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AcordeónEl pueblo en calma y el doctor Muerte

El pueblo en calma y el doctor Muerte

 

A diez kilómetros del bullicio de Zúrich, Forch ofrece la clásica fotografía suiza: montañas colosales, aún verdes a comienzos de noviembre, pero con un suave tinte blanquecino en la cima, prados inmensos, aire limpio y calma. Mucha calma. El silencio gobierna las calles, pobladas de casas bajas y comercios de aspecto desangelado, que se van quedando vacías a medida que los niños entran en sus hogares después de otra jornada escolar. Ludwig Minelli, fundador de la clínica de suicidios asistidos Dignitas, tiene su centro de operaciones en esta pintoresca localidad. Sin embargo, su dirección dentro de Forch ha variado con frecuencia en los últimos años debido a las quejas de los vecinos sobre el grotesco trajín en sus inmediaciones. Con más de cien muertes inducidas al año, el tránsito de ataúdes no agradaba al vecindario.

       «Hallo!», saluda en alemán un señor de mediana edad, gesto amable y curioso, quien, después de un galimatías de ademanes e idiomas, comprende el objetivo del forastero en Forch y abre con buena disposición la puerta de su coche. Casualidades de los sitios pequeños. El espontáneo cicerone conoce a Minelli y le pintó su actual casa no hace mucho tiempo. Un blanco y sobrio edificio de dos plantas, flanqueado por una placa con el nombre del propietario, pasaría inadvertido en la acomodada urbanización si no fuera porque, tras la endeble puerta de cristal, se puede morir por cerca de 7.500 euros.

       Después de llamar al timbre con insistencia, el propio Minelli, un hombre de 77 años con pelo grisáceo y gruesas gafas de pasta que enmarcan un ceño fruncido, abre la puerta con interés y la cierra desairado al escuchar la palabra «periodista». Sus últimas desavenencias con la prensa local e internacional han provocado su cerrazón hacia los medios y, a pesar de su pasado como corresponsal del prestigioso rotativo alemán Der Spiegel, prefiere no hacer declaraciones.

       Hace doce años, Minelli, abogado y periodista, puso en marcha Dignitas. Entonces ya era socio de Exit, asociación semejante de la que se escindió por resultarle demasiado «conservadora». Decidió dar un paso adelante y abrió las fronteras. Mientras Exit sólo atiende a pacientes –argot del sector- helvéticos, Minelli consideró que constreñir el derecho al suicido asistido a oriundos de Suiza era una injusticia. Y los extranjeros comenzaron a llegar. Entre ellos, un español de menos de 60 años que solicitó los servicios de Dignitas en los años noventa aquejado de una enfermedad irreversible. Otros, en cambio, eran o son víctimas de agudas depresiones y sin ganas de seguir adelante.

       «Quien esté perdido, harto de vivir, puede llamarnos», dice un empleado de Dignitas que, menos reacio a hablar con la prensa, descuelga el teléfono y cuenta locuaz el proceder y el leit motiv de la asociación: «Vivir con dignidad, morir con dignidad».
El suicidio asistido es legal en Suiza desde 1942. Aunque también lo es en países como Bélgica, Holanda o Luxemburgo, la legislación helvética es más laxa y sólo contempla dos objeciones a la hora de llevarlo a cabo: un interés, económico o de otro tipo, por parte del colaborador, y la merma de las facultades mentales del interesado cuando toma la decisión de morir. Estas limitaciones dejan un amplio margen de operaciones a Minelli, gran conocedor de las leyes por profesión e interés, según sus allegados, que ha blindado sus actividades en el país alpino a pesar de los fallidos intentos de sus detractores, entre ellos Andreas Brunner, fiscal del distrito de Zúrich, de cerrar las puertas de Dignitas.

