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Mientras tantoEl fracaso, esa terrible palabra, cómo aceptarlo y afrontarlo. (Parte I)

El fracaso, esa terrible palabra, cómo aceptarlo y afrontarlo. (Parte I)


“Observen a Garry Kasparov. Después de una derrota,

invariablemente el gana la próxima partida.

Prácticamente hace pedazos a su siguiente oponente.

Eso es algo que tenemos que aprender a lograr”
(Maurice Ashley)

 

El fracaso. Esa terrible palabra que todo mundo odia pero que invariablemente todo el mundo conoce –o conocerá-.

El fracaso paraliza, acobarda, congela, desanima, atemoriza, empequeñece –nos empequeñece-, envenena, nos golpea, el fracaso nos hace ver gigantes donde antes había enanos, el fracaso nos quita el sueño y nos resta energías, es ese fantasma que durante la noche nos viene a visitar y, de forma incansable nos recuerda con voz grave todos y cada uno de los fallos que cometimos, el fracaso nos hace restar ambición, polenta y valentía, el fracaso hace que nos tiemble el pulso o que los músculos fallen, el fracaso asfixia y, en esa asfixia uno busca una bocanada de oxígeno ¿y qué es lo único que parece que en esos momentos de devastación nos puede dar oxígeno?. La respuesta es sencilla. Buscar excusas, echar balones fuera, culpar al otro, a la suerte, a una enfermedad inexistente pero que, tras el fracaso, uno tiene la sensación que está muy enfermo aunque diez minutos antes de “fracasar” uno se sintiera completamente sano y confortable. Ahora no, uno está enfermo –no hay duda que uno está enfermo-, puede que hasta sienta fiebre, escalofríos, un corte de digestión, o que una repentina moquera le haga buscar desesperadamente pañuelos que, con visible estrépito hará constar a todos los presentes lo terriblemente enfermo que está, alguna alma caritativa quizá le ofrezca una pastilla para paliar esa repentina tos o debilidad en las piernas. Inevitablemente, por muchos pañuelos que se gasten o por muchas pastillas que se tomen para suavizar esa nerviosa tos, el fracaso vendrá, no tiene prisa, pero es implacable, la simple existencia del ser humano supone tener que convivir con el fracaso. No hay Alejandro Magno en todas las facetas de la vida, no lo hay. El fracaso, la derrota, vendrá.

El fracaso es tan terriblemente duro que, si se toman como referencia a los atletas, estos fallan la mayoría de las veces al intentar llegar a una meta, fallan más veces que aciertan al encestar una pelota o dar un golpe. La tasa de fracaso y el dolor asociado con ella es parte integrante de la vida cotidiana. Así que ¿por qué entonces se toma la derrota o el fracaso de forma tan dolorosa? Porque nos olvidamos de que el éxito se logra a través de tratar y tratar de ir reduciendo esas derrotas / fracasos.

¿Qué se puede hacer ante un fracaso?, ¿qué se puede hacer ante una derrota?, ¿cómo afrontarlo?. 

Ciñéndonos a la temática de este blog, es decir, hablando exclusivamente del ajedrez, es necesario hablar –y diferenciar- entre fracaso y derrota, aunque aparentemente y a primera vista, puedan parecer sinónimos y si se busca en el diccionario, no se encuentran grandes diferencias entonces, ¿por qué la diferencia?.

La diferencia está en la persona, en su actitud frente al fracaso/derrota.

“No es lo que te pasa, sino cómo reaccionas frente a lo que te pasa”

Aquella persona que practique el juego-deporte-ciencia del ajedrez, inevitablemente perderá, una cruda realidad no se puede ocultar, esa persona perderá, una dos, cinco, cincuenta y doscientas veces, perderá con una mayor o menor frecuencia, pero perderá. Ese hecho, el de perder o fracasar como se le quiera llamar (aunque más adelante los diferenciaré) es algo innato en el ajedrez y como tal hay que aceptarlo y es ahí, justamente ahí donde radica uno de los primeros escalones para superar la derrota (nótese que en este momento ya no utilizo la palabra fracaso). Una persona, un niño, un adulto, un jugador tiene que aprender a convivir con la derrota y tomarlo como una posibilidad real pero, ¿por qué es tan doloroso perder en el ajedrez?.

La respuesta es muy sencilla: Porque en ajedrez no hay nadie a quién echarle la culpa, uno tiene que ser responsable y asumir las consecuencias de sus actos (movimientos), no existe el terreno embarrado, el mal árbitro, el compañero que no me pasó el balón o una repentina racha de viento que hizo que la jabalina no llegase tan lejos como yo pensaba. No, es uno mismo, eso es lo doloroso –y bello-, uno es el responsable.

Muchos jugadores de élite (Kasparov, Fischer) consideraban el ajedrez de competición como una confrontación de egos y, al perder, esa derrota iba directamente a la línea de flotación del su narcisismo, de su egocentrismo, es decir, de su (mayor o menor medida) amor hacia sí mismo. Por eso les eran tan extremadamente doloroso perder, fallar, ser derrotados pero, ¿qué secretos tenían para afrontar dichas derrotas?.

Como ya se ha comentado, una derrota enrubia y agita las aguas de nuestra estabilidad mental y esas aguas tardan un tiempo en calmarse pero, ¿qué podemos suponer que pasaba por la cabeza de esos grandísimos campeones?. En primer lugar es lógico pensar que, como a cualquier persona, una derrota provoca enfado, en muchos casos un furioso enfado pero, si ese enfado se enquista en el “ser”, bloquea, paraliza, obnubila, ¿qué pasaba por la cabeza de los grandes campeones que, al igual que el Ave Fénix, les hacia renacer de sus cenizas?, ¿cómo puede aprovechar un alumno, un estudiante, un jugador, una “dolorosísima derrota”?.

El grandísimo Gary Kasparov (para muchos el mejor jugador de la historia), tenía entre muchas virtudes (como deportista) tres que le hacían destacar del resto.

1)      Voluntad inquebrantable y un ansia desmedida por el triunfo.

2)      Una casi sobrehumana capacidad de trabajo.

3)      Los retos, los desafíos eran su oxígeno.

Obviamente no es bueno, ni saludable para el niño, joven o jugador, intentar emular al extremo a este característico ex-jugador, pero lo que si se puede hacer, es aprender y comprender o, por lo menos suponer lo que ocurría en su cerebro cuando perdía (no olvidemos que dentro de él, había músculos, sangre y es tan humano como cualquier otra persona).

Más que emular sin sentido estas características, el alumno, el joven, el niño, debería comprender el cómo encaminar toda esa “olla de presión” en algo positivo, es decir, reconducir una derrota, un fracaso para que, tras un análisis contextual y de su propia personalidad, sea capaz de, en primer lugar, aceptarla y en segundo lugar y más importante, aprender de ella y hacerse más fuerte (continuará…).   

                                                                                                                             Mikel Menchero Pérez

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