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BrújulaEl coraje de trabajar con lo posible. Conversación con Alejandro Mejía Andrade

El coraje de trabajar con lo posible. Conversación con Alejandro Mejía Andrade

Alejandro Mejía Andrade

Alejandro Mejía Andrade (Ciudad de México, 1984) estudió en la Escuela Nacional Pintura, Escultura y Grabado La Esmeralda. Después se mudó a San Miguel de Allende, desde donde ha desarrollado una obra que discurre a través del dibujo, la escultura, la instalación y el video. Sus obras han viajado desde San Miguel al resto de México, y también a Francia, Italia, Austria, Estados Unidos…. Muchos años después de terminar la licenciatura Mejía Andrade ha regresado al salón de clases, en la Universidad de Notre Dame, donde hace la maestría en Bellas Artes. Desde ahí cavila sobre el papel que la condición migrante juega en su obra y la coherencia en el arte.

Hábleme de una obra que admire, y de las razones por las cuales es una obra admirable.

—En el año 2009 llevaron una exposición retrospectiva muy completa de Cildo Meireles al Museo Universitario de Arte Contemporáneo (MUAC). Yo no tenía mucho de haber salido de la universidad, pero sabía de la importancia de Meireles, me gustaba mucho su trabajo y nunca pensé poder ver sus obras en vivo. Fue una gran experiencia. Una de las piezas que más me capturó fue Globe trotter, una instalación en el piso de muchas pelotas de varios tamaños, cubiertas con una malla tejida de acero; es una pieza muy formal, en el sentido de que atiende a las nociones básicas de la espacialidad, como el peso, volumen, textura, etcétera. Para mí es una pieza que combina una gran soltura y gestualidad escultórica y conceptual; el título nos lleva a pensarla como un paisaje y le da aún más espacialidad, una dimensión de escala. Después conocí la obra de Isamu Noguchi, escultor japonés-estadunidense. Me gustó mucho también, y me di cuenta que me gustaban gestos escultóricos similares a los de Cildo, por ejemplo la obra Model for a countered playground, en donde el paisaje, con sus altos y bajos relieves, juega con la percepción, la escala y la sensación de tridimensionalidad. Estudiando su obra, los gestos simples pero elaborados al mismo tiempo, y la poética detrás de cada intención material y conceptual, llegué a la obra que engloba todo este sentimiento de habitación con la imagen, de intimidad con su espacio, y que curiosamente ya conocía, pero no le había prestado suficiente atención, una fotografía de Man Ray del Gran vidrio de Marcel Duchamp, reposando horizontalmente y cubierto de una capa de polvo de meses. La foto es de 1920 y reconoces los trazos de la obra de Duchamp, pero esta se disuelve para dar más importancia a la gravedad, al paisaje mínimo y al tiempo como cualidad constructiva. Todos estos valores estéticos, desde los que despertó en mí Meireles, pasando por Noguchi y luego con Ray, me parecen de un alto sentido existencialista, la contemplación llevada a la poesía y a la forma en que brindan escala al observador. El paisaje no solo es afectado por quien lo interpreta, también el observador se ve afectado, en concreto, disminuido; el paisaje siempre es apabullante, las grandes montañas, el océano, el bosque, la cueva, el cielo… dimensionan, de nuevo, la gravedad; el peso y el tiempo de estos escenarios nos ubican en la coexistencia, no solo dentro de la pequeña burbuja que es la mente humana. Más que solo una obra de arte, admiro la persistencia de la mirada contemplativa a través de las generaciones de artistas y de expresiones. Cambian los orígenes, los contextos, las funciones y los destinos, pero se sigue necesitando del paisaje y del tiempo.

Con 43 años regresó a la universidad para hacer una maestría en Bellas Artes. ¿Por qué regresar al salón de clases después de tantos años, cuando ya era un artista que ha logrado vivir de su obra todo este tiempo (lo cual no es cosa menor)? ¿No es el arte intrínsecamente reticente al monólogo del profesor sabelotodo y las rúbricas de evaluación que desembocan en calificaciones?

