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ArpaEn una habitación ajena. Tres viajes

En una habitación ajena. Tres viajes

“Él no tiene casa”
Vojislav Jakic ́

Uno. El seguidor

Ocurre así. Sale a la tarde por el sendero que le han indicado y enseguida deja atrás el pueblecito. Al cabo de una hora se encuentra entre colinas bajas, cubiertas de olivos y piedras grises, desde donde se avista una llanura que desciende gradualmente hasta el mar. Es profundamente feliz, algo que sucede cuando pasea y está solo.

El camino sube y baja y hay momentos en que alcanza a ver muy lejos y otros en que no ve absolutamente nada. Busca de otra gente con la mirada, pero el paisaje inmenso parece por completo desierto. La única señal de vida humana es alguna casa aislada, pequeña y lejana, y la existencia del camino mismo.

En un momento dado, cuando llega a la cresta de una colina, distingue a lo lejos otra figura. Podría ser hombre o mujer, podría tener cualquier edad, podría estar viajando en cualquier dirección, acercándose o alejándose de él. Se queda observando hasta que el camino baja y se pierde de vista, y cuando llega a lo alto de la siguiente subida la figura es más nítida: va hacia él. Ahora se observan mientras fingen no hacerlo.

Cuando están frente a frente se detienen. La figura es un hombre de su misma edad, vestido completamente de negro. Pantalones y camisa negros, botas negras. Hasta su mochila es negra. No sé cómo viste el primer hombre, no lo recuerdo.

Se saludan inclinando la cabeza, sonríen. De dónde vienes.

De Micenas. Señala hacia atrás por encima del hombro. Y tú.

El hombre de negro también señala, vagamente, la distancia a su espalda. Y a dónde vas. Tiene un acento que el primer hombre no consigue identificar, quizás escandinavo, o alemán.

A las ruinas.
Creía que las ruinas estaban por allá.
Sí. Esas no, las he visto.
Hay otras ruinas.
Sí.
A qué distancia.
Creo que a diez kilómetros. Eso me han dicho.

Él asiente. Tiene una belleza huraña, el cabello largo y sedoso le cae sobre los hombros. Sonríe, aunque no hay nada por lo que sonreír. Y tú de dónde eres.

De Sudáfrica. Y tú.
De Alemania. Dónde te alojas en Micenas.

En el albergue juvenil.

Hay mucha gente.

Ahí soy el único. Te vas a quedar.

Niega con la cabeza, los largos mechones de pelo se agitan y flotan. Esta noche tomo el tren a Atenas.

Han entablado esta conversación con una extraña formalidad, separados por la anchura del camino; sin embargo, hay algo en la forma en que se relacionan que, si bien no del todo íntimo, sí es familiar. Como si se hubiesen conocido ya en alguna parte, hace tiempo. Pero no es así.

Que disfrutes de las ruinas, sonríe el alemán. El sudafricano dice que lo hará. Después se separan otra vez con una inclinación de cabeza y se alejan despacio en direcciones opuestas por el camino estrecho y blanco, volviéndose de vez en cuando, hasta que son otra vez dos puntitos apartados que suben y bajan con las ondulaciones del terreno.

Llega a las ruinas mediada la tarde. Ni siquiera ahora consigo recordar de qué eran, los restos de una construcción grande pero poco conocida. Había una valla que saltar, el temor a que hubiese perros pero no apareció ni uno, va tropezando entre piedras y columnas y cornisas, intenta imaginarse cómo era pero la historia se resiste a ser imaginada. Se sienta en el borde de una piedra que sobresale del suelo y contempla sin verlas las colinas que lo rodean, y piensa en cosas que ocurrieron en el pasado. Si echo la vista atrás y lo veo a través del tiempo, lo recuerdo recordando, y estoy más presente en la escena que él. Pero el recuerdo tiene sus propias distancias, en parte él soy yo por completo, en parte es un extraño al que observo.

