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AcordeónEl retorno de Napoleón, el Ogro. Un ejército que corrió más que...

El retorno de Napoleón, el Ogro. Un ejército que corrió más que una noticia

 

El príncipe de Metternich se revolvió en la cama: había vuelto a acostarse con la cabeza cargada. El Congreso de Viena, que reunía a las potencias de Europa para trazar las fronteras del continente tras la derrota de Napoleón, duraba ya demasiado y el emperador Francisco I de Austria le había advertido que se estaba hartando de la vida mundana y de los gastos excesivos mientras las negociaciones no avanzaban. Las generosas arcas austríacas empezaban a resentirse después de seis meses del más fastuoso espectáculo cortesano hasta entonces conocido.

 

Le despertaron los cuchicheos de la antesala. Un correo quería entregarle un mensaje personal. Metternich recordaría años después, al escribir sus memorias, que eran las seis de la mañana del 7 de marzo de 1815 cuando recibió el despacho. Procedía del cónsul Ggeneral de Austria en Génova y llevaba el sello de urgente. El príncipe austríaco rasgó el sobre:

 

“El comisario inglés Campbell acaba de entrar en el muelle y ha preguntado si alguien ha visto en Génova a Napoleón, puesto que ha desaparecido de la isla de Elba. Al recibir una respuesta negativa, la fragata inglesa se ha hecho inmediatamente a la mar”.

 

Sólo una persona en Viena conocía ya la noticia, aunque mantenía el más absoluto mutismo. El duque de Wellington había recibido días antes –o tal vez horas, se llevó el secreto a la tumba– una carta de lord Burghersh fechada en Florencia en la que se le avisaba de que Napoleón había salido de Elba con rumbo desconocido. Para el militar británico todo eran contrariedades desde su llegada. Acostumbrado a los campos de batalla no lograba interesarse por las intrigas del Congreso ni participaba en la vida cortesana. La cámara de los Comunes había pedido la comparecencia urgente del representante de Gran Bretaña en la conferencia, Lord Castlereagh, y el duque había sido designado para sustituirle. Llevaba en Viena sólo cinco días y había cogido un fuerte resfriado. “Los salones están faltos de ventilación y el ambiente es irrespirable”, escribió a Londres. Y ahora, además, su viejo enemigo había escapado sin dejar rastro.

 

Metternich corrió con la carta en la mano a las habitaciones del emperador. Francisco I reflexionó un instante. “Parece que Napoleón quiere dedicarse a la aventura”, dijo, “ese es su negocio”, y ordenó al príncipe que como presidente del Congreso diera cuenta inmediata a todas las delegaciones. Hasta ese momento se había popularizado en Europa el siguiente comentario: “El Congreso se divierte, pero no adelanta un paso; baila, pero no anda”. Metternich apuntó en sus memorias la tensión vivida en Viena las horas siguientes:

 

“A las ocho y cuarto estaba con el zar Alejandro, que me despidió con palabras parecidas a las empleadas por el emperador Francisco. A las ocho y media, el rey Federico Guillermo [de Prusia] me habló en términos similares. A las nueve estaba de nuevo en mi casa, en donde había citado al mariscal de campo príncipe Schwarzenberg [de Austria]. A las diez, a petición mía, se presentaron los ministros de las cuatro potencias [Austria, Prusia, Rusia e Inglaterra]. A la misma hora, diversos ayudantes estaban ya en camino, en todas direcciones, para dar orden de detenerse a los ejércitos que estaban regresando. Así, en menos de una hora, fue decidida la guerra”.

 

Napoleón había aguado la fiesta. Hasta entonces, todo había sida armonía en Viena, al ritmo de bandas y orquestas. El emperador austríaco acogió en su palacio de Hofburg en septiembre de 1814 al zar de Rusia, a cuatro reyes y a buen número de príncipes. Viena se había poblado de ministros, consejeros, gentilhombres, cocheros y criados de todas las cortes de Europa. Sólo en palacio se disponían cada noche no menos de cuarenta mesas de banquete. Bailes, conciertos, representaciones teatrales y partidas de caza eran caldo de cultivo de innumerables intrigas políticas y, cada vez con más frecuencia, amorosas.

 

El viejo zorro Talleyrand, que fue capaz de sentar a Francia en la mesa de los vencedores, se había hecho acompañar de una joven de su familia, la adorable condesa de Périgord, que poseía “los ojos más hermosos de toda Francia” y una innata capacidad para convertirse en el centro de todas las fiestas. El señor De Talleyrand estaba realmente satisfecho de una compañía tan útil para sus propósitos. Mientras, el zar Alejandro, que “peregrinaba de capricho en capricho y de pasión en pasión”, y el príncipe De Metternich, del que su primera esposa dijo que no comprendía cómo se le podía resistir ninguna mujer, competían tras las damas y alimentaban su mutua antipatía. Pero aquella mañana los gabinetes y las embajadas se vieron envueltos en una desacostumbrada actividad política. En pasillos y corros improvisados, los consejeros se preguntaban: “¿Qué ocurre en Francia?”.

