Etnia y corrupción en África. El caso de John Githongo en Kenia

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“Comer” es un magnífico eufemismo de “atiborrarse a costa de lo público”. Todo gran político le dice a su comunidad étnica: “Vótame, y daré empleo a nuestros hijos, contratos a nuestros empresarios e invertiré en nuestro distrito, sin tener en cuenta el mérito o la experiencia. Y si engordo, o me veis comprando coches ostentosos y construyendo grandes villas, o si mi mujer y mis hijas son vistas yéndose de tiendas por Manhattan y Londres, haced la vista gorda. Porque es todo parte del trato. La verdad es que estoy robando para todos nosotros”. Esto es avaricia personal disfrazada de deber cívico, de noble servicio a la tribu. En no pocas sociedades africanas, los favorecidos “nosotros” y los despreciados “ellos” que van a ser estafados e ignorados bajo este arreglo se definen por la etnia. Es un hecho arraigado en la historia africana de los estados-naciones recientes; Kenia, por ejemplo, solo ha sido un país independiente desde 1963. Pero se repiten los mismos patrones de comportamiento por todo el mundo, con diferentes criterios determinantes del “nosotros” y del “ellos”. En un país como el Líbano, la aplicación de la filosofía del “es nuestro turno para comer” podría basarse en si uno es cristiano o musulmán, por ejemplo, o en Irlanda del Norte, en si uno es protestante o católico

 

Soy la autora de tres libros sobre África. Con los dos primeros, me acostumbré a una cierta cronología de los hechos. Escribías el libro, se publicaba, y lo promocionabas enérgicamente en radio, televisión y alguna que otra conferencia. Y después, tras cerca de tres meses —seis como mucho—, las peticiones de entrevista y las invitaciones iban agotándose y te quedabas en paz para empezar el siguiente.

       Con mi último libro no es eso lo que ha pasado. Más de dos años después de su publicación, me siguen invitando a hablar sobre él. No puedo decir que sea un homenaje a su prosa. Lo que indica, en su lugar, es la universalidad de los temas explorados en el libro, y cómo muchas personas ven sus propios dilemas morales diarios en los de sus protagonistas, John Githongo, que en 2006 dio la voz de alarma sobre un escándalo de corrupción masiva en la cúpula del gobierno keniano.

         Desconocidos de toda África me escribían emails o me agregaban en Facebook. “Cambie algunos nombres, y estará hablando de nosotros”, dicen los lectores de Sudán, Zambia, Malaui, Nigeria y Zimbabue. Pero los mensajes venían de fuera del continente, también, porque no hay nada exclusivamente africano en la situación que se retrata en las páginas del libro. He sabido de malasios, bangladeshíes y croatas. “Es mi sociedad, la que está describiendo”, afirman.

        Y ahora la primavera árabe trae toda una serie de ecos. La indignación por los corruptos sistemas de Estado y el desprecio por las élites que se benefician de ellos es uno de los factores que han llevado a los jóvenes a echarse a las calles y plazas de Egipto, Túnez y Siria. Lo que está pasando en el Magreb y en Oriente Próximo ilustra uno de los puntos claves que sostengo en el libro, que la corrupción —que, demasiadas veces, es descartada por los expertos en desarrollo como algo poco atractivo, pero esencialmente trivial— hace algo más que corroer la economía de un país. Si se deja sin atender durante demasiado tiempo, puede conducir a la implosión violenta de un Estado.

         John Githongo empezó como columnista en una revista y después se convirtió en el director de la delegación en Kenia de Transparencia Internacional, la organización anticorrupción. Cuando el movimiento en la oposición de Kenia ganó las elecciones de 2002, John fue nombrado zar anticorrupción por el nuevo presidente, Mwai Kibaki. La oposición había ganado los comicios con la promesa de barrer la corrupción de los 24 años anteriores bajo Daniel arap Moi. Los eufóricos kenianos dijeron que era el momento de erradicar la cultura del kitu kidogo, por la que cada transacción oficial requiere el pago de un “detallito”, resultando que ese “detallito” era de millones de dólares cuando se trataba de los niveles superiores del gobierno.

      Una de las grandes decisiones que John tuvo que tomar rápidamente era si su trabajo iba a ser “étnicamente sensible”. John era kikuyu, parte de la misma comunidad étnica que Kibaki. Su padre recaudó fondos políticos para Kibaki, y proviene del mismo pequeño y acomodado círculo social. John sabía que lo que hay en Kenia es básicamente un sistema rotativo de élites tribales que sienten que controlar la presidencia, un ministerio clave o una empresa paraestatal, les da derecho a comer.

        “Comer” es un magnífico eufemismo de “atiborrarse a costa de lo público”. Todo gran político le dice a su comunidad étnica: “Vótame, y daré empleo a nuestros hijos, contratos a nuestros empresarios e invertiré en nuestro distrito, sin tener en cuenta el mérito o la experiencia. Y si engordo, o me veis comprando coches ostentosos y construyendo grandes villas, o si mi mujer y mis hijas son vistas yéndose de tiendas por Manhattan y Londres, haced la vista gorda. Porque es todo parte del trato. La verdad es que estoy robando para todos nosotros”. Esto es avaricia personal disfrazada de deber cívico, de noble servicio a la tribu.  