Cuando vuelve otra vez en sí, el sol ya está bajo en el cielo, las sombras de las montañas se alargan sobre la llanura. Regresa andando despacio en el frescor azul. Las estrellas se van sembrando en brillantes arriates en lo alto, la tierra es inmensa y antigua y negra. Ya ha pasado la hora de la cena cuando llega a las afueras del pueblecito y sube por la desierta calle principal, las tiendas y los restaurantes tienen los postigos cerrados y atrancados, todas las ventanas están a oscuras, cruza la puerta abierta del albergue, sube las escaleras, recorre los pasillos, uno tras otro va dejando atrás cuartos llenos de literas sin ocupar, todas ellas oscuras y frías, no hay visitantes en esta época del año, llega al último cuarto, el más alto, en mitad del tejado, un cubo blanco fijado a un plano. Está muy cansado, tiene hambre y quiere dormir.

Pero en el cuarto espera el alemán. Está sentado en una de las camas, con las manos entre las rodillas, sonríe.

Hola.

Entra y cierra la puerta. Tú qué haces aquí.

He perdido el tren. Sale otro por la mañana. Decidí esperar hasta entonces. Le he pedido que me pusiera en tu cuarto.

Ya lo veo.
No te importa.

Me sorprende, no me lo esperaba; no, no me importa.

No le importa, pero también se siente incómodo. Sabe que el otro hombre ha retrasado su viaje no por el tren sino por él, por la conversación que mantuvieron en el camino.

Se sienta en la otra cama. Se sonríen de nuevo. Cuánto te vas a quedar.
Yo también me marcho por la mañana.
Vas a ir a Atenas.

No. Para el otro lado. A Esparta. O sea que ya has visto Micenas. Llevo aquí dos días.
Ah.

Se produce un silencio en el que ninguno de los dos se mueve.

Quizás me quede un día más. No tengo prisa. El lugar me gusta.

El alemán reflexiona. He pensado que yo también podría quedarme. No he visto Micenas.

Deberías.
O sea que te quedas.
Sí.
Sí. Entonces yo también me quedo. Un día.
Da la sensación de que han acordado algo más que ese plan práctico, pero no está muy claro de qué se trata. Es tarde, hace frío y bajo la luz del fluorescente el cuartito se ve feo y descarnado. Poco después el sudafricano se mete en su saco de dormir. Es tímido, y aunque normalmente se desvestiría, esta noche no lo hace. Se quita los zapatos, el reloj y las dos pulseras de cobre, se mete en el saco y se queda boca arriba. Ve los listones metálicos de la litera de encima y acuden a él imágenes inconexas del día, las ruinas, el camino, las formas retorcidas de los olivos.

El alemán también se prepara para acostarse. Despliega el saco de dormir en la litera en la que está sentado. Su saco es negro, por supuesto. Se desata las botas y se las quita, las deja en el suelo, una al lado de la otra. Normalmente, tal vez él también se desvestiría, pero esta noche no lo hace, no hay modo de saber qué haría normalmente. No lleva reloj. Va hasta la puerta en calcetines negros y apaga la luz, luego regresa sin hacer ruido a la cama y se acuesta. Tarda un ratito en acomodarse.

El sudafricano dice algo. No te oigo.
Cómo te llamas.
Reiner. Y tú.

Yo Damon.
Damon. Buenas noches. Buenas noches, Reiner. Buenas noches.

Cuando se despierta al día siguiente la otra cama está vacía y de la puerta contigua llega el siseo del agua de la ducha. Se levanta y sale al tejado. El aire es helado, brillante y claro. Se acerca al borde y se sienta en el parapeto, debajo de él se ven todos los demás tejados del pueblo, la calle principal que discurre de oeste a este, las formas diminutas de los caballos en un campo. Está muy lejos de casa.

Reiner sale al tejado secándose el cabello largo con una toalla. Lleva los mismos pantalones negros del día anterior, pero va sin camisa, tiene el cuerpo moreno y duro, perfectamente proporcionado. Se sabe hermoso y en cierto modo eso lo hace feo. Se pone a secarse al sol y luego va hasta el parapeto y se sienta. Lleva la toalla colgada al cuello, tiene la piel de gallina por el frío, las gotas de agua brillan como metal en el vello grueso de su pecho.