 

Al alba del primero de marzo de 1815, el bergantín L’Inconstant avistó la playa de Golfe-Juan, en la costa mediterránea francesa. Napoleón ordenó que se enarbolase la bandera tricolor y se caló su bicornio adornado con la famosa escarapela roja, blanca y azul. A la una de la tarde, entre los vítores de la tropa, comenzó el desembarco y una de las más audaces gestas de la historia: un millar de hombres contra Europa.

 

La primera acción, nada más pisar tierra, no pudo ser más desafortunada. Napoleón mandó a veinticinco granaderos al mando del capitán Lamouret para que explorasen el terreno. El capitán creyó que aquello iba a ser un camino de rosas y decidió por su cuenta ganar para la causa napoleónica la población más cercana, Antibes. La ciudad, amurallada, estaba defendida por un regimiento. Los soldados entraron eufóricos y leyeron proclamas en la plaza anunciando el regreso del emperador. El coronel de la guarnición, realmente desconcertado por aquella inesperada revolución, mandó cerrar las puertas de la ciudad, encarceló a los charlatanes y volvió a sus menesteres. Los oficiales querían ir en auxilio del intrépido capitán, pero Napoleón se negó. Sabía quién era su enemigo principal. “La victoria depende de que seamos capaces de adelantarnos a la noticia de nuestra llegada”, dijo.

 

El pequeño ejército adquirió mulas, caballos y suministros en Cannes, entonces una aldea dedicada a la pesca del atún, e inició la marcha hacia París. Al amanecer del día 2 llegaron a Grasse, donde almorzaron sin que la población mostrase más que un leve interés por ver pasar a Bonaparte. De la crónica de este episodio queda la imagen de un capitán con una moneda en la mano mostrando a un grupo de labriegos el perfil de Napoleón. Sólo los ancianos del lugar lo creyeron, salieron a despedirle y le entregaron un ramillete de violetas –la flor del emperador– que empezaba a brotar entonces. Se cumplió así la profecía de Fouché: “Napoleón volverá con las primeras violetas”. El emperador eligió el camino de Grenoble y la vía de los Alpes. Aun siendo un trayecto mucho más duro, era el camino más recto hacia París. “Los minutos son demasiado preciosos”, afirmó.

 

Después de dos días de marcha, en los que la tropa iba dejando estela en la nieve, se avistó Digne. Fue la primera localidad que les recibió con entusiasmo, y Napoleón mandó imprimir proclamas en las que invitaba a la población a unirse a su hazaña. Aunque se desplazaba muy rápidamente, el general corso era consciente de que no sabría a qué atenerse hasta llegar a Grenoble: “Si el pueblo y el ejército no me quieren, en el primer encuentro treinta o cuarenta de mis hombres serán muertos, el resto arrojará sus mosquetones, yo estaré acabado y Francia se mantendrá tranquila. Si el pueblo y el ejército en efecto me quieren –abrigo la esperanza de que sea así– el primer batallón con que me encuentre se arrojará a mis brazos. El resto vendrá por añadidura”.

 

El camino se hacía cada vez más intransitable. La artillería y un carro requisado en Cannes tuvieron que ser abandonados. Había que llevar los caballos de la brida, ya que la senda de los Alpes era muy empinada. Incluso el emperador iba a pie, y en más de una ocasión resbaló y cayó sobre la nieve. Tras una de estas caídas, se detuvo a descansar en una choza ocupada por una anciana y unas cuantas vacas. Napoleón se acercó al fuego y preguntó: “¿Qué noticias hay de París?”. La anciana le miró sin contestar. “¿No sabéis, pues, lo que hace el rey?”, insistió. “¿El rey?”, replicó la mujer, “querréis decir Napoleón, el emperador Napoleón que gobierna en Francia”. Entonces Bonaparte se volvió hacia uno de sus generales y labró una de sus célebres frases para la historia: “Bien, Drouot, ¿de qué sirve, después de todo, luchar para imponer nuestros nombres al mundo?”.