—La universidad, me parece, provoca y promueve un pensamiento estructurado sobre la materia de estudio que, si bien se sirve de instrumentos de evaluación y desempeño que un artista puede (o no) ocupar en su vida profesional, se convierte en una plataforma miltifuncional, en donde se comparte, se discute, se conoce y se ponen a prueba ideas que de otra manera llevaría más tiempo y coincidencias que se lograsen. Yo lo veo más como un laboratorio predispuesto, un espacio seguro para experimentar y dejarse influenciar por otras personas experimentadas en el campo. Al final siempre es uno el que modela su perfil de egreso de estas instituciones, el que decide a qué voces le da mayor importancia y de qué maneras va a utilizar esta experiencia en su trabajo. Como artista deben procurarse distintas vías de acción porque, en efecto, la venta de obra es caprichosa como el mercado y no puede asegurarte ingresos consistentes en el tiempo. En este sentido, la maestría me abre otras oportunidades de trabajo, me brinda otro espectro de visualización de la obra, pero sobre todo me da la oportunidad de disponer del tiempo y los recursos necesarios para impulsar mis investigaciones artísticas sin que esté de por medio el estrés por conseguir dinero o el desgaste por tener otros trabajos. Investigar y desarrollar mi propia obra es mi trabajo, y eso ya es una gran ayuda personal y profesional, porque eso es justo lo que cuesta mucho encontrar fuera de estos circuitos: tiempo y recursos. Me entusiasma también que gracias a los canales de comunicación entre las instituciones he podido acercarme a otros lugares y personas con mayor fluidez: a museos, galerías, artistas, investigadores, acervos, colecciones, etcétera. Y gracias a la vida universitaria he conocido más del mundo. A través de las personas que coincidimos aquí, de otros estudiantes, sus culturas, sus intereses, sus batallas y nuestras empatías. Por supuesto que estar en la universidad no es la única vía para conocer y llevar tu carrera hasta donde tú quieras llevarla, pero tampoco es la antítesis de la vida libre y aventurada del artista. Eso siempre va a depender de criterio, tus herramientas, de las posibilidades en tu vida y de tus ambiciones. Yo nunca había vivido fuera de México, no estaba en mi panorama en absoluto, y ahora pude hacerlo, viniendo con mi familia y haciendo lo que me gusta, lo aprovecho lo más que puedo. Tampoco tenía mucho tiempo para dedicarle a mi obra, por los trabajos y por los recursos. Ahora tengo tres años para hacer solo eso. A muy poco de haber empezado ya se refleja la dedicación en mis piezas; y lo hicimos (porque es un esfuerzo conjunto con mi esposa y mi hija) porque todavía podemos hacerlo. Tenemos energía, motivación, deseos de crecimiento y ganas de vivir; las calificaciones, después de todo esto, son lo de menos; respeto mucho a quienes buscan la excelencia académica, pero en mi caso ya ganamos mucho con estar aquí.

Hilary Mantel dice que la pregunta por las influencias es irrelevante, que lo que deberíamos preguntarnos es quién nos ha dado el coraje para hacer lo que hacemos. ¿A usted qué artistas le han dado el coraje para hacer su obra?