Qué quieres hacer hoy.

Qué tal las ruinas.

Van a las ruinas. Él ya las ha visto, ayer pasó unas cuantas horas allí, pero ahora mira los gruesos muros, los cimientos y las fortificaciones y las tumbas altas a través de los ojos de Reiner, cuya expresión no cambia al pasearse de nivel en nivel al mismo ritmo constante, el largo cuerpo perfectamente erguido. Se sienta en una piedra a esperar y Reiner va y se agacha a su lado. Háblame de este lugar, dice.

No sé mucho de los hechos, lo que más me interesa es la mitología.

Háblame de eso entonces.

Le habla de lo que recuerda, de cómo la mujer solitaria esperó a que su marido regresara de la larga guerra de Troya, incubando la venganza a causa del dolor por el asesinato de su hija, nada alimenta la venganza como el dolor, una lección que la historia enseña una y otra vez, suma su ira a la de su amante, que tiene sus propios dolores que vengar, hasta el día en que regresa Agamenón llevando consigo a su concubina cautiva, la profetisa, que ve lo que alberga el futuro pero nada puede hacer para evitarlo. Él entra pisando los brillantes tapices que su esposa ha desplegado ante él, arrastrando tras de sí diez años de asedio, Casandra lo sigue, los dos son asesinados dentro. A él lo matan mientras toma un baño, por algún motivo esta única imagen es la que permanece más vívida y real, el hombre corpulento es derribado a hachazos, sangra copiosamente, se derrumba desnudo en el agua roja, por qué la violencia siempre es tan fácil de imaginar mientras que para mí la ternura queda encerrada en las palabras. Ya el mismo final de esta historia hace inevitable el comienzo del siguiente ciclo de dolor y venganza, es decir, que la siguiente historia debe empezar. Y es eso cierto, pregunta Reiner. Qué quieres decir. Quiero decir si ocurrió. No, no, eso es el mito, pero el mito siempre esconde algún hecho real. Y cuál es el hecho en este caso. No lo sé, este lugar existe, y durante mucho tiempo la gente creyó que no; para empezar, ese es un hecho. Los mitos no me interesan demasiado, dice Reiner, subamos hasta allá arriba.

Se refiere a la montaña detrás de las ruinas. Allá arriba.
Sí.

Por qué.

Porque sí, dice él. Sonríe otra vez, hay un destello extraño en su mirada, se ha planteado una especie de desafío que supondría un fracaso rechazar.

Empiezan a subir. En la parte baja de la ladera hay un campo arado, lo rodean con cuidado, luego la montaña asciende abruptamente, se abren paso entre la maleza y apartan ramas para avanzar. Cuanto más suben, mayor es el desorden y el peligro que suponen las rocas. Más o menos al cabo de una hora han llegado a una cornisa más baja de la montaña, sobre la que se cierne la alta cima, pero él no quiere subir más. Hasta aquí, dice. Hasta aquí, dice Reiner mirando hacia arriba, ya has tenido bastante. Sí. Sigue una pausa antes de la respuesta, de acuerdo, y cuando se acomodan en una roca, el alemán luce una extraña mirada sarcástica.

Ahora las ruinas están muy abajo y las otras dos o tres personas que las visitan se ven pequeñas como juguetes. El sol ya está alto y pese a la época del año el día es caluroso. Reiner se quita la camisa y de nuevo desnuda ese vientre plano con su reguero de pólvora de vello negro que baja y baja. Qué haces en Grecia, pregunta.

Yo. Viajar. Y ver.
Ver qué.
No lo sé.
Cuánto llevas viajando. Unos meses.

Dónde has estado.

Empecé en Inglaterra. Francia, Italia, Grecia, Turquía, y ahora he vuelto a Grecia. No sé a dónde voy a ir después.

Sigue un silencio mientras el alemán lo examina, él aparta la vista y observa el valle, pasea la mirada por la llanura hasta las lejanas montañas azules, una pregunta se oculta detrás de estas preguntas que él no quiere responder.

Y tú.

He venido aquí a pensar.

A pensar.