 

 

Primeras noticias

 

Las primeras noticias del regreso de Napoleón llegaron a París desde Grasse. El alcalde de la localidad envió una carta directamente al mariscal Soult, ministro de la Guerra, en la que hablaba de una cincuentena de hombres de la guardia imperial, aunque, tal vez por desconfianza, no se mencionaba la presencia de Napoleón. Desde Cannes había partido la noticia días antes por otro cauce, pero el mensaje se iba desinflando a medida que avanzaba. Un sargento primero de la gendarmería de Cannes marchó a caballo a Frejús para anunciar que las tropas de la isla de Elba habían desembarcado. De Frejús, la noticia llegó a Draguignan, aunque allí se dijo que “cincuenta hombres de la guardia del ex emperador” habían sido vistos. En Tolón, el general al mando de la tropa añadió la siguiente nota de su puño y letra: “El prefecto del muelle me dice que ha sido informado de que los granaderos de Elba han recibido permiso para visitar a sus familias en Francia. Eso supongo yo también”.

 

Más o menos de esta forma partió la noticia de Marsella hacia Lyon el 3 de marzo de 1815. El jefe de la guarnición decía que se trataba “del desembarco de algunas gentes que en Elba están muy aburridas”. El correo no salió hacia Lyon hasta bien entrada la tarde. En esta ciudad, el mensaje iba a ser trasmitido a París mediante un nuevo y revolucionario método cuya invención se atribuye a Simón Linguet: el telégrafo óptico.

 

El periodista y agitador Linguet pensó que su invento era lo único que podía salvar su cabeza. Preso en la Bastilla pocos años antes de que terminara el siglo XVIII por revolucionario, había ofrecido, a cambio de su libertad, la revelación de un sistema telegráfico “rápido como el pensamiento y capaz de trasmitir señales a larga distancia”. Lamentablemente, su propuesta no convenció a nadie. Fue guillotinado y su invento se perdió para la ciencia.

 

Pocos años después, un humilde seminarista, Claude Chappe, presentó a la Convención un ingenio similar. En 1793 el proyecto fue aprobado y el Gobierno ofreció 6.000 francos para comenzar los trabajos. Se montó un sistema completo de comunicaciones de mecanismo muy simple. Consistía en un mástil de madera sobre una torre en cuyo extremo superior se articulaban dos reglas. Los ángulos que formaban con el mástil y entre sí daban lugar a múltiples combinaciones mediante las cuales podían interpretarse las letras del alfabeto. Bajo la dirección de Chappe, el 1 de septiembre de 1794 se inauguró la primera línea telegráfica óptica entre París y Lille, con la feliz coincidencia para el futuro del invento de que la primera noticia que se trasmitió fue la toma de una importante plaza por las tropas de la República francesa. Rápidamente se crearon nuevas líneas por todo el país. Un corto mensaje de cien señales se podía enviar de Lyon a París en dos horas y cuarto. Se llegaron a cubrir 5.000 kilómetros de Francia, Bélgica e Italia, entre otros países, con 534 torres. El telégrafo óptico necesitaba que el terreno fuera llano, ya que había que instalar una cadena fija de puntos elevados, y por eso no pudo llegar más allá de Lyon.

 

El nuevo régimen francés había sido pionero tanto de sistemas rápidos de comunicación como del desarrollo de todo tipo de hojas volanderas, gacetas y periódicos, que constituyeron uno de los principales pilares del nuevo orden. Durante el mandato de Napoleón, sin embargo, la prensa sufrió un serio retroceso. Ya en 1796, el entonces general manifestó su contrariedad porque no se informaba a su gusto de sus campañas militares. Enviaba sus notas a Francia y, se publicaran por los periódicos o no, las mandaba imprimir en hojas sueltas que distribuía entre sus soldados. Cuando llegó al Consulado no tuvo reservas en manifestar: “Si suelto las riendas de la prensa, no me sostendré tres meses en el poder”. Sus indicaciones para “hacer comprender” a los periodistas que si no seguían sus instrucciones suprimiría el periódico, eran constantes.

 

En el año 1800, y basándose en que muchos periódicos de París eran “enemigos de la República”, redujo su número a trece, lo que no impidió que alguno de los permitidos fuera objeto de posterior supresión. Napoleón escribió al ministro de Policía: “Mi intención es que hagáis llamar a los redactores de los periódicos que están de moda para advertirles que si continúan siendo meros intérpretes de los periódicos ingleses y alarmando sin cesar a la población, su duración no será larga. El tiempo de la revolución ha terminado y no hay en Francia más que un partido. No seguiré sufriendo que los periódicos digan ni hagan nada en contra de mis intereses. Podrán publicar algunos articulitos en los que destilen algo de veneno, pero un buen día se les cerrará la boca”.

 

El mensaje que advertía de la llegada a Francia de un grupo de soldadas de Elba “con permiso para ver a sus familiares” llegó desde Marsella al telégrafo óptico de Lyon el día 4, pero pocas horas después se precipitó la noticia que corregía a la anterior. No se trataba de unos cuantos soldados aburridos sino de la fuerza completa con Napoleón a la cabeza. Por ello, una segunda comunicación, con carácter de urgencia, siguió a la primera.