—Si hubo alguien al principio que me dio el coraje para ser artista fue mi mamá. Puede sonar cursi, pero de no haberme permitido desde muy pequeño explorar mi sentido creativo y sugerirme la carrera de artista como una de mis posibilidades no sé qué sería ahora. En general en mi casa me dieron mucho impulso. Mi papá me enseñó a usar las herramientas y me animaba a completar mis ideas. Mi mamá con su determinación me enseñó a no dejar un anhelo sin perseguir, me dio muchos materiales y toda su confianza, lo cual no es tan común cuando uno quiere ser artista. Mi hermana me llevaba a museos y me enseñaba libros y películas, y ya de joven uno de mis amigos, Jaime, me dio la oportunidad de ayudarle en su trabajo, y se convirtió para mí en un modelo a seguir. Hacíamos de todo, pintábamos murales para las pandillas de las colonias, pintábamos motocicletas, cascos, chamarras con dibujos y retratos, hacíamos esculturas, leíamos revistas de arte, escuchábamos música… Jaime hacía tatuajes y yo, mientras, dibujaba. Me enseñó a cobrar y disfrutar hacer arte para quien lo necesitara, y esa enseñanza sigue siendo muy valiosa. Después, ya en la universidad, conocí el trabajo de artistas que me dieron el coraje de hablar y hacer desde lo que era y desde donde venía, porque sí, me sentía ajeno al mundo del arte por no tener para los materiales que compraban mis compañeros, por sacar de la basura los papeles y la madera desechados, por no tener los libros ni la cultura ni los viajes, y a veces ni para el camión. Pero el arte habla desde todos lados para todos lados, y lo aprendí gracias al trabajo de Luc Flores-Soria, Abraham Cruzvillegas, Damián Ortega, Sofía Taboas y Eduardo Abaroa. Se trabaja con lo que se es y con lo que se tiene, y hay que tener coraje para dar ese paso. Hoy admiro a muchos artistas (ya mencioné a algunos) y me gusta tener a la vista imágenes de su obra, es mi forma de mantener vivo el anhelo de alcanzar tan geniales soluciones. Me dejo influenciar por los libros, y encuentro motivación de seguir hasta en el sol de cada mañana, pero nada me impulsa más en este mundo que mi familia. Mi hija y mi esposa son mi motor creativo. Otra vez estoy sonando cursi, pero así es, si no fuera por la gran felicidad que me otorga su presencia, y por su enorme apoyo, yo no me sentiría así de pleno y feliz, cosa que es muy importante. Felicidad igual a plenitud, plenitud igual a trabajo honesto, constructivo, arriesgado. Así me funciona a mí la motivación, cada quien traza su ruta. Siempre habrá metas y un camino por recorrer para alcanzarlas, la resistencia en esa carrera depende mucho de la integridad personal, y algo que no quieres perder es aquello que la mantiene estable, para mí mi familia.

John Mcphee asegura que “escribir enseña a escribir”. Eso puede ser cierto para los novelistas, pero ¿es cierto también para los artistas conceptuales? ¿Hacer una instalación, crear un performance, enseña a hacer otras instalaciones y otros performances? ¿Cómo se aprende a hacer obras de arte?

—Definitivamente la práctica en cualquier tipo de expresión creativa es muy importante, y a pesar de que las obras conceptuales, lo que conocemos como obras conceptuales (que se hacen por lo menos hace cuarenta años), parecen no tener tanto trabajo manual detrás la verdad es que sí, también hay una práctica. Esa práctica es la desasimilación de los valores comunes dentro del arte. Cuando hablamos de obras conceptuales regularmente nos imaginamos a un artista perezoso, porque de alguna manera –creemos– está evitando un trabajo formal o la dedicación temporal. Como la habilidad que requiere una pintura, un tallado, un vaciado en bronce. Hacer una obra conceptual podría verse como flojo. En los noventa tenían un término para ello, les decían slackers a este tipo de artistas que estaban decepcionados. Decepcionados tanto de la vida como del sistema como de esta presión social de tener que ser aquello que fueron sus padres. Como un David Hammons, que de repente hacía estos apuntes conceptuales y no parecía que le interesara lo práctico, pero el lecho mismo de transgredir los parámetros establecidos de cómo debe verse una obra de arte, cómo debe ser la famosa obra maestra, eso también es una práctica. A los artistas contemporáneos nos cuesta trabajo, no solo desde la propia manera de ver nuestra obra; en las instituciones hay un trabajo de convencimiento de que hay trasfondo, de que no solamente se practique y se haga arte desde lo manual, sino que también se trabaja desde el mundo de las ideas. Y siento que incluso se ha ido más allá lo conceptual, en el dos mil veinticinco lo conceptual ya parece un poco anticuado, ¿no? Artistas contemporáneos como Gabriel Orozco y Rirkrit Tiravanija ya están en otra generación, y ahora empezamos a ver otro tipo de obras que tienen a momentos una tendencia de vuelta al a aquellas sensaciones de la vista y del tacto. Obras más exquisitas para la vista, relacionadas con el diseño de interiores. Ya hay muchas piezas que juegan con la comodidad de habitar contigo en tu casa.

