El caballero del Infierno

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La tinta es el alma de los grabados impresos en el tórculo. Es a la par arteria y sangre del dibujo. Dibujar a la tinta es una técnica altamente expresiva, pero llena de dificultades. Los errores se pagan caros, pues no hay forma de corregirlos. El dibujante tiene que ser muy certero, para no achantarse ante los múltiples riesgos de la tinta.

 

Para los artistas y calígrafos orientales, la tinta es el aire que respiran todas sus grandes obras artísticas. Ellos no dibujan a la tinta con un palillero y una plumilla, sino con un pincel tan gordo como el dedo pulgar, dotado de unas cerdas tan suaves y flexibles como la caricias de un amante. El pincel oriental no pinta sobre puntas, sino dando taconazos sobre el papel blanco. La continuidad del trazo adquiere con estos golpes de muñeca, ciertos cambios de dirección y de ritmo.

 

Antes que nuestro Goya hiciera bailar a la tinta en sus dibujos, como una cabra domesticada, el alemán Alberto Durero fue el primer gran maestro grabador de Europa. Algunos de sus clientes tenían que esperar años, a que Durero pudiera aceptar sus encargos. La perfección absoluta de sus dibujos, era la causa por la que era reconocido y reclamado en toda Europa.

 

Faba, que no sentía demasiada curiosidad por este Durero perfecto, se quedó prendado cuando descubrió este boceto del gran dibujante alemán, para su obra El caballero, el diablo y la muerte. Le interesaba infinitamente más este Durero inseguro, improvisador, sin refinar, puro arte en bruto, con un estudio compositivo absolutamente personal y sorprendentemente moderno.

 

El boceto lo había realizado el autor sobre un pergamino, con la particularidad, de que lo había pintado por las dos caras, para economizar material; pues el pergamino es un soporte caro, realizado a partir de piel de ternera. Un tema tan misterioso, nocturno y trascendente, pintado y dibujado por ambas caras de la piel de un mamífero niño, se convertía en manos de Durero en un talismán, más que en un simple dibujo.

 

 

Ajustó Faba el formato final de su caballero, al mayor rectángulo que podía inscribirse en una vieja pantalla de lámpara, que encontrara en la basura años antes, y que había conservado por estar realizada con pergamino. Tuvo que humedecerla y prensarla entre cartoncillos, para poder dejarla absolutamente plana y en condiciones de ser tintada y dibujada.

 

Realizó inicialmente un estudio a lápiz sobre papel gris de estraza, y posteriormente se lanzó a dibujar con tinta y plumilla sobre otro papel basto, para calentar su mano dibujando, antes de lanzarse al valioso pergamino, para imprimirle con su mano los trazos definitivos. A diferencia de los orientales, tenía que dibujar por secciones, de arriba a abajo, y de izquierda a derecha, para no emborronar con la mano, lo previamente pintado. Además tenía que dejar secar el dibujo, antes de poder continuarlo.

 

En todo este complejo proceso, donde Faba se sentía más feliz y relajado, era dibujando en el pliego de calentamiento previo. Allí no importaba equivocarse. Se podía hacer saltar,  brincar y bailar a los trazos, como hacen los calígrafos chinos, con frescos resultados expresivos. Ni siquiera llegó a terminarlo, pues el pergamino estuvo concluido por sus dos caras, antes de que el dibujo de calentamiento estuviese acabado.

 

Para compensar su poca seriedad y constancia con aquel trabajo, finalmente le aplicó -con pincel- unas nubes de cobre sobre el fondo oscuro, que terminaron revelando la identidad ignota del espacio por el que cabalgaba el caballero de Durero: entre los fuegos sulfurosos del Infierno.  

 

 El caballero del perro.

Copia de Gabriel Faba del boceto de Alberto Durero,

para su obra El caballero, el diablo y la muerte.

Tinta sobre pergamino de pantalla de lámpara.

47,5 X 36 cms.

2007.