El miedo del valiente

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Demasiado a menudo se hace equivaler erróneamente miedo a cobardía, y por eso se denigra el miedo o su reconocimiento y se usan en su lugar de forma vergonzante categorías como “precaución”, “prudencia” o, todavía con menor sentido, “respeto”.  Son modos lingüísticos habituales de maquillar la cobardía o el desinterés. Así se está confundiendo todo, y, en primer lugar, el plano de las emociones con el de las virtudes o vicios, el terreno de la psicología con el de la moral.

 

El miedo es una pasión no sólo natural, sino con frecuencia muy conveniente y hasta imprescindible. Gracias a ella, que detecta lo temible, somos capaces de prevenir el peligro, de precavernos y defendernos frente a él mediante la huída o ardides de todas clases. Es un sentimiento básico (“el termostato de lo temible”, si valiera la expresión) en la economía de nuestra salud física y mental. Quien carece de miedo no llegará a sobrevivir, porque sería incapaz de identificar lo que pone en peligro su vida. Pero el miedo no sirve para exculpar sin más todo lo que se haga o se deje de hacer a impulso suyo. Al contrario, la cuestión moral a este propósito es la de cómo habrá de ser el miedo debido, de qué modo debemos reaccionar ante lo temible, cuál es la emoción justa ante la muerte y sus signos anticipatorios.

 

La respuesta canónica se halla en la Etica nicomaquea. Si reaccionamos ante ese peligro cuando es de veras peligroso, y en la justa medida, y de la manera adecuada, y cuando y donde se presenta lo temible…, entonces nos enfrentamos al miedo con valentía; de lo contrario, será o con cobardía o con temeridad. Porque no es verdad que todos los miedos sean igual de fundados o de invencibles ni tampoco eso de que “el miedo es libre”. Todo lo contrario, el miedo como tal no es libre, sino natural o necesario, y puede originar la falta de libertad: nos suele hacer esclavos, de Dios o de otros hombres. La libertad empieza más bien en el modo como lo afrontamos, como sabemos convivir con él y hasta servirnos de él para la convivencia de todos. La valentía no nace sino del miedo. Escuchemos a Chesterton: “Los fuertes no pueden ser valientes. Sólo los débiles pueden ser valientes; y sin embargo, en la práctica, sólo en los que son capaces de ser valientes se puede confiar, en momentos de duda, en que serán fuertes”.

 

Por eso, porque el miedo a secas no es por sí mismo una señal de cobardía,  sino que puede serlo también de lucidez, algunos han predicado a los contemporáneos la conveniencia de experimentar miedo ante las amenazas presentes. O, lo que es igual, de discernir lo que hoy sería en verdad temible y  considerar una grave deficiencia la incapacidad para detectarlo y sentirlo. Lo que Günther Anders limitaba al riesgo de guerra  nuclear, podemos nosotros extenderlo a otras varias amenazas no menos graves del  momento; y lo que se decía tan sólo de nuestras acciones, deberá decirse asimismo de nuestras omisiones. Al fin y al cabo, como «vivimos en una época incapaz de tener miedo, por eso presenciamos pasivamente los acontecimientos». Es la desmesura misma de nuestras creaciones y omisiones la que nos priva de la posibilidad de representarnos esa desproporción; ya no tenemos la capacidad de imaginar los daños que podemos causar a la Humanidad e infligir a la humanidad de nuestros semejantes. Y ese desconocimiento del miedo que de ello resulta, y del que quizá hasta nos vanagloriamos, es más bien producto de la temeridad. «Así, pues, al despertar te dirás: ¡No seas tan cobarde que temas  tener miedo! ¡Oblígate a tener el miedo que corresponde sentir ante la magnitud de la amenaza de apocalipsis!”. O, añadimos, ante otras amenazas menores y más cotidianas.

 

Este desocuparnos de lo que debemos temer procede asimismo de un fallo habitual de percepción, como el que ocurre cuando la magnitud de un mal nos induce a desdeñar el temor ante males menores. O sencillamente carecemos del miedo debido por falta de la sensibilidad moral que detecte y ordene jerárquicamente los riesgos. En una sociedad minada por el terrorismo etnicista, por ejemplo, lo único o al menos lo más temible aparecerá entre sus habitantes como el riesgo de perder la vida, sin que se llegue a sentir tanto temor por los fenómenos previos o resultantes que lo acompañan: la pérdida de la libertad y la perversión moral. Al no experimentar este otro miedo justo, en suma, el espectador conformista puede instalarse aún más en su cómodo conformismo.

Mayorcito, de 1945. Por origen local y afición personal, confieso que me sería aplicable aquel absurdo de pertenecer al “pensamiento navarro”. Imparto clases de Filosofía Política y Teoría de la Democracia en la Facultad de Filosofía de San Sebastián (Universidad del País Vasco). Me han publicado varias recopilaciones de artículos de prensa sobre cuestiones civiles actuales, muy en particular sobre el nacionalismo vasco de nuestros pecados. Entre mis ensayos éticos estoy prudentemente satisfecho de La compasión. Apología de una virtud bajo sospecha, La tolerancia como barbarie (En M. Cruz, comp., Tolerancia o barbarie) y La virtud en la mirada. Ensayo sobre la admiración moral. En materia de filosofía política creo que son útiles manuales universitarios como Teoría política: poder, moral, democracia; El saber del ciudadano; Las nociones capitales de la democracia, obras colectivas de cuya edición he sido responsable. Soy colaborador habitual, desde el año l986, en las páginas de "Opinión" de El País y, más tarde, de El Correo y Diario de Navarra. Venido de movimientos ciudadanos como ¡Basta ya!, me afilié al partido Unión, Progreso y Democracia desde su nacimiento. Y no hay mucho más que contar.