En 2013 creó Translator 4, una obra en la que utiliza motores para crear vibraciones en el piso. Dice que la idea es “observar atentamente el estado fisiológico de alerta”. ¿Concibe el arte como algo que debería ponernos alerta? El estado de alerta puede concebirse como un momento estimulante, pero también como uno lleno de ansiedad, preocupación. ¿Por qué una obra debería causarnos ansiedad en lugar de buscar la calma en su público?

—Está relacionado con la pregunta anterior, con la idea del arte bello y el arte que genera simpatía en contraposición con el arte que genera angustia y tal vez es desagradable. Me parece que el estado de alerta manifiesta otro tipo de imágenes. Imágenes que no necesariamente corresponden a los lugares comunes de la memoria colectiva. Por ejemplo, cuándo estamos en un lugar de tránsito, pensemos en un aeropuerto, podemos pensar en un banco, lugares que, por su disposición, iluminación, tienden a generar un sentido de neutralidad, y necesitan mantenerte en un estado, digamos, de calma, para que no te desesperes o para que ese tránsito, ese momento, no se vuelva algo que te haga rechazar esos servicios. Entonces si estamos muy adecuados a estas imágenes vamos a tenerlas en nuestra memoria. Por eso esperamos que de alguna manera se vea también ese tipo de trabajo en el arte. Y lo hay, muchos artistas trabajan de esa misma manera y a muchos de ellos yo los admiro, por ejemplo James Turrell: tiene una serie de obras que trabajan con la luz. Y él específicamente busca que en esos espacios se genere un estado de calma. Cada espacio genera una sensación, por ejemplo, cuando estamos en un espacio oscuro, estamos en un antro, y este antro tiene un baño y ese baño es muy oscuro y tiene olores y tiene distintos colores y sientes lo humano mucho más cerca que en cualquier otro espacio. Todas esas cosas nos ponen en un estado de alerta y ese estado de alerta definitivamente nos hace observar de manera distinta aquello con lo que cohabitamos. Entonces para mí se vuelve también un lugar desde el cual explorar el mundo de las imágenes, porque definitivamente cambia el sentido, cambia la perspectiva y cambia también el lugar de la memoria en el que habitamos.

Está trabajando en una escultura que semeja un hormiguero, y para eso ha leído bastante sobre hormigueros. ¿Por qué es esa investigación previa importante para la obra? ¿Qué cambiaría si simplemente hiciera el hormiguero desde su imaginación, sin consultar ninguna información sobre ellos?

—Esta obra ya venía pensándola desde hace mucho tiempo, y no tanto con la idea de realizar una obra, sino por la pura fascinación por los insectos, las hormigas me parecen asombrosas, la manera en la que se organizan para subsistir como colectividad y cómo construyen, su pensamiento espacial para construir debajo de la tierra y la técnica; es asombroso todo lo que hacen. Pero también he estado observando arañas, incluso pájaros. Algunos usan barro para construir sus nidos, es impresionante. Ahora estando acá es que le encontré una salida creativa a ese simple gusto por observar. Es mi primera vez viviendo fuera de mi país y hay una relación muy específica del mexicano con Estados Unidos. Una relación de amor odio, y el mexicano es visto como el trabajador, como la hormiga obrera, es una conexión que hice estando aquí.

