niños divertidos en un parque, debajo de mis brazos. “Mira, están debajo de mis alitas”, le había dicho yo.

Al llegar a la casa de mis padres –donde me alojaba aquellos días– cogí papel y lápiz y escribí sabiendo que compartiría aquel texto cuando ella ya no estuviera. Escribí pensando en sus hijos y en quienes acudirían a la iglesia el día que le dijéramos todos adiós a la vez. Escribí con todo el amor del mundo para intentar iluminar en momentos de tristeza porque, si mi hermana me hubiera encargado algo, hubiera sido eso: “si alguien puede iluminar con algo traumático, esa eres tú, Geminguey”. Convencida de tener que cumplir con esa misión escribí una especia de cuento para que sus niños no se asustaran si el ambiente se volvía demasiado lúgubre dentro del templo. Confieso que, a veces, cuando me sentía inútil o necesitaba procesar algo del duelo por el que la familia entera estaba pasando, releía el texto como si fuera un faro.

Justo un mes antes de morir mi hermana, casi en un sueño, con cien años murió nuestra abuela. Marta no pudo acudir a aquella misa por estar en el hospital, y sus niños me preguntaron que a dónde se había ido su bisabuela. (Sabían que iba al cielo, pero querían saber más). Como la pregunta me pilló por sorpresa les dije bromeando que la vida era como el juego de Super Mario y la bisa había subido de nivel porque era muy buena.

“Qué chuli”, me había dicho el pequeño. “¿Y una vez allí puedes volver a subir de nivel, y de nivel, y de nivel? ¿Cuántos niveles crees que habrá, tía?”. A mí me dio la risa porque era muy buena pregunta para un niño de ocho años. Un par de días después le contaba a mi hermana la anécdota en un mensaje de whatsapp que aún tengo grabado. Entre los tres habíamos decidido que la bisa estaba bien entretenida en el cielo subiendo andamios.

Por culpa de las siete horas que tarda en llegar el vuelo de Nueva York a Madrid no pude estar presente en el tanatorio la mañana en la que mis padres agradecieron las condolencias de familiares y amigos. Cuando nos reunimos en la iglesia me dijeron que había problemas con el micrófono y no podría compartir mi texto.

Cuando me lo dijeron sentí un golpe seco en el vientre. (Hay modos extraños en los que las personas procesan su dolor o su incomprensión). Metí aquel texto en un cajón al llegar a casa, y ahí ha estado hasta hoy.

El coronavirus nos va a obligar a enfrentarnos a un duelo global y más de uno tendrá que prepararse para subir andamios. Como yo no soy médico ni enfermera, ni sé coser mascarillas o batas como está haciendo Armani estos días de cuarentena, quiero ofrecer el texto que escribí en honor a mi hermana para quien le pueda servir en estos momentos de dificultad. A falta de micrófono aquel día, creo que está bien que lo comparta ahora. Dicen que nunca es tarde si la dicha es buena y, sobre todo, la promesa de amar todo lo que se pueda –en la calamidad y en el duelo– es una promesa eterna.

Cuando se extienden las alas hay cobijo para muchos más. No tengamos miedo a volar.

*    *    *

La vida es como un nivel de ‘Super Mario’

Uno no sabe cuándo va a subir de nivel, pero cuando llegas, pues has llegado. Y hay algo muy bonito en todo esto porque todos –absolutamente todos– algún día subiremos de nivel. Pero uno no puede subir de nivel así sin más: no. Antes, hay que realizar aquí abajo una importante labor y –solamente cuando esa labor está hecha– entonces nos suben de nivel. Pero antes no.

Esto es muy importante porque, muchas veces, no entendemos cuándo ni por qué hay que pasar de nivel. Y nos estancamos en el por qué. “¿Y por qué? ¿Y por qué? ¿Y por qué?”. Pero, algunas de las cosas más grandes de este mundo no tienen por qué y no hace falta siquiera que las entendamos.

¿Por qué sale el sol cada mañana? En realidad, no lo sabemos. Y si nos lo preguntan y no sabemos, no nos importa, porque sabemos que el sol volverá a salir al próximo día.

Al principio, hace mucho, mucho tiempo, cuando se iba el sol la gente se asustaba. Y mucho. Y se ponía triste. Y lloraba. Hasta que un día se dieron cuenta de que por la noche salía la luna y los días seguían pasando. y el mar crecía cerca de la orilla, y el río llevaba agua.

Marta –lo sepa ella o no; lo sepamos nosotros o no– ha hecho un trabajo extraordinario en el nivel en el que estamos. Por lo que fuera, aunque no lo entendamos, la han llamado.

A mí, la verdad, no me hace mucha gracia, porque pienso en lo que yo quiero, en lo que me hace falta, en lo que me hace feliz, en lo que ya me había acostumbrado, y desde luego a nadie le hace feliz que Marta no esté ahora sentada en uno de estos bancos, ni nos va a ser fácil acostumbrarnos a no llamarla. Pero… Pero… Pero quizá es bueno no sólo pensar en lo que nosotros queremos, sino pensar también que Marta, ahora, está bien. Y desde donde está, conociéndola, quizá nos esté diciendo: Venga todos, a espabilar, a hacer todas esas cosas que tenéis que hacer hasta que os llamen también al siguiente nivel. ¿Quieres ser cantante? Pues a cantar. ¿Quieres ser sastre? Pues a coser. Porque todo el mundo tiene un trabajo bonito que hacer. Quizá uno de los trabajos de Marta es decirnos a todos: “Sé siempre tú y ayuda a quien puedas, aunque sea difícil, aunque no entiendas”.

Y si un día os ponéis tristes, pues es normal. Os ponéis un poco tristes y luego decís: “aunque no entienda y no sepa ni dónde poner los pies, no hay que olvidarse de celebrar también”. ¿Y qué podemos celebrar hoy aquí? Pues que hay dos personitas sentadas que, con todo el cariño de su padre, abuelos, tíos, primos y amigos –según crezcan– van a enseñarnos todas las lecciones que Marta ya les ha enseñado. Así que, en honor a estos niños, que tienen que crecer aún más, vamos a dar un aplauso interior, en silencio. Y después, vamos a recorrer con energía el camino que cada uno de nosotros tengamos que recorrer hasta que nos toque pasar de nivel.

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