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ArpaEl país más solitario

El país más solitario

 

Albania está en Europa pero es más desconocida que el Tibet. Grecia es desconocida, los que buscan sol en las islas no van a las montañas del Norte ni visitan Eleusis. Y Macedonia ni siquiera se sabe que existe como estado. Los tres conocen la flauta de las montañas, pero desean el piano de Europa. Los tres son solitarios, pero están llenos de creatividad, de ilusiones y de latidos. Son  países que resistieron con su personalidad todas las tiranías. El albanés Ismail Kadaré en El palacio de los sueños defiende la libertad de los sueños. El griego Nico Kazanzakis en Zorba el griego defiende un vitalismo trágico y rebelde que late al compás de la música. El macedonio Luan Starova en El tiempo de las cabras habla de cabras que no responden a los impresos estalinistas.  Este verano nosotros quisimos ver esos países que no salen en las guías, que no han sido pisoteados por millones de turistas con bermudas, que no se han adocenado. Albania detrás de sus acantilados y sus montañas tiene castillos, ciudades medievales, valles remotos,  lagos increíbles. Grecia es la tierra loca y dionisíaca de Kazanzakis, la de  Nietzsche o Henry Miller, la de la prostituta que interpretaba Melina Mercouri en Nunca en domingo. Es la Grecia nocturna de La diosa blanca, de Robert Graves, la de Siete noches en la Acrópolis, de Georgios Seferis; la de La siesta de un fauno, de Stephane Mallarmé. Donde  Marsias tocaba la flauta que gustaba  tanto como la lira de Apolo,   recogió la flauta que tiró Atenea porque le deformaba la cara. La tierra de la expresividad y la deformación, la tierra de las montañas y el queso de cabra. Nos dio el entusiasmo y la idea de libertad. Y ahora se hunde solitaria ante la indiferencia de Europa. Macedonia tiene el lago Ohrid que a Antonio Colinas le daba miedo con tanta belleza. Fue un viaje romántico en el sentido de Novalis: “Romántico es dar a lo conocido la dignidad de lo desconocido”. En Atenas vimos la Biblioteca de Adriano, los laberintos de la Plaka, las escaleras azules de Anafiotika, el Pireo que solo a lo lejos parece el de Zorba el Griego. En Meteora subimos a los monasterios en lo alto de cilindros, alzados en el aire como una visión surrealista, miramos al crepúsculo la Roca de la Locura, escuchábamos a los grillos histéricos bajo un firmamento delirante. En  Ioannina vimos el castillo del rebelde antiturco Ali Pacha, visitamos nosotros solos un monasterio en la isla del lago con pinturas prodigiosas, seguimos los pasos de Byron.  En Girokaster, Albania, el castillo de plata, subimos las mil escaleras, evocamos a los personajes de Ismail Kadaré, notamos el fantasma de lord Byron en el castillo de Tepelene, escapamos con unos viejecitos que tomaban ouzo en un taxi loco hasta un pueblo lleno de cascadas bordeando un río salvaje. En Berati, la ciudad de las mil ventanas, visitamos el castillo en lo alto, susurramos ante los iconos de Onufri que inventó un rojo fantástico y una mirada melancólica que turba como la Gioconda, miramos como los estudiantes cambiaron el ENVER en letras grandes en la montaña por NEVER, cruzamos el puente antiguo sobre el río Osumi, nos perdimos en el barrio de Mangalemi que juega al escondite por la colina. En Tirana nos deslumbró la mezquita pintada en la noche, nos hicieron gracia las casas de colores con que un alcalde quiso olvidar el gris estalinista, alucinamos con el Bloque (el barrio de la antigua nomenclatura comunista) repleto de restaurantes pijos y pubs de diseño, nos acercamos a Durres, la ciudad donde iba de marcha Catulo y que llamaba la taberna del  Adriático, tomamos café detrás de una tronera en una torre veneciana, nos bañamos en una playa limpísima junto a los restos de uno de los setecientos mil búqueres que ahora son nidos de amor, chiringuitos o casas de niños. Este país tan indómito ha sobrevivido a los romanos, a los turcos, a los veneciamos, a los austriacos, a los italianos, al estalinismo. No sé si sobrevivirá al turismo y a la sociedad de consumo. Luego nos fuimos a Macedonia.

 

 

 

Antonio Gómez Costa es escritor, autor entre otros de los libros La calma apasionada y Las fuentes del delirio. En FronteraD ha publicado Fiesta en el monte Ararat y ¿A qué suena Persépolis?

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