A la par del hormiguero trabaja una escultura que recuerda a Quetzalcóatl. ¿Estar en el extranjero le ha hecho sentir más de cerca los símbolos típicamente asociados a lo ‘mexicano’? ¿Cómo cambia trabajar una obra así con la distancia que otorga el autoexilio?

—Antes estaba fascinado por todas las culturas mesoamericanas. Soy visitante asiduo del Museo de Antropología, de las pirámides de Teotihuacán. Mi fascinación es muy parecida a la fascinación de Meireles y de Man rey y de Noguchi. Me gustan las soluciones escultóricas volumétricas que tienen vestigios artísticos de estas culturas mesoamericanas, y nunca lo había utilizado directamente, así que claro que parece como si ahora de repente me naciera lo mexicano, pero la fascinación ya estaba. Si salió ahora fue naturalmente, yo no lo forcé. Estando aquí, revisando mi conexión con lo prehispánico, me encontré con bastantes cosas que ahora tienen mucho sentido. No es que no lo supiera, pero ahora las entiendo. Por ejemplo, mi mamá es originaria de Veracruz y en la tierra donde ella vivía y donde viven mis tías, donde quiera que escarbes algo encuentras. Hace de unos quince años un antropólogo encontró que toda esa región está llena de pirámides que no se han destapado. Basamentos y de pirámides que están ocultas en la selva. Mi tía tiene unos terrenos y esos terrenos los utilizan los que hacen tabique, sacan el barro de la tierra y ahí mismo lo modelan, ahí mismo construyen el horno y meten a cocer los tabiques. En esas escarbadas han encontrado muchas cosas, yo tengo por ahí guardadas unas caritas olmecas que me gustan mucho y que representan mi vínculo con ese lugar. Viví una infancia maravillosa en Veracruz. Empezó a tener mucho sentido aquí, como que empecé a tener la necesidad, tal vez intuitiva y natural, de sacar esa historia mía, y esa es la razón por la que se parece tal vez mucho a Quetzalcóatl, pero no es, no fue con la intención de hacer uso de esa memoria cultural, sino una manera de vincularme con mi propia memoria.

Dice que en su obra es probable que se vea más una cohesión conceptual que formal. Parece que hay dos defensas, dos justificaciones, inmersas en esta afirmación. Por un lado la cohesión, por otro la conceptualidad como igual de relevante que lo formal. Vayamos primero a lo último. Los artistas llevan décadas diciendo que lo conceptual es tan importante como lo formal (o más), así que la pregunta por la técnica carece de sentido al pensar ciertas obras. Pienso en la obra de Sol LeWitt y en sus postulados, desde luego, pero también en An Oak Tree, de Michael Craig-Martin (1973). Si esta conversación es tan vieja ¿por qué seguimos estancados en ella? ¿Por qué los artistas siguen siendo cuestionados sobre la técnica? ¿Por qué seguimos anegados de ideas según las cuales solo la maestría formal constituye arte?

—La cohesión en mi trabajo la encuentro más conceptual, porque si tú reunieras el grueso de mi obra es muy disímil. Hay dibujo, hay grabado y escultura, hay tejido, hay talla en madera. Y esto es porque en mi formación como artista trabajé con muchos de estos materiales y con distintos artistas. Eso me dio la soltura de ir de un formato a otro, pero lo que se mantiene como un hilo constante es la aproximación teórica. No solamente tiene que ver con tus conceptos, también tiene que ver con sensibilidades. El núcleo de investigación tiene que ver con las maneras en las que la imagen se manifiesta en nuestra experiencia y cómo a la vez la experiencia modifica esas imágenes que habitamos es una. Esta vieja pregunta acerca de la técnica como confirmación de la habilidad del artista tiene todavía mucha presencia, sobre todo cuando hablamos del mercado del arte. El que compra arte necesita no solamente comprar el nombre del artista, también compra satisfacción a la hora de observar una obra de arte, y mucha de la satisfacción, del disfrute de una obra, viene de la exquisitez con la que está hecha, el gesto en la pintura, el tallado tan fino, la superficie pulida. Los coleccionistas jóvenes tal vez tienen otro tipo de ideas, están yendo hacia otro lugar dentro de la colección, pero sigue manejándose esto como un valor mercantil.