 

En la oficina receptora del telégrafo óptico en París había mucho movimiento la mañana del 5 de marzo. El jefe de Telégrafos, Ignace Chappe –hermano del impulsor del sistema–, acababa de componer el segundo mensaje procedente de Lyon: Napoleón se dirige a Grenoble al frente de su pequeño ejército. Chappe releyó el texto y no lo envió al ministro de la Guerra, a quien iba dirigido, sino al secretario del rey, convencido de que la rapidez de la comunicación consagraría definitivamente el sistema ante Luis XVIII, siempre reticente hacia cualquier innovación.

 

Napoleón almorzaba pato asado y aceitunas en una posada de los Alpes cuando Luis XVIII recibió el mensaje telegráfico en las Tullerías. Con los dedos medio paralizados por la gota, tuvo que esforzarse para romper el sello. El monarca decidió que lo mejor sería mantener el máximo secreto sobre lo que ocurría. Sólo algunos ministros y los miembros de la familia real serían informados. Por lo demás, el rey mandó recado al ministro de la Guerra diciendo escuetamente: “Él sabrá lo que debe hacer”, y continuó con el libro que estaba leyendo. El ministro decidió que lo mejor sería terminar con el avance cuanto antes y contener a Napoleón en Lyon, la segunda ciudad de Francia, antes de que la noticia llegara a Viena. Volvió a utilizar el telégrafo óptico y ordenó que la importante guarnición de Grenoble enviase sus cañones a Lyon, donde debían concentrarse las tropas y hacia donde salía el conde d’Artois, hermano del rey, para ponerse al frente.

 

Pero el rey no podía mantener un secreto semejante y cuarenta y ocho horas más tarde, el 7 de marzo, el mismo día que llegaba a las manos de Metternich, París se estremeció ante la noticia. El Moniteur, un diario consagrado casi exclusivamente a las sesiones y debates de la Asamblea, publicó dos decretos reales: en el primero se hacía un llamamiento a las Cámaras y, en el segundo, se declaraba a Napoleón traidor, rebelde y fuera de la ley. Todo francés, militar o civil, estaba obligado a “arrojarse” sobre el intruso, expresión que despertó la ironía de Chateaubriand. El periódico añadía un comentario: “Se trata de un acto de locura que puede resolverse con unos pocos policías rurales”. Sólo el Journal des Débats, el órgano que mayor desconfianza había inspirado a Bonaparte, fue más lejos: “Dios cuidará de que el cobarde guerrero de Fointainebleau muera con la muerte de los traidores”.

 

A Napoleón le había resultado siempre desagradable el espíritu de independencia del Journal. Harto de sus “impertinencias” mandó en cierta ocasión detener a su director, Louis-François Bertin, y le desterró precisamente a la isla de Elba. El periodista no pudo volver a su periódico hasta tres años después, pero a su vuelta continuó con sus críticas feroces. El emperador le impuso entonces un censor fijo y no satisfecho con esta medida le expropió el periódico al poco tiempo, nombró director al censor y cambió el nombre de la publicación: Journal de l’Empiere. El Journal de Bertin había llegado a tener 8.150 suscriptores; el Moniteur, mucho más oficialista, nunca pasó de 2.500.

 

Napoleón, mientras tanto, seguía atravesando los Alpes y actuando para la historia. En una ocasión, antes de su exilio en Elba, había exclamado: “¡Qué novela es mi vida!”. Un viejo granadero llegó a su aldea natal de los Alpes con las tropas napoleónicas. El soldado se presentó ante el general con su hermano menor y su anciano padre. El emperador se emocionó ante tres generaciones de franceses y tuvo palabras de agradecimiento para el granadero, después de tantos años de recorrer juntos Europa de batalla en batalla y después de once meses de ominoso exilio en Elba. Admitió al hermano menor en el ejército y entregó al anciano padre veinticinco napoleones.

 

Al amanecer del día 7 –cuando el mensajero despertaba al príncipe de Metternich en Viena–, el comandante de la vanguardia llamaba a la puerta de Napoleón. Un batallón de infantería del Quinto Regimiento ocupaba una posición a pocos kilómetros al norte, cerca de Grenoble. Bonaparte se dirigió al lugar en un vehículo ligero de cuadro ruedas y observó con su catalejo. Al plegarlo comprendió que había llegado el momento decisivo que tanto tiempo había estado esperando. Ordenó izar la bandera tricolor y pidió a la banda que tocase La Marsellesa, prohibida desde su salida de Francia. Napoleón se acercó al ejército enemigo, que se había desplegado en el campo en posición de combate. Vestía su abrigo pardo de campaña e iba tocado con su inconfundible bicornio rematado con la escarapela. Se dirigió hacia los soldados a pie, con las manos a la espalda. Un capitán dio la orden de fuego, pero los mosquetones permanecieron impasibles. Napoleón entonces (según la reconstrucción de Stendhal en su Vida de Napoléon) se abrió el capote y gritó: “Si hay entre vosotros un soldado que quiera matar a su emperador, que dispare”. A lo que la tropa contestó unánime: “¡Viva el emperador!”.