Sí, tengo un problema en casa. Quise venir y pasar unas semanas caminando y pensando.

Reiner dice eso y luego cierra los ojos. Él tampoco hablará, pero en él el silencio es poder. No como en mi caso, no como en mi caso. Yo también me quito la camisa para disfrutar del sol. Después, no sabe por qué, no se detiene, se quita los zapatos y los calcetines y los pantalones, se queda en calzoncillos en la roca, el aire ya no es cálido. Los dos comprenden que en cierto modo él se está ofreciendo, flaco y pálido y comestible sobre la piedra gris. Él también cierra los ojos.

Cuando los vuelve a abrir Reiner está ocupado poniéndose la camisa. Su expresión no cambia, no revela nada. Es hora de almorzar, dice, quiero bajar.

El siguiente recuerdo que surge es de la tarde y en cierta manera es una inversión de lo ocurrido por la mañana, está sentado otra vez en el parapeto mientras la última luz se desvanece del cielo, Reiner está de nuevo en la ducha, llega el ruido del agua. Luego cesa. Poco después Reiner sale, otra vez sin la camisa, la toalla alrededor del cuello, y va a sentarse a su lado en el murete. Se hace un momento de silencio y después, como respondiendo una pregunta que acabaran de hacerle, Reiner dice en voz baja que ha ido allí a pensar en una mujer.

El sol ya se ha puesto, asoman las primeras estrellas.

Una mujer.

Sí. Hay una mujer en Berlín. Quiere casarse conmigo. Yo no me quiero casar, pero dejará de salir conmigo si no me caso con ella.

Ese es tu problema.
Sí.
Y ya has decidido.
Todavía no. Pero creo que no me voy a casar.

El pueblo está construido en una ladera que desciende suavemente un par de kilómetros hasta aplanarse en una llanura que llega al mar. Allí donde comienza la llanura se encuentra la línea ferroviaria que lo trajo hasta aquí y que mañana se lo llevará, y por la que, en este momento, pasa a lo lejos un tren en el interior de cuyos vagones brilla un fulgor amarillo. Ve pasar el tren. Yo también estoy aquí por alguien, dice él. Pero no intento decidir, sino olvidar.

Eso pensé.

Esa persona no es una mujer.

Reiner dibuja un gesto en el aire, como si lanzara algo. Hombre o mujer, dice, a mí me da igual.

Eso parece significar una cosa, pero tal vez signifique otra. Después, esa noche en el cuartito, cuando se disponen a acostarse, él se desviste y se queda en calzoncillos, como hizo por la tarde cuando estaban en la roca, luego se mete raudo en el saco de dormir. Esta noche hace mucho frío. Reiner tarda mucho en prepararse, dobla la camisa y los calcetines y los mete en su bolsa. Después se quita los pantalones y los dobla con cierta ceremonia, de pie en el centro del cuarto. Después, en ropa interior, que no es negra, va hasta la otra cama, en la que estoy acostado, y se sienta en el borde. Quieres, me pregunta ofreciéndome una manzana, la encontré en mi bolsa. Los dos se la van pasando, muerden y mastican, solemnes, el que está acostado se apoya en un codo, el otro sigue sentado con las rodillas recogidas, solo hace falta un pequeño movimiento de cualquiera de ellos, tender una mano o levantar el borde del saco, te gustaría meterte aquí dentro, pero ninguno de los dos da el paso, uno tiene demasiado miedo y el otro demasiado orgullo, y la manzana se termina, el momento ha pasado, Reiner se levanta, se frota los hombros, qué frío hace aquí, vuelve a su cama.

La luz sigue encendida. Al cabo de un rato él se levanta para apagarla. Luego cruza el cuarto a oscuras hasta la otra cama y se sienta al lado de Reiner. No tiene una manzana que ofrecerle y los dos esperan en silencio, respirando, a que llegue el gesto que ninguno de los dos hará; luego él se levanta y vuelve a su cama. Nota que está temblando.

 

Así arranca el libro del mismo título que, con traducción de Celia Filipetto, ha publicado Libros del Asteroide.

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