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Mientras tantoEl United States of Business de 'Killing them Softly'

El United States of Business de ‘Killing them Softly’


 

Killing them softly

 

«No existe una línea recta entre el conocimiento intelectual y la conciencia política»

Jacques Ranciere

 

Esta provocadora frase (traducida de memoria y quizás un tanto inexacta) del filósofo francés Jacques Ranciere viene a resumir una tradición de cine político que busca el camino más corto entre lo que es narrado (y cómo) en una película y el mensaje político que se le presenta al espectador. Pienso en algunos filmes de Costa-Gavras como su celebrada Amen (2002), o la filmografía de Oliver Stone y los documentales de Michael Moore (no con ánimo de establecer una comparativa, simplemente de citar ejemplos de cine abiertamente político). Se trata de películas que no solo no esconden su mensaje político, sino que lo anteponen a cualquier otra cuestión. Sin entrar a valorar sus cualidades cinematográficas se puede establecer sin embargo una línea común que cruza este tipo de filmes; la previsibilidad del impacto político sobre el espectador. Al partir de posiciones claramente establecidas y con objetivos muy determinados, el espectador que sintonice con dichas posiciones aceptará el discurso crítico, y quien esté en contra a priori difícilmente verá alteradas sus posiciones.

 

Tomemos el ejemplo de Bowling for Columbine (2002), un documental sobre el uso de las armas y la cultura del miedo en Estados Unidos cuyo inapelable éxito de público difícilmente ha cambiado las opiniones de una población Americana dividida al respecto. Al fin y al cabo, Michael Moore es claramente identificado por los sectores conservadores como «el liberal al que le encanta tocar los cojones con su camarita», por lo que cualquier cosa que diga o muestre (con su dosis de manipulación) tendrá efectos mínimos en la gente que defiende posturas contrarias. No pretendo decir con esto que dichas películas son inútiles, simplemente que su apuesta por una línea recta entre intelecto y conciencia política tiene únicamente el (importante) efecto de reconvencer a posturas contrarias, no acercarlas. Tras su visionado las trincheras siguen iguales, quizás cien metros ganados que se perderán a los pocos días como en la batalla de Verdun.

 

¿Cómo pensar entonces un cine político que no reconfirme sino que plante la semilla de la duda en los convencidos? Pienso en un cine que interviene al nivel de lo que Ranciere llama la «partición de lo sensible», que altera por tanto la manera en la que entendemos cómo funciona el mundo-política, pero no desde lo conocido sino desde la erosión de la imagen que asumimos de ella. La última película de Andrew Dominick Killing them Softly (2012) es un excelente ejemplo, proponiendo un camino desde las imágenes y sonidos del filme a la conciencia de la política estadounidense, repleto de meandros y afluentes, en donde nos pasamos toda la película intuyendo y conjeturando sobre el mensaje político para ser sorprendidos con la guardia baja en el mismísimo plano final del filme.

 

Dominick utiliza una arquetípica trama de gángsters (ladrones roban a mafiosos, mafiosos contratan a alguien para atrapar y matar a ladrones) para deslizar sutilmente una reflexión sobre la naturaleza hipócrita de la política estadounidense, y sus manidas narrativas sobre la excepcionalidad del pueblo americano y el encubrimiento de su verdadero bien común; el dinero. Con el trasfondo del desplome financiero de 2008 y las elecciones presidenciales que encumbraron a Obama como símbolo del cambio que había de experimentar el país tras ocho años de Bush, Killing them Softly hurga inteligentemente en la realidad de unas promesas de cambio social nunca cumplidas. Pero lo que convierte a esta película en una maravilla es la forma que adopta el discurso político, nunca en primer término, siempre hecho presente desde un televisor en el fondo de un plano, el audio apenas audible sobre el diálogo gangsterismo sobre precios por asesinato y detalles del plan. Como espectadores intuimos una relación entre los esfuerzos de la mafia local por restablecer su economía haciendo pagar a los culpables y los discursos de Obama, Bush y McCain. Pero la relación queda rápidamente diluida en escenas de una visualidad descarada, subidones de heroína y asesinatos en slow motion y palizas filmadas con hipnótica (y dolorosa) minuciosidad. Estas escenas nos distraen del anzuelo político que Dominick había tendido, creando una relación ciertamente ambigua entre el espectador y la historia de la película, extraña mezcla entre el lirismo violento de Tarantino y la sutileza política de Nicholas Klotz.

 

Andrew Dominick ha construido pues una estupenda película en donde se erosionan las narrativas fundacionales de Estados Unidos sin prisa pero sin pausa, moviendo la hipocresía política de lado a lado del ring hasta asestarle un knock out final en toda regla, con el espectador sorprendido de haber asistido a un combate político en lugar de un convencional thriller. Es así, de súbito, como la conciencia política emerge con fuerza, sin necesidad de subrayados ni didactismo. Queda al descubierto la realidad de una sociedad norteamericana unida no por el trust que venden los políticos sino por el money del cual los protagonistas de la película no se cansan de hablar. Esa es, en definitiva, la dura verdad que han de afrontar los americanos antes de picar el anzuelo del carisma de Obama y su promesa de cambio. Porque el cambio sin reflexión no es cambio alguno, sino mero ajuste del sistema, como se ha demostrado en estos tristes cuatro años de drones, impunidad financiera e incremento de la desigualdad social en Estados Unidos. Ante esta realidad Dominick ha dado un puñetazo en la mesa, dándonos la bienvenida al United States of Business y abriendo nuevos caminos para un cine político tan imprevisible como necesario. 

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