 

En tanto que los dos ejércitos confraternizaban a la entrada de Grenoble y el Congreso dejaba de divertirse en Viena, el rey estaba reunido en París con los embajadores de las cortes de toda Europa. Entre sus enormes botas de terciopelo que escondían las piernas castigadas por la gota había, como siempre, una muleta. “Señores, os ruego que comuniquéis a vuestras cortes respectivas que me habéis visto completamente tranquilo. Estoy convencido de que el incidente perjudicará a la paz de Europa aún menos que a mi propio espíritu”.

 

Napoleón continuó su camino al frente del Quinto Regimiento y de los mil hombres que habían desembarcado con él. Había recorrido 350 kilómetros en una semana sin disparar un solo tiro. Pero poco duró la tranquilidad. A las siete de la tarde se toparon con una densa columna de tropas que se desplazaba hacia el sur en formación de combate. Esta vez el emperador no necesitó exponerse. Dos jinetes salieron del ejército enemigo y se acercaron al galope. El coronel al mando del regimiento clavó el tambor en el suelo en señal de rendición y le entregó su sable. Napoleón respiró aliviado, le besó en las mejillas y le permitió marcharse. Había salvado el segundo escollo; frente a él estaban ya las murallas de Grenoble.

 

La noche, tras un día de fuertes emociones, se había echado encima. La vanguardia dio las novedades: fuertes murallas, unos 2.000 soldados y muchos cañones. Pero había más. Al pie de las murallas, cientos de campesinos armados con aperos de labranza y antorchas gritaban “¡Viva el emperador!”. Napoleón no quiso desaprovechar tan favorable circunstancia y avanzó hasta situarse a la entrada de la fortaleza. Pidió al oficial con mando en la plaza que abriese las puertas inmediatamente, a lo que éste se negó. Entonces, los campesinos derribaron a hachazos la puerta y Napoleón entró solo y a caballo en Grenoble ante los vítores de la multitud.

 

El conde d’Artois llegó a Lyon al tiempo que Bonaparte entraba en Grenoble. Estaba algo cansado, pero dispuesto a salvar de la barbarie a su país. “Malditos sistemas revolucionarios”, debió pensar cuando recibió los primeros informes. El telegrama óptico del ministro de la Guerra que ordenaba el traslado de la artillería de Grenoble a Lyon no había llegado a su destino por causas desconocidas y no quedaban en la ciudad más que dos cañones; el resto estaba en manos del Ogro. De todas formas, el conde d’Artois se veía al frente de una importante tropa, a la que mandó formar. Contaba con tres regimientos y 1.500 guardias nacionales. El mariscal Macdonald, al mando del ejército, pronunció un vibrante discurso y terminó sus palabras invitando a los soldados a gritar con él: “¡Viva el rey!”. Muy pocos le secundaron. El conde, circunspecto, recorrió las líneas bajo una lluvia torrencial. Se acercó a un dragón veterano, le felicitó por sus condecoraciones y le invitó amablemente a exclamar: “¡Viva el rey!”. Sólo se oyó el ruido de la lluvia sobre el empedrado. Así que el esbelto y apuesto conde se volvió a su berlina lo más deprisa que pudo, se metió dentro de un salto y dijo al cochero: “A París, rápido”. A la mañana siguiente, el ejército Bonaparte entraba en Lyon sin oposición alguna.

 

Napoleón explicaba a las autoridades de los lugares por los que iba pasando y a los soldados que se sumaban a la tropa que no había vuelto para reanudar la guerra, que quería contener los excesos de los Borbones, devolver el honor a los militares y defender los intereses de los campesinos. Sólo pretendía preparar el camino a su hijo, el legítimo representante de la nueva Francia. En París, el mariscal Ney prometió a Luis XVIII que le traería a Napoleón “en una jaula de hierro”. Mandaba la única fuerza capaz de oponerse al ejército de Elba, cada minuto más numerosa. Michel Ney era un viejo conocido de Napoleón. Juntos habían batallado desde Andalucía hasta Moscú. De pelo rojizo y ojos azules, a los treinta años ya era general. Fue el único mariscal que aconsejó al emperador no adentrarse demasiado en Rusia, ya que no serían capaces de combatir los rigores del invierno. Pero Ney, que recibió el apelativo de “valiente entre los valientes”, acató las órdenes, se colocó al mando de la retaguardia y se distinguió en aquella triste campaña por la moral que fue capaz de trasmitir a los famélicos y enfermos soldados durante la retirada.