Ahora la cuestión de la coherencia. Cuando hablamos de coherencia en general estamos hablando de temas que se repiten, de exploraciones obsesivas. Y cuando el tema se repite de una obra a otra el artista se vuelve rápidamente identificable, una especie de marca. Eso es lo que muchos llaman estilo. Y el estilo puede ser una prisión. Pienso en Kusama. Todos esperan –esperamos– los puntos en una de sus obras. ¿Qué si mañana se levanta y ya no quiere poner puntos, es decir, deja de ser coherente? ¿O si solo no quiere ponerlos en una obra, aunque después vuelva a ellos? O en Teresa Margolles: ¿y si ya no siente la misma preocupación por la muerte y ahora quiere explorar otros temas? ¿Valdría menos su obra por esa incoherencia? Gabriel Orozco dice que el estilo es un accidente, ¿por qué debería importarle a un artista la coherencia? ¿Por qué debería importarnos a nosotros al ponderar una obra?

—La coherencia solo tiene sentido si hay un propósito en la investigación. Y no es en particular del arte, en cualquier investigación sabemos que el resultado no es inmediato y sabemos que entre más entramos en un tema más espesura vemos y el propósito empieza a volverse específico. Pero si no tienes esa esa diligencia entonces se siente floja, se siente vaga, se siente de alguna manera perdida. Lo que se admira mucho de los artistas, sobre todo contemporáneos, es que dedican su vida –porque a muchos de los artistas nos lleva toda la vida– a visualizar un objetivo, tienen la diligencia, la disciplina para descubrirse a sí mismos. Lo que más nos hace tener coherencia en el trabajo –más allá de lo romántico que puede haber alrededor o el poético– es aquello que nos brinda propósito. Esta visión de dirigir la investigación hacia un propósito, incluso si el propósito es perderse en el camino, le da coherencia y cohesión a la obra, hace que la obra se teja a sí misma. Sin esa avalancha de experiencia el trabajo se queda en un lugar llano, no tiene movimiento. El beneficio de tener coherencia del trabajo es que tú no te sientes estancado en lo que estás diciendo.

Pasó de San Miguel de Allende, un lugar muy pequeño, pero donde está pasando todo –en términos de arte–, a South Bend, un lugar muy pequeño donde no pasa nada –en términos de arte–. ¿Cómo ha sido esa mudanza? ¿Qué cambia al crear desde un lugar que parece pueblo fantasma, donde parece no ocurrir nada, y siendo migrante, mexicano?

—Sí cambia. Nosotros llevamos apenas seis meses, pero seguimos lidiando con la adaptación. A mí todavía me cuesta mucho trabajo el inglés, a pesar de que pasé mi examen del TOEFL y que de alguna manera lo entiendo y lo hablo como puedo. Pero me sigue costando mucho todavía adaptar toda mi vida a este lenguaje, pensar en español y traducir todo el tiempo es extenuante. Me cuesta también recibir ciertas miradas, es algo que está presente. Me han hablado de manera también de una manera que siento ofensiva; a mi esposa también le ha sucedido no en el súper, a mi hija de repente también en la escuela. Hay una adaptación cultural, que esa está sucediendo y todavía no es algo que hayamos pasado. También hay una especie de hueco. En San Miguel teníamos muchas actividades, hacíamos muchas cosas en nuestra casa, teníamos un espacio que activábamos con pláticas de artistas, hacíamos exposiciones, se generaba movimiento, participábamos de la cultura en San Miguel, dábamos clases, etcétera, y aquí estamos básicamente aislados en el departamento. Mi esposa no puede trabajar porque el tipo de visa que yo tengo no se lo permite. Entonces es todavía más frustrante para ella, porque tiene también una carrera y ahora siente que está frenada completamente. También es limitante no tener los recursos suficientes para viajar, para salir un poco más allá de South Bend. Y lo que tú dices, en South Bend no pasa nada, es un pueblo que, si no fuera por la universidad, estuviera completamente callado y solitario. Lo que estamos tratando de hacer es ir cada vez más a Chicago, generar vínculos con la gente, estamos yendo con la banda de pokagon, que son el residuo de nativos más cercanos, viven en Michigan y estamos aprendiendo de su cultura. Estamos tratando de relacionarnos también con el pequeño escenario underground yendo a los eventos, asistiendo a las galerías. Lo único que podemos hacer es identificar cuáles son nuestras herramientas y de qué manera podemos involucrarnos.

