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Mientras tantoFactoría Liddell

Factoría Liddell


 

Deja de ser genuina la rabia cuando se hace de ella una fórmula comercial? ¿Puede hablarse de transgresión cuando el temblor de la sorpresa deja paso a una rutinaria ración de estrépitos esperados por un público con predisposición de visitante de parque temático?

 

Aunque pueda haber un punto de exageración en los interrogantes, son cuestiones recurrentes que me han suscitado los dos últimos montajes de Angélica Liddell, La casa de la fuerza y Maldito sea el hombre que confía en el hombre: un projet d’alphabétisation. Quizás resulte ocioso, o puede que no, dejar sentado mi respeto y mi admiración por la calidad hirviente y honda de la escritura de Liddell, por su obstinación en hacer un teatro tan arriesgado en lo personal y lo formal como el que hace, por lo insólito y contundente de sus propuestas combativas, fascinantes, turbadoras, porque –me autocito– “practica un teatro total como autora, directora y actriz que se enfrenta a sus textos y los defiende a cuerpo limpio, dejándose la piel y enseñando el colmillo”.

 

Todos los creadores suelen presentar unos rasgos estilísticos reconocibles y que les definen. Un espacio de referencias en el que se mueven y desde el que pueden progresar, avanzar y diversificarse, o estancarse en la reiteración de aquello por lo que son precisamente reconocibles y que, al cabo, es lo que aguarda de ellos una audiencia que, de algún modo se comporta como el niño pequeño que quiere escuchar siempre el mismo cuento sin variaciones. Lo que pretendo expresar lo ha escrito con mayor claridad de lo que yo pueda hacerlo Marcos Ordóñez (Babelia. 21/11/2009) refiriéndose a las propuestas repetitivas de Christoph Marthaler, y más en concreto, comentando el espectáculo Platz Mangel. Así que se lo tomo prestado y ya le invitaré a una cerveza o un café un día de estos:

 

“Se me acabó la paciencia con Marthaler: dudo que vuelva a ver algo suyo en un buen tiempo. Yo había adorado a Marthaler. Me parecía un verdadero poeta, con dos cumbres: Murx y Los diez mandamientos.Ahora caigo en la cuenta de que de Murx han pasado, a lo tonto, 17 añitos. Tiempo suficiente para crearse (peligro, peligro) un prestigio en el ‘circuito internacional’. Para crearse (peligrazo) ‘un estilo’. A menudo eso equivale a enlazar fatigosamente una serie de ‘figuras de estilo’. La figura de estilo comienza cuando el estilo se convierte en una suerte de franquicia. A eso se refería Ferré cuando cantaba Ton style c’est ton cul. El culo que muestras y el culo que te compran. Porque un estilo, a la que te descuidas, acaba siendo una construcción de los otros: la suma de tus tics, tus repeticiones, tus gracias, tus inercias. Una forma de aprovechar el impulso adquirido, según la definición de Gide. Las figuras de estilo tienen un efecto tranquilizador, sedante: estamos en territorio familiar, ninguna idea nueva va a sacudirnos. Incluso nos hace sentir más jóvenes: podemos creer, por una noche, que tenemos la misma edad que cuando vimos aquel primer espectáculo que tanto nos gustó.

 

De un tiempo a esta parte, uno ya sabe lo que va a encontrarse en un espectáculo de Marthaler. De entrada, talento, faltaría más. Y toneladas de oficio, de gran oficio. Pero también el grupo habitual, demasiado habitual, de estrafalarios lentos, vestidos a la moda cutrelux de los setenta y perdidos en un mundo extraño, sea Maeterlinck o sea una clínica alpina. Sabemos que actuarán muy bien, faltaría más. Y que cantarán de perlas. Y que las canciones se repetirán hasta la letargia, y que Marthaler empleará dos o tres horas en contarnos lo que se cuenta en una. Así que cuando llevaba una y me parecía que llevaba tres opté por irme a cenar. Demasiado método en su locura, demasiada autocomplacencia, demasiadas figuras de estilo, aupadas, apuntaladas y a la postre mineralizadas en los circuitos de ópera, de Festivalandia, y de los grandes expresos europeos”.

 

Queda claro a lo que me refiero. De tiempo a esta parte uno ya sabe lo que va a encontrarse en un espectáculo de Angélica Liddell. Desde luego, talento, verbal y escénico, para servirnos unas tajadas de su rabia con guarnición de nihilismo y repetir lo estéril que es traer hijos al mundo y lo humillada que se siente, increpar al ser humano por su doblez, asegurar que demasiada gente le ha confirmado que no merece la pena vivir… Así, se ha convertido en una artista del dolor que paulatinamente ha ido eliminando los rastros de ficción en la estructura de sus textos para ofrecerse ella misma, inmolada en el ara del escenario: oficiante y víctima al tiempo en una ceremonia de autocomplacencia masoquista que la autora dilata obstinadamente, convirtiendo sus montajes en largas sucesiones de tiempos muertos y fugaces epifanías. Productos de la Factoría Liddell.