 

Ahora estaba frente a su emperador. Ney comprobó enseguida que la moral de sus 4.000 soldados era escasa y dijo al rey que el único modo de elevarla era que él, personalmente, acompañase a las tropas, aunque hubiera que transportarle en una litera. El monarca no mostró el mínimo interés por atender tal sugerencia. La moral del propio Ney se iba reduciendo, a lo que contribuyó un mensaje de Napoleón en el que le invitaba a reunirse con él y le aseguraba que sería recibido “como el día después de Borodino”. La esposa del mariscal tomó cartas en el asunto. Estaba por un lado la palabra dada por su marido, pero ella, hija de una camarera, había tenido que soportar muchos desaires de los aristócratas que habían vuelto a la corte del rey Luis. Los historiadores han reconocido que la influencia de su esposa pudo ser el factor que precipitó el cambio de opinión de Ney. El mariscal dijo a sus colaboradores: “No me arrodillo ante él sino ante mi país”.

 

Napoleón llegó a Auxerre el día 17, después de pasar triunfalmente por Challon, Autun y Avallon. Allí se produjo el encuentro entre los dos grandes militares. El mariscal estaba empeñado en hacer patente su desacuerdo con la actuación del emperador y le entregó una carta en la que decía, entre otras cosas, que debía “reparar los daños que su orgullo había producido a la patria”. “El valiente Ney se ha vuelto loco”, dijo Napoleón sin mirarle y rompiendo la carta. Se volvió y, como si nada hubiese ocurrido, le preguntó por la situación de sus tropas, el número de cartuchos y el calzado de sus soldados.

 

Meses después, a punto de estallar la definitiva batalla de Waterloo, que terminó con la aventura de Napoleón, los dos hombres volvieron a encontrarse. Los dos a lomos de caballos inquietos ante la inminencia del combate. “Ah, sois vos”, dijo el emperador, “’pensé que habíais emigrado”. A lo que contestó Ney: “Eso es lo que debería haber hecho”. Pero Napoleón estaba entonces a las puertas de París y en la cima de su gloria. Contaba con 20.000 hombres y sesenta cañones y no había nadie capaz de oponerse a sus intenciones. Partió de Auxerre y el día 18 llegó a los pies de Fontainebleau, donde se erigía el castillo en el que había firmado la rendición sólo unos meses antes.

 

París era un hervidero de rumores. De los acontecimientos de Grenoble no habían informado los periódicos. Algunos parisinos estaban convencidos de que Napoleón andaba errante y solo por las montañas de los Alpes. Pero la entrada en Lyon ya no pudo ser silenciada. El Moniteur decía, sin embargo, que las tropas reales habían vuelto a tomar la ciudad y perseguían al intruso. “El Gobierno”, aseguraba el periódico, “no quiere disfrazar nada ni ocultar nada. Considera su primer deber el decir siempre la verdad”. Al mismo tiempo, el Gobierno enviaba a Londres las joyas de la corona y catorce millones de francos en valores.

 

El rey se dirigió a las Cortes: “No temo nada por mí, pero temo por Francia. El hombre que ha encendido a nuestros pies la antorcha de la guerra civil nos traerá también la plaga de la guerra exterior”. En Viena, la noticia de la caída de Grenoble se conoció el día 12. Talleyrand, visiblemente furioso, declaró que la historia no conoció jamás nada similar a esta nueva agresión napoleónica. Al día siguiente se firmó un acuerdo por el que las potencias participantes en el Congreso –Rusia, Austria, Prusia e Inglaterra– declaraban fuera de la ley a Napoleón por perturbador de la paz y juraban no deponer las armas hasta dejar al enemigo “imposibilitado de hacer daño”. Europa se preparaba para la guerra.

 

 

La revolución tecnológica de The Times

 

La Prensa británica no se hizo eco de la aventura de Napoleón basta el 11 de marzo. Ese día, The Times, que ya ocupaba el primer lugar entre los diarios de Inglaterra, publicó un único y contundente comentario:

 

“A primeras horas de la mañana de ayer, un mensajero de Dover nos trajo la noticia, tan importante como lamentable, de que ha estallado una nueva guerra civil en Francia, provocada por ese despreciable Buonaparte, cuya vida fue impolíticamente perdonada por los soberanos Aliados. Parece ser que el hipócrita villano, que, en los días de su cobarde abdicación, aparentó sentir horror al derramamiento de sangre producto de una guerra civil, dedicó todo el tiempo de su exilio en Elba a planear secretas y traicioneras intrigas con los instrumentos de sus antiguos crímenes en Francia”.

