La fiesta la organiza una especie de diva libanesa que intenta olvidarse de una vida miserable en un país miserable convirtiéndose en indiscutible reina de la noche. La diversión como somnífero, la obligación de divertirse como animales amaestrados saltando a través del aro, el alcohol como antídoto, pásalo bien, tal vez no sea lo mejor que puedas hacer, pero si lo único.
Por allí andan casi todos. Los cronistas de la guerra de verdad, los que se plantan con dos cojones allá donde el público insaciable e infantiloide reclama que todos los niños moribundos del mundo sean salvados entre un volar de palomas, los que firman sus historias entre el polvo de los escombros y se mean encima de esos valientes que nos iluminan con sus análisis sobre Afganistán, Siria, o Iraq desde un cómodo sofá en Londres, Washington o Madrid. Los diplomáticos, alterados, medicados, alcoholizados, mezclándose en un agitar extrañado de las extremidades con la plebe; los espías del CNI, escondidos tras una máscara de carnaval con la que resultan tan irreconocibles como en los únicos perfiles de Facebook que hay en el Líbano sin una fotografía; los que sacan pecho orgullosos y se presentan ante cualquiera como miembros del dispositivo de seguridad de una embajada; las parejas imposibles creadas por una casualidad que a duras penas logra mitigar la soledad; el extranjero enamorado dispuesto a disfrazarse de torero y lo que haga falta por su chica; las bestias de perdición; las buscavidas con un coño por bandera y una botella en cada mano; los ambiciosos que han aprendido como sacar partido de la fatuidad libanesa; los que se han dejado caer por Beirut en busca de una oportunidad; los últimos refugiados procedentes de Damasco improvisando en una noche cualquiera una nueva vida, abandonando a sus espaldas otra; los que, agraciados con un buen par de tetas, logran saborear por unas horas las delicias de las pocas mujeres árabes que solo quieren gozar; los que juraron un día irse y nunca lo consiguieron; los que en este trozo de tierra idealizado pueden creer ser alguien; los pocos con los que frente a un mórbido atardecer de verano uno comenzaría a hablar…
Decía Tolstoi en el imponente inicio de su Anna Karenina que los seres humanos son iguales en su felicidad y únicos en sus desgracias. Beirut, a veces, me hace pensar lo contrario. Llegamos aquí sin saber muy bien por qué, todos deseamos alguna vez escapar y, mientras, la vida, pausada y ajena, continúa…