       Lejos de ser así, la clínica -prosigue la jerga- alcanzó en 2008, tras diez años en activo, 1.000 suicidios asistidos. «No vamos a festejarlo», declaró Minelli al diario helvético Le Temps. Algunos han tenido más eco entre la opinión pública, como el del destacado director de orquesta británico Edward Downes y su esposa, que decidieron morir juntos el pasado año cuando el músico se quedó prácticamente ciego. Los británicos son la segunda nacionalidad tras la alemana que más demanda los servicios de Dignitas, donde «casi el 90 por ciento de los pacientes son de fuera de Suiza», asegura el empleado de Minelli, que prefiere mantener el anonimato.

       Aunque Dignitas funciona, por el momento, dentro de la legalidad, Minelli tiene cierta tendencia a los refugios y muestra a la prensa un carácter beligerante. Uno de los episodios más delicados surgió a raíz de las acusaciones de Soraya Wernli, la que fuera su enfermera durante tres años, al denunciar en los juzgados de Zúrich el supuesto enriquecimiento de Minelli a través de Dignitas. De ser así, el anciano habría incumplido una de las dos objeciones de la ley suiza de “suicidios asistidos”, pero la acusación no pudo ser demostrada.

       «Eso es ridículo. Nadie se está haciendo rico aquí», asegura el empleado de la clínica. «El dinero que se solicita es solamente para cubrir los gastos».
Los 7.500 euros que desembolsa el suicida cubren el suministro de la dosis letal de sodio pentobarbital, recetada bajo prescripción médica por uno de los cuatro doctores que secundan la actividad de Dignitas, y los gastos por la cremación, entierro, funeral, etcétera. Veinticuatro horas después se puede alcanzar la muerte con un procedimiento sencillo: el paciente ingiere primero un protector estomacal para evitar que vomite el medicamento, aguarda algo menos de media hora y engulle el compuesto mortífero, que le conduce al sueño eterno en un margen de ocho minutos.

       A pesar del fracaso de la primera denuncia, Wernli continuó aireando las presuntas irregularidades de su ex jefe. Así, relató con detalle a la prensa helvética en varias ocasiones cómo Minelli se quedaba con las joyas y las pertenencias de los fallecidos para venderlas después. O cómo reducía la dosis de sodio pentobarbital como medida de ahorro, alargando la agonía del moribundo. O el estado de insalubridad de las salas de la clínica donde se inyecta la dosis mortal.

 

 

       En cambio, ninguna acusación ha sido demostrada, a pesar de los esfuerzos del fiscal Brunner. Las cuentas bancarias suizas están veladas por el secreto bancario, por lo que no es posible conocer de dónde proceden los ingresos del cliente. Pero la controversia continuó por otros derroteros. En abril del pasado año, agentes de policía helvéticos hallaron docenas de urnas con cenizas humanas en el lago de Zúrich, cerca de la acaudalada Costa dorada suiza, después de que un grupo de buzos diera con ellas por casualidad. El logo de Dignitas aparecía en las arcas. Minelli reconoció por esas fechas a un periodista de The Atlantic que almacena las urnas hasta que tiene suficientes para llenar su coche. Después, generalmente de noche, echa los restos al lago Zurich. En este aspecto, Wernli corrobora la declaración de su antiguo jefe. En 2008, la enfermera ya narró una historia similar y aseguró que la descarga de las urnas en el lago era algo usual, y que bajo el agua debía haber cientos de ellas. Sin que se conozca aún ninguna sentencia, las autoridades judiciales deberán dirimir si el peculiar proceder de Minelli va en contra de las leyes de protección ambiental –en cuyo caso Dignitas podría recibir una multa económica de alrededor de 35.000 euros- o del mismo contrato firmado con los usuarios.

       Antes de que la tempestad de las urnas amainara, Minelli, fiel a su estilo indómito y provocador, decidió probar nuevos métodos para contrarrestar la escasez de sodio pentobarbital. Y se inclinó por uno más económico: ofrecer la inhalación de helio, y la consecuente muerte por asfixia, a sus pacientes. Según declaraciones de la enfermera Wernli recogidas por el diario español El Mundo, Minelli envió al fiscal Brunner cuatro filmaciones de personas que morían asfixiadas de ese modo y las acompañó de un mensaje: “No se necesita prescripción médica para comprar helio”.