 

El dolor y la propia peripecia personal son, desde luego, combustibles fundamentales de la creación, un valioso material por medio cual se mira e interpreta el mundo. El artista puede hacer con ellos lo que le venga en gana, faltaría más; puede hacer de su discurso doloroso el trampolín de su éxito, convertirlo en fórmula que le franquee las puertas de los circuitos internacionales, hacerse un estilo y esclerotizarse en él, porque, como dice Ordóñez, recuerden ,“un estilo, a la que te descuidas, acaba siendo una construcción de los otros”.

 

En la producción de Angélica Liddell, hay propuestas magníficas: el que denomina Tríptico de la aflicción –compuesto por El matrimonio Palavrakis (2001), Once Upon a Time in West Asphixia (2002) eHysterica Passio (2003)–, Y los peces salieron a combatir contra los hombres (2003), Y cómo se pudrió Blancanieves (2006) y El año de Ricardo (2006). Ya en Perro muerto en tintorería: los fuertes(2007), algunos elementos de su discurso escénico apuntaban a ese desplazamiento hacia lo personal descarnado que vibra plenamente en La casa de la fuerza (2010) y Maldito sea el hombre que confía en el hombre: un projet d’alphabétisation (2011). El itinerario hacia ese punto de entronizar el dolor rabioso como rasgo distintivo incluye también dos montajes unipersonales –Anfaegtelse (2008) y Te haré invencible con mi derrota (2009), una confrontación con la memoria de la chelista Jacqueline du Pré–, que no he podido ver en directo aunque sí repasar algunos de sus momentos en vídeos colgados en internet. Ambos incluyen autolaceraciones con cuchillas de afeitar. Y ante esto, una pregunta: Si heridas, sangre y muerte son reales, ¿lo que acaece sobre el escenario sigue siendo teatro, un arte entre cuyas virtudes se encuentra la de crear una realidad distinta de la realidad propiamente dicha, pero que explica esta, la asume, la realza, la pone en perspectiva y hasta la transforma?

 

Son encomiables el coraje y la determinación que demuestra Angélica al defender encarnizadamente sus textos como actriz y directora con su compañía Atra Bilis. Nadie mejor que ella conoce los íntimos resortes que mueven sus gestos y sus frases. Pero otras miradas sobre ese material en ebullición pueden resultar enriquecedoras y apasionantes, tanto para el público como para la propia autora, abrir horizontes iluminadores, insospechados. Por lo que sé, Liddell rehusa ser espectadora de sus obras en manos de otros directores. Yo he podido asistir a dos de las raras ocasiones en que otros directores han puesto sus manos sobre textos de Angélica.

 

En 2001, se estrenó en la Sala Triángulo una pieza insólita en el cuerpo de su producción dramática, Haemorroísa, una comedia descacharrante, feroz, turulata y desbordantemente imaginativa, protagonizada por dos hermanos de regularidad intestinal inversa: mientras uno padecía estreñimiento crónico, el otro era un pródigo dispensador de cosechas fecales. A partir de ahí, la historia fraternal discurría por delirantes senderos que, entre otros detalles, revelaban que su nacimiento había sido fruto de la violación de su madre por un soldado ruso contaminado por la radiación de Chernobyl, si no estoy equivocado. La dirigió Óscar García Villegas y guardo recuerdo de haber pasado una velada muy divertida; lástima que la autora no haya realizado, al menos que yo conozca, alguna otra incursión por esos territorios de la comedia salvaje. Como no he localizado lo que escribí entonces, tomo prestadas las palabras publicadas en su momento por Juan Antonio Vizcaíno, que pueden rastrearse en su estupendo blog El meteorito del teatro:

 

“Si los textos de la autora madrileña parecen ofender a la parte más respetable y conservadora del público, es sólo apariencia, nunca llegan a zaherir su sensibilidad ni su inteligencia, porque están preñados de instinto poético, lo que deviene una garantía para la dramaticidad. Todo lo que se dice en escena es valioso, hermoso y necesario.

 

En este sentido hay que destacar la perfecta simbiosis que se produce entre la autora y el director Oscar García Villegas, que entiende como suyo el discurso radical de la autora. Villegas es músico, además de director de escena. El texto es para él una partitura articulada con perfecta dicción, y complementada por todo un alfabeto plástico de gran riqueza teatral. Haemorroísa versa sobre la defecación, sobre la íntima libertad del hombre aferrado a sus instintos placenteros. Aunque la taza blanca de una letrina reluce en el interior de una moldura gigante de cuadro, sobre el escenario, eso no signifique que nos encontremos exclusivamente ante un rosario de excrementos, sino también de sexo, de cariño, de obsesiones, de la familia, de las relaciones entre madre e hijos, de sus amantes, de su disparatada orgía sexual y onírica”.