         En las sociedades africanas en las que he vivido, los favorecidos “nosotros” y los despreciados “ellos” que van a ser estafados e ignorados bajo este arreglo, se definen por la etnia. Es un hecho arraigado en la historia africana de los estados-naciones recientes; Kenia, por ejemplo, solo ha sido un país independiente desde 1963. Pero se repiten los mismos patrones de comportamiento por todo el mundo, con diferentes criterios determinantes del “nosotros” y del “ellos”. En un país como el Líbano, la aplicación de la filosofía del “es nuestro turno para comer” podría basarse en si uno es cristiano o musulmán, por ejemplo, o en Irlanda del Norte, en si uno es protestante o católico, y en Bangladesh, me dicen, el factor decisivo es la pertenencia a un clan. Esto es un juego de suma cero, en el que las oportunidades de supervivencia del individuo no se determinan por sus cualidades, su inteligencia o su trabajo duro, sino por la cuestión de si pertenece o no al círculo favorecido.

 

 

Mil millones para los kikuyus

 

Muy pronto, a John Githongo se le presentó una situación que tocaba el corazón de quién era y en qué creía. Empezó a tener serias pistas sobre un nuevo escándalo de contratos tramado por ministros e implicando 18 contratos militares y de seguridad por valor de cerca de mil millones de dólares. Era bastante fácil prometer investigar las estafas urdidas bajo Moi, de etnia kalenjin. ¿Pero mostraría John, un kikuyu trabajando para un presidente kikuyu en un régimen dominado por los kikuyu, el mismo entusiasmo al investigar a su propia gente?

       La difícil situación a la que se enfrentaba es la misma que afrontan millones de funcionarios y trabajadores en las empresas cada día: hacer la vista gorda y  comportarse como sus compañeros esperan, o hacer el trabajo por el que realmente le han pagado. Tenía todos los motivos para guardar silencio: un buen trabajo, una bonita casa, unos decentes beneficios, una familia que quería una vida tranquila, y una novia que esperaba casarse.

         Sorprendentemente, John no solo no optó por excluir a los ministros de mayor confianza de Kibaki: hizo de ellos su especial objetivo. En parte fue por quién era: un keniano profundamente moral, con un elevado sentido religioso, urbano y cosmopolita, que creía en un Estado de derecho no tribal. Le repugnaba la frase “Es nuestro turno para comer”. Se consideraba a sí mismo keniano en primer lugar, en segundo lugar cristiano, y en tercer lugar kikuyu. Cuando los ministros lo llamaron a guardar silencio en aras de su comunidad estaban, a su juicio, pervirtiendo el propio concepto de orgullo étnico.

        Él hizo algo inaceptable a ojos de muchos de sus colegas kikuyu grabando secretamente las conversaciones de los ministros implicados en el caso Anglo Leasing, como se acabaron conociendo los dieciocho contratos marrulleros. Acabó huyendo de Kenia, cuando se dio cuenta de que Kibaki no estaba más interesado en luchar contra la corrupción de lo que estaban sus ministros. Se escondió en Londres —en mi piso, entre otros sitios— y al final, habiendo meditado la cuestión durante un largo y agónico año, salió a la luz con el material grabado.

         El propósito de mi libro no era simplemente atacar a un grupo corrupto de ministros de gobierno y a un presidente complaciente. Mi objetivo eran también los gobiernos occidentales donantes y las entidades financieras internacionales como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, que minimizan sistemáticamente la importancia de la corrupción, incluyendo esa lacra dentro de sus propios parámetros. Se encogen de hombros, fingiendo no ver, y en el proceso se convierten en cómplices de unas élites políticas que saquean sistemáticamente el estado, un estado que se supone más fortalecido y apuntalado con sus ayudas.

       Tal vez lo hagan con la mejor de las intenciones —lleva tiempo, es costoso y complicado prevenir la “fuga”, como los economistas llaman delicadamente a la corrupción— pero el resultado es una traición tanto a los contribuyentes en Occidente que financian la ayuda internacional, como a los ciudadanos africanos que han de beneficiarse de ella, pero que rara vez lo hacen. El problema no es solo que el dinero se pierda. El tipo de corrupción de que hablo es enormemente desestabilizadora, porque grandes sectores de la población son conscientes de que están siendo marginados y, cada vez más, culpan de sus problemas al grupo favorecido. La rivalidad se vuelve tóxica.

        En el caso de Kenia, el país acometió sus elecciones de 2007/2008 con una hostilidad entre sus grandes bloques étnicos a un nivel sin precedentes. Las otras tribus del país acabaron convencidas de que los kikuyu estaban amañando las encuestas a fin de comer indefinidamente. La limpieza étnica que siguió dejó 1.500 muertos y dio lugar a cientos de miles de refugiados internos. Fueron las elecciones más violentas en la historia de Kenia y el país estuvo al borde de un golpe militar, o de la guerra civil total.

