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Mientras tantoEl pecado original de un parque

El pecado original de un parque


 

 

Si nada más bajarse del barco los pies le llevaron solos hacia la que había sido su casa, su segundo lugar más deseado del viaje era un parque, el de San Amaro, en el extrarradio de la ciudad, en las faldas del monte Hacho. Un lugar de excursiones y paseos familiares, que en días de diario, se tornaba más tranquilo y misterioso.

 

Si bien es cierto que había pasado por la Puerta del Campo, y por la entrada de su Instituto, e incluso por la papelería donde compraba sus folios cuadriculados los días de examen; y hasta por el mercado central instalado en el antiguo foso Almina, en cuyo costado hubo un destacamento militar, en el que trabajó su padre; ¿qué extraño magnetismo le empujaba a dirigirse al parque de San Amaro, entre todas las alternativas que su ciudad casi natal podía ofrecerle?

 

Su primer recuerdo de aquel paraje era un paseo vespertino con toda la familia, hasta un mirador que había en la mitad de la falda de la montaña. La vista era sobrecogedora, por aquella amplitud de mar, que le clavaba el codo a la tierra, formando la rada natural del puerto de Ceuta. Los barcos salían por la bocana con grandes penachos de humo, que bajo el crepúsculo se tornaban negros; los grandes navíos y petroleros cruzaban rectilíneos, en ambos sentidos, las aguas del Estrecho.

 

Desde San Amaro, la Ceuta que se ve tiene forma de pubis, y lleva peineta de montañas de Marruecos en lo alto. El monte Hacho estuvo coronado por un penal de piedra; en su cintura se instalan gigantescos depósitos de combustible, un parque que es una raja en la montaña, un cementerio católico, y otro hinduista que hubo en el islote de Santa Catalina, responsable a su vez de tantos naufragios. Los polvorines de la plaza de soberanía se instalan a espaldas de la ermita de San Antonio en lo alto del Hacho. Las colinas que conducen al faro de Ceuta están todas horadadas y alambradas; los altos pinos que crecen en ellas, caen ante el potente viento del Estrecho como si fueran naipes. Sobrecoge ver las laderas con cadáveres carbonizados de pinos gigantes.

 

 

San Amaro fue también para el joven Faba uno de sus primeros enclaves fotográficos. Con su amigo del alma, (que como él, también pintaba), se entregaba a excursiones fotográficas por los lugares más recónditos de aquel parque. Si la ciudad-colonia-fortaleza resulta fotogénica por sus cuatro costados, en San Amaro, al ir trepando las avenidas del parque hacia la ermita de San Antonio, las vistas de Ceuta y del Estrecho, resultan espectaculares.

 

Años más tarde comenzó a aventurarse solo por el parque, en excursiones preliterarias, en las que se refocilgaba en el barro de su confuso dolor adolescente, ante las encrucijadas que se abrían en su vida. El aire decadente de aquellas glorietas circulares, comunicadas entre sí por escalinatas o rampas; sus bancos corridos de piedra, como en un balneario;  y aquellos palomares de obra, azules y blancos, que se alzaban como pagodas flotantes para los pajaros, le daban a San Amaro una atmósfera romántica y melancólica, grata para un adolescente desorientado.

 

En una de esas tardes de diario en que paseaba a solas por San Amaro siendo adolescente, le salió al camino un sátiro maduro y embriagado, con sus partes bajas al descubierto, ofreciéndole al muchacho la verga erguida que sujetaba con su mano. Confundido por la violencia de la situación, huyó de allí el joven Faba como un preso que se evade del penal. El recuerdo permaneció en su memoria por mucho tiempo, y puso límites a la libertad de sus paseos. Probablemente a su mirada se le apagó alguno de los brillos de la candidez del niño que se estaba alejando definitivamente. El pecado original se le apareció en San Amaro, y él había sido educado para sufrir resistiéndose.

 

Pandillas de moritos pasolinianos se cruzaron con los hermanos Faba, en su reciente visita al parque de su lejana infancia. Los marroquíes gustan de ir en grupos por la calle, así se sienten más seguros, pero a la par producen más desconfianza en las parejas o en los solitarios con los que se tropiezan. Rondaban los moritos los quince años, y tenían algo explosivo en el cuerpo y en las caras, como si vinieran de hacer alguna fechoría poco confesable.

 

 

Cuando alcanzaron los Faba la ermita de San Antonio, la descubrieron muy cambiada. Hay en la Ceuta actual y en sus dirigentes, una manía de pintar de albero las que siempre fueron paredes encaladas. Debe ser una seña de identidad sevillana extrapolada hasta ser convertida en piel metafórica de Andalucía. La ermita de San Antonio parece en la actualidad más una plaza de toros, o una capilla trianera, que una ermita en pleno campo. Y no es sólo eso lo que allí ha cambiado.

 

Como resultaba previsible los vientos democráticos habían arrancado de cuajo el mástil del buque cañonero Dato, (famoso por ser el que transportó a Franco desde Ceuta hasta la península, al inicio de la guerra civil), que presidió la explanada de la ermita, a espaldas del monolito que se alzó en el lugar, desde donde el Generalísimo contempló el cruce del Estrecho de sus barcos de guerra que habrían de comenzar la reconquista de la España roja. El monolito sigue en su lugar, con un pequeño medallón en piedra de la Virgen de África; pero las huellas talladas en la losa del suelo, que supuestamente dejara el dictador, han volado como si se las hubieran llevado las gaviotas.

 

A la ermita actual se le adosan en un lateral unas altas vallas de tela metálica, que evidencian la existencia de unos campos deportivos del otro lado. Al salir del recinto de la ermita, para dirigirse hacia el camino del Faro, oyó Faba ruidos de vestuario, voces juveniles bajo las duchas, riendo y hablando en árabe. La carnalidad del sonido evidenciaba la desnudez de los cuerpos jóvenes, bromeando sobre sí mismos bajo el agua.

 

        – ¡Menudo ambientazo tiene la ermita de San Antonio! ¡Qué entretenido debe resultar ser párroco en esta plaza!-  pensó para sí el más maligno de los Faba.

 

Y al doblar la esquina donde terminaban las nuevas instalaciones, descubrió sobre el portalón de entrada un rótulo: “Centro ocupacional para jóvenes. Campos de deportes”. La gran puerta metálica se abrió  para dar salida a otro racimo de jóvenes magrebíes, que iban tan contentos y a la vez tan taciturnos, como los que se habían encontrado un rato antes por el parque.  

 

Estaba visto que San Amaro tenía algo tan atractivo como pecaminoso. La tensión sexual que se respiraba en aquel enclave , parecía resultar irresistible tanto para los oriundos, como para los visitantes.

 

¡Alabado sea San Amaro!, rey antiguo de los parques en la personal mitología de Faba. 

 

Fotos: Gabriel Faba. 2012

Foto en Blanco y negro: Juan Antonio Vizcaíno. 1973

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