 

El primer número de éste periódico londinense apareció el 1 de enero de 1788 con la intención de “informar honradamente a la población, al margen de los partidos”. Cuando publicó la noticia del regreso de Napoleón, The Times acababa de iniciar la revolución tecnológica de la prensa. El nuevo sistema de impresión movido a vapor podía obtener 1.100 pliegos en una hora con total autonomía, lo que abarataba los costes, multiplicaba el número de ejemplares y, sobre todo, alargaba la hora del cierre para la admisión de noticias. “Nuestro periódico de hoy”, publicó el 29 de noviembre de 1814, “presenta al público el resultado práctico del mayor invento relacionado con la imprenta desde que se descubrió este arte. El lector de estos párrafos tiene en sus manos uno de los miles ejemplares del periódico The Times que han sido impresos la última noche con un aparato mecánico. Ha sido inventada una máquina, casi un organismo, que a la vez alivia el esfuerzo del hombre en las imprentas y aventaja al poder humano en rapidez y agilidad”. La máquina, ideada por el técnico de origen alemán Koening, se instaló en secreto en un sótano de los muelles londinenses. Los obreros del taller de impresión desconfiaban de un aparato mecánico que podía dejarles sin trabajo.

 

John Walter había sido el impulsor de la renovación del Times. Director del periódico durante las campañas napoleónicas y enfrentado al primer ministro británico William Pitt, desplegó una inmensa red de corresponsales por todo el mundo, dispuso de correos y navíos propios y realizó el milagro de estar mejor informado que el propio Gobierno. Por eso la reacción británica ante el regreso de Napoleón fue la primera y se produjo de forma unánime tras el comentario del Times.

 

La caída de Lyon se conoce en París el día 12 y la deserción de Ney, el 17, esto es, dos y cuatro días después, respectivamente, de tener lugar los acontecimientos. Napoleón era ya imparable. Los colaboradores del rey le plantearon dos posibilidades: resistir o huir. El monarca no consideró más que la segunda y tuvo muy en cuenta el fin de su hermano, Luis XVI, que huyó precipitadamente de Francia y fue descubierto cerca de la frontera, en Varennes, la noche del 21 de junio de 1791. Aquel desagradable suceso –la familia real fue retenida en casa del droguero Sauce– precipitó el fin del monarca, guillotinado la mañana del 21 de enero de 1793.

 

Con estas meditaciones, la noche del 19 de marzo se echó encima. Seis carrozas fueron alineadas en el exterior del pavillon de Flore, un patio trasero del palacio de las Tullerías. Pajes y sirvientes fueron congregándose ante las carrozas sin saber qué hacer. Hasta que de pronto apareció el monarca seguido de sus más fieles colaboradores. Caminaba con dificultad. En la galería se oía el golpe rítmico de su muleta y el roce de las sedas. El rey agradeció los saludos de los congregados. Caía una lluvia torrencial y los pajes sostenían antorchas encendidas. “Hijos míos”, dijo el rey, “estoy profundamente conmovido por vuestra devoción; pero no abuséis de mí, me faltan fuerzas”. Cuando la noche se tragó la última carroza la servidumbre fue dispersándose en silencio por las calles vacías de París.

 

El día 20 amaneció sin gobierno en Francia. Sin embargo, los parisinos no se movieron de sus casas. Napoleón, según lo planeado al desembarcar del bergantín L’Inconstant, iba a entrar en París sin derramar una sola gota de sangre. Era de nuevo el emperador de los franceses. El amanecer del lunes 20 de marzo de 1815 fue frío y húmedo. La comitiva imperial emprendió la marcha desde Fontainebleau, donde Napoleón había dictado las primeras órdenes. Las calles vacías de la capital contrastaban con el cálido recibimiento de las provincias. Los parisinos, aun los bonapartistas, sabían que con el emperador llegaba un nuevo período de inestabilidad y de guerras. Sólo un grupo de soldados se había concentrado en el patio de las Tullerías para recibir a su emperador. El duque de Wellington escribió a Londres ese mismo día: “Voy a los Países Bajas para tomar el mando de nuestro ejército”.