       Esas heridas están por curarse. Muchos temen que las próximas elecciones, que se celebrarán en 2012, puedan ver otra contienda con derramamientos de sangre, como revancha a las violaciones, asesinatos y expulsiones de las granjas de cinco años atrás. John Githongo, que ahora está de vuelta en Kenia trabajando en el sector no gubernamental, dice que el pillaje de la cúpula del gobierno transicional ha alcanzado unas cotas gigantescas, ya que todos los partidos políticos están preparando sus arcas de guerra. Pero hay una diferencia respecto al pasado. Se ha producido un cambio de percepción generalizado entre el público común, y puede que en la élite. Está teniendo lugar un agónico proceso de examen de conciencia. Se ve la corrupción como absolutamente intrínseca a los problemas del país.

       Hay que tener cuidado con las generalizaciones. La tentación de ver similitudes generalizadas entre sociedades radicalmente distintas puede ser la causante de lo que parece cada vez más una imprudente intervención militar en Libia, por ejemplo. Pero creo que surgen ciertos temas generales a partir de la historia de John Githongo.

        El primero es que la corrupción rampante radica en un sentido del derecho. En el caso de Kenia, la élite kikuyu estaba convencida de que tenía derecho a dirigir el país. El padre fundador de la Kenia moderna, Jomo Kenyatta, era kikuyu. La comunidad fue la primera en exponerse al capitalismo occidental y adoptó la modernidad con mucha determinación, asimilándola más rápidamente que otras y convirtiéndose en la tribu económicamente dominante. Después fue arrinconada del poder por un presidente kalenjin durante 24 años. Se sentía que estaba moralmente justificado por la recuperación de los años perdidos. Cuanto más tiempo pase un grupo en el frío, más intensidad adquiere el sentido del derecho, y más avaricioso el régimen que le sigue. Un círculo vicioso de marginación y unas extravagantes formas de saqueo.

       Otra lección importante es el ejemplo personal. Todos modelamos nuestra conducta respecto a los que están por encima de nosotros, y particularmente la persona en lo alto de la cadena. Si tu presidente dice —como pasó en el Zaire con Mobutu Sese Seko— que es aceptable “robar un poco”, actuarás en consecuencia. Si, por el contrario, tu presidente es Nelson Mandela, te inspirarás para tratar de cumplir un ideal más elevado. La historia de John Githongo no es importante por su resultado final —nadie ha sido sentenciado o encarcelado por Anglo Leasing—, sino porque dio a los africanos un nuevo y emocionante modelo a seguir. Fue la primera vez en la historia africana que un funcionario de esa estatura e importancia decidió obedecer a su conciencia en vez de seguir el juego. En el futuro, otros mirarán su caso y pensarán: “John Githongo lo hizo, y sobrevivió. Es posible.” 

        Otra lección es que la creación de comisiones y unidades anticorrupción, promovida entusiásticamente en el pasado por las naciones occidentales donantes, no es la respuesta. Dichas instituciones, con sus metodologías verticales, son fácilmente cooptadas y mermadas por los poderosos. En Suráfrica, se disolvió la unidad Escorpión. En Kenia, la Comisión de Anticorrupción de Kenia demostró ser parte del problema en el transcurso del Anglo Leasing. En Sierra Leona, ha entrado y salido una serie de jefes anticorrupción. Elocuentemente, John Githongo centra ahora sus energías en movilizar a las bases, en la concienzuda tarea de demostrar al pueblo cómo pueden pedir a sus consejeros y diputados que rindan cuentas a nivel local.
       La lucha contra la corrupción se reduce al trabajo aburrido y laborioso: potenciando la independencia judicial, estableciendo la integridad de la oficina del fiscal, limpiando las fuerzas de la policía y reforzando el parlamento. Este es un trabajo que lleva décadas, pero no hay remedios mágicos ni atajos. Es un trabajo duro, pero alterar el comportamiento humano siempre lo es. Y el trabajo no lo harán personas ajenas, vendrá de los ciudadanos que decidan rechazar la filosofía del comer de los viejos, porque están hambrientos de cambio. Como nos ha recordado la primavera árabe, la revolución es un producto doméstico.

 

Traducción: Verónica Puertollano

 

 

Michela Wrong es periodista y escritora especializada en África. La historia de John Githongo, como sus otros libros (sobre Eritrea —No lo hice por ti. Cómo el mundo traicionó a una pequeña nación africana— y el Congo de Mobutu —Tras los pasos del señor Kurtz. El Congo al borde del colapso—) ha sido publicada por Intermón Oxfam: Ahora Comemos Nosotros. La historia de un luchador contra la corrupcion en Kenia.

Más información sobre la periodista británica en www.michelawrong.com

 

 

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Autor: Michela Wrong