       A pesar de toda la polémica, no todo son reprobaciones hacia el septuagenario. Tras varios intentos fallidos de que Minelli vuelva a abrir la puerta y cambie de parecer, uno de los pocos vecinos que pasean por el barrio asegura que se trata de “una persona amable”. Del mismo modo, Alfio Zweifel, director de un taller de coches cercano y amigo personal del director de Dignitas, según afirma, defiende que éste “lucha por un derecho más. Es una buena persona que habla alto y claro”. Él mismo asegura ser socio de Exit, la competencia de Minelli. Y es que, según las encuestas, el 80 por ciento de la población suiza está a favor del suicidio asistido. Entonces, ¿por qué Minelli ha tenido que mudarse con tanta frecuencia? Él entiende, según declaró en su entrevista a The Atlantic, que es un problema de hipocresía por parte de la población: “Es algo muy conocido en sociología: no lo hagas en mi jardín. Como Exit sólo atiende a ciudadanos suizos, puede ayudar a la gente a morir en sus hogares. Pero Dignitas, con su cartera internacional, necesita un espacio donde llevar a cabo su negocio”.

       Otro dato a tener en cuenta es el elevado número de suicidios que se cometen en Suiza, alrededor de 1.400 cada año. Ante la  asimilación del suicidio en la cultura helvética, cabe plantearse por qué recurrir a terceros para llevarlo a cabo. «La respuesta es sencilla -opina el empleado de Dignitas-. Siempre hay otras formas, como saltar desde un puente o apretar el gatillo de una pistola; pero eso no es morir con dignidad».

       Ahí radica la clave en la defensa de Dignitas por parte de su precursor, quien
sostiene, de forma un tanto paradójica, que ofreciendo suicidios asistidos están reforzando el derecho a la vida y luchando por el reconocimiento de otro inalienable: el de una muerte digna. «Jamás –recalca el empleado de Dignitas- persuadimos a nadie para que se suicide. Siempre ofrecemos apoyo psicológico y otras alternativas. Nos aseguramos de que morir es, realmente, su máximo anhelo».

       La certeza de que la decisión de suicidarse no sea fruto de un momento de debilidad es una línea que se antoja difusa en el procedimiento de Dignitas. Esta imprecisión podría valerse de un vacío legal en el artículo 115 del Código Penal helvético, el que autoriza el suicidio asistido, pero, a pesar de algún conato por parte de las autoridades judiciales de cercar el campo de actuación de estas asociaciones, la modificación de esta ley podría durar años. El debate entre el Gobierno, las asociaciones humanitarias y la sociedad civil gira en torno a dos opciones: o bien prohibirlo radicalmente o restringirlo mediante la imposición de que la persona demuestre, mediante dos certificados médicos, que sufre una enfermedad incurable que le producirá la muerte en un corto período de tiempo.     

       Minelli no parece amedrentarse. Se sabe bien protegido y confía en que el sistema de democracia directa vigente en Suiza le devuelva la razón en caso de un hipotético cerrojazo a su fundación. Como él ha recordado en alguna ocasión, «con sólo recoger 15.000 firmas a favor de una iniciativa, ésta se somete a referéndum». A juzgar por el 80 por ciento de la población a favor del suicidio asistido, no le costaría mucho alcanzar la suma y reinventar su asociación.

       La suerte está de su lado. Dos baluartes helvéticos, el secreto bancario y la democracia directa, parecen tenerle las espaldas bien cubiertas.

       En su barrio, donde ya se vislumbra la llegada del atardecer y las casas han cerrado sus puertas, la silueta de las montañas se difumina con la de los nubarrones que amenazan tormenta y la calma se tensa con el sonido de los primeros truenos. Resguardado en su hogar, permanece Minelli, en quien se refleja, según quién proyecte la luz, la imagen de un acérrimo defensor de los derechos humanos o la sombra de un maquiavélico eugenista.

 

 

* Paloma Almoguera es periodista

 


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