 

Las carrozas recorrieron las calles vacías de París ante la indiferencia de la población. Pero el perfil inconfundible de Napoleón al caer la tarde removía demasiados sentimientos entre los parisinos que, casi sin quererlo, se fueron congregando a su paso al tiempo que coreaban los primeros vítores. El fervor estalló en las inmediaciones de las Tullerías. “Cuando el emperador bajó del coche, una multitud de manos blancas, abiertas, se tendió hacia él”, escribió Joseph Roth en su recreación de los hechos: “Se sintió fascinado por aquellas manos implorantes y, en ese instante, perdió la voluntad y la consciencia”. Ascendió lentamente los peldaños. Un testigo presencial rememoró así la escena: “Tenía los ojos cerrados, las manos extendidas hacia adelante como las de un ciego; la felicidad se manifestaba sólo en su sonrisa”.

 

Los titulares del Moniteur son la mejor ilustración del dislocamiento de la autoridad en Francia y del que fue llamado vuelo del águila. Esta fue su evolución en poco más de diez días:

 

“El Ogro de Córcega ha desembarcado en Golfe-Juan”

 

“El Tigre ha llegado a Gap”

 

“El Monstruo ha dormido en Grenoble”

 

“El Tirano ha atravesado Lyon”

 

“El Usurpador se halla a cuarenta leguas de la capital”

 

“Bonaparte avanza a pasos agigantados, pero no entrará jamás en París”

 

“Napoleón estará mañana ante nuestras murallas”

 

“El emperador ha llegado a Fontainebleau”

 

“Su Majestad imperial entró ayer en el palacio de las Tullerías, ante las aclamaciones de sus fieles súbditos”.

 

El regreso de Napoleón estremeció de tal manera al mundo que los rumores sobre un nuevo desembarco y las elucubraciones en torno a su verdadera muerte recorren toda la primera mitad del siglo XIX. La noticia aceleró el desarrollo de los sistemas de comunicación y la revolución tecnológica de la prensa. Sólo una década más tarde habría sido impensable que un ejército corriera más que una noticia. Además, Napoleón, el gran enemigo de los periódicos, instauró su primera regulación práctica, tras su reconocimiento en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano.

 

Nadie creyó las intenciones pacificadoras de Napoleón a su regreso; nada hace suponer tampoco que fueran sinceras. Pero una de sus primeras medidas fue promulgar una nueva constitución en la que se reconocía una amplia libertad de prensa. Un periodista, Benjamín Constant, fue el encargado de redactarla. Constant, largirucho y pelirrojo, había atacado con fuerza a Napoleón en el Journal des Debats mientras el rey hacía las maletas: “¡Ha reaparecido, este hombre teñido con nuestra sangre! ¡Es otro Atila, otro Genghis Khan, pero más terrible y odioso porque dispone de los recursos de la civilización!”. Salió de París momentos antes de la llegada del emperador. “No soy un traidor. No me arrastraré de un gobierno al siguiente envuelto en el vergonzoso manto del sofisma, ni pronunciaré palabras impías para salvar una vida manchada por el deshonor”, escribió en un artículo desde Nantes.

 

Napoleón le mandó llamar, le invitó a visitarle en las Tullerias. El periodista, con su habitual traje desaliñado, se presentó ante el emperador. Napoleón le explicó que necesitaba que Francia se uniese a él y que quería dar al pueblo las libertades que éste pedía, sobre toda la de prensa, anulada durante su mandato y durante el de los Borbones. La Constitución redactada por Benjamín Constant se promulgó el 22 de abril y fue aprobada por el pueblo en un plebiscito, con 1.305.206 votos a favor y 4.206 en contra.

 

El segundo imperio de Napoleón duró cien días. Derrotado, solo y fuertemente custodiado por el mezquino sir Hudson Lowe, consumió los días de su segundo exilio en Santa Elena, donde murió el 5 de mayo de 1821 sin que en su intención estuviese nunca volver a Europa. “Los pueblos y los reyes han unido sus fuerzas para liberarse del yugo del Ogro”, escribió Dominique de Villepin, ex primer ministro de Francia y gran exégeta de la epopeya, “pero la caída de Napoleón trazó caminos”. En la isla dictó el recuerdo de su vida, el Memorial de Santa Elena, publicado en 1828. Dejó escrita una última reflexión para sus descendientes: “Mi hijo estará obligado a reinar con la libertad de la prensa”.

 

 

 

 

Carlos García Santa Cecilia es escritor y periodista. Pertenece al equipo de fronterad casi desde su fundación, donde es el coordinador editorial de publicaciones en papel y e-books. Ha publicado, entre otros artículos, Ehrenburg, el otro ruso de la guerra civil, Las dos Españas de Virginia Cowles, Destino fatídico, El grano de Herbert Matthews y César González-Ruano en el ‘Heraldo de Madrid’. Mantiene el blog De libros raros, perdidos y olvidados. Este artículo junto con Los marcianos de Orson Welles, Pero, ¿dónde está el Titanic? y Un gran paso para Neil Amstrontg forman parte del proyecto Diez noticias que conmovieron al mundo.

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