Regreso a su obra. En 2022 hizo Playground, una pista de barro para jugar canicas. Dijo: “incluso si no hemos jugado antes [a las canicas] de alguna forma sabemos intuitivamente cómo hacerlo”. Primero, ¿se refiere a algo esotérico, cierta magia que nos hace saberlo? Y después, ¿tenemos también esa intuición nata que nos dice cómo acercarnos a una obra de arte, o necesitamos cierta educación?

—Esta obra está basada en una pieza de Isamu Noguchi, su maqueta para un playground, y lo que tú puedes ver en mi instalación es una serie de volúmenes hechos con la misma tierra del patio, con los hoyitos y canicas dispuestas para jugar. En el poco tiempo que estuvo la obra en el patio del museo me pude dar cuenta de que muchos niños que no tenían nada y que no conocían intuían que tenían que caer en los hoyos. Las canicas son objetos fascinantes para quien no las conoce. Estamos predispuestos, ya sea por la memoria cultural, ya sea porque tenemos que interactuar jugando con los objetos para aprender, se empieza a aprender jugando, se empieza a interactuar con el mundo de una manera simpática. Me parece que el juego tiene esta cosa involuntaria de que queremos participar en él. Respecto a lo segundo, creo que el acercamiento al arte no tiene que ser siempre didáctico. No tiene siempre que enseñarte algo. Los museos se han dedicado muchos años a difundir esta idea de que el arte muestra, el arte enseña. Una idea muy moralista. Venimos oyendo esto de que el arte te muestra como si uno no fuera por sí mismo capaz de reconocer las cosas que suceden. Lo didáctico sí puede tener una función dentro del arte, pero no necesariamente es indispensable.

Si el arte le deja algo al hombre, ¿qué le ha dejado a usted?

—El arte todavía no me ha dejado, yo estoy tratando de asirme al arte… El arte está muy vinculado a cosas súper materiales como el mercado, como sus usos políticos, como las funciones incluso sociales que llega a tener. Pero en su sentido mucho más poético y tal vez romántico –y de alguna manera inasible– es una aspiración, una provocación para pensar, observar, preguntarnos. Es una especie de pausa en el tiempo para que miremos distinto o para que miremos enfocados. Para que no pasemos la vida como caballos con anteojeras, cuyo objetivo es tener un buen empleo, ganar dinero y pagar la casa. Sino que tengamos espacios de reflexión, espacios también de cuestionamiento, de crítica. Estoy aferrándome a seguir comprendiendo de dónde vengo, dónde estoy, hacia dónde voy a través de mi trabajo. No sé si el arte está dejando algo, porque está demasiado dentro de este sistema de intercambios. Necesitaría salir un poco de esa esfera y tener un diálogo de nuevo con la gente, pero no como un público, sino como un co-creador. El arte tendría que regresar a las bases de la educación como fundamento del crecimiento humano. Y estar más involucrado con nuestra manera de pensar.

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