 

Y en octubre de 2007, la Sala Triángulo acogió un formidable montaje de Monólogo necesario para la extinción de Nubila Wahlheim y extinción dirigido por Adolfo Simón, que, en una muy atractiva lectura, repartió la torrencial voz única de la pieza entre tres hombre y una mujer. Un trabajo en el que retumbaban nítidas y poderosas las constantes del estilo de Angélica Liddell. Recupero lo que escribí en aquellos días:

 

“Adolfo Simón se ha zambullido en este monólogo inagotable, lo ha troceado y multiplicado en cuatro voces que son una para ofrecer un espectáculo de suma dureza, descarnado, al borde de la agresividad (aunque medida), desasosegante e impregnado de oscura belleza intransigente. Un montaje sin tregua que convierte en imágenes y literalmente somatiza un encrespado caudal de palabras que fluye y fluye durante dos horas impactantes.

 

Nubila es una suerte de panfleto contra el todo, en el que una voz femenina habla de sexo y muerte, se ríe de las coartadas veniales del arte y del inflado poder de los artistas y sus transgresiones, clama contra las desigualdades, convoca denodadamente el fantasma del fracaso, busca provocar a los espectadores con propuestas procaces… ‘Mi deseo es más insoportable que el miedo a la muerte’, exclama esta Nubila desde uno de los cuatro cuerpos que habita en el montaje. Simón teatraliza inteligentemente la catarata verbal y con el auxilio de tres actores y una actriz pone en pie una propuesta escénica de pieles semivestidas y sexos al descubierto, de palabras escritas en muros de papel o en los cuerpos, de maternidades bestiales, de cópulas caníbales, de buscado feísmo, de vísceras y genitalidad, y también de humor agazapado bajo la piel del sarcasmo y la ironía más ácida”.

 

Dos montajes que dan fe de que los textos de Angélica Liddell pueden adquirir una vida diferente y muy estimulante en otras manos. Me gustaría destacar también una obra de la autora, Belgrado. Canta lengua el misterio del cuerpo glorioso, galardonada con un accésít del Premio Lope de Vega en 2007. Formé parte de ese jurado y defendí hasta el final la obra, de la que recuerdo su carácter de mosaico de voces y su alta calidad dramática. Una indagación en el infierno de la antigua Yugoslavia –y por extensión en el que crepita en el corazón humano, sus contradicciones, sus secretos, sus miserias, su rabia, sus pesadillas convertidas en realidad– realizada poco después de finalizado aquel conflicto por un documentalista recopilador de material para que su padre, flamante premio Nobel de Literatura, lo utilice en una novela. Lamentablemente no se ha estrenado aún, al menos que yo sepa. En Belgrado palpita la escritura beligerante y descarnada de Liddell, sus constantes y sus figuras de estilo, desde luego, pero, a mi jucio, parece apuntar un nuevo camino en su obra. Está editada por Artez Blai y la recomiendo vivamente. Un fragmento de lo que dice uno de los muchos personajes que pueblan esta obra admirable: “Criminales, criminales… ¿Qué quiere usted, el código penal? Yo no soy un criminal. Yo estaba condenado a vigilar. ¿Qué se cree? Yo estaba condenado a vigilar. ¿Cree que si fuera un criminal me ganaría la vida remendando zapatos? Si fuera un criminal viviría con los ricos, viviría en el barrio de los ricos. En mi familia ha habido tres suicidios. Todos tenemos un recuerdo familiar sórdido. Todo el mundo tiene algún asunto sórdido que ocultar. Violaciones, asesinatos… Se suicidan, criminales y víctimas, se suicidan. No sé qué somos los serbios, criminales o víctimas, no lo sé”.

 

Una autora formidable ante cuyo talento hay que rendirse, aunque no callar los estancamientos y reiteraciones de su trayectoria, de la que cabe esperar lo mejor. En fin, que hay otras Lidell, pero están en esta.

 

Adenda: Como estamos hablando de figuras de estilo, quizá ningún grupo resulte en este sentido tan emblemático como La Zaranda. La compañía de teatro inestable de Andalucía la Baja ha cimentado su fama en un repertorio entre cuyas referencias éticas y estilísticas constantes se pueden subrayar (vuelvo a autocitarme): “sublimación de lo decrépito, atmósfera esperpéntica, asunción de lo grotesco como herramienta crítica, la representación como ritual donde conjugar el presente con las sombras del pasado, sátira del inmovilismo y la solemnidad impostada, imponente y austera exigencia plástica, un latido kantoriano…”. Todo ello se agita de nuevo en el último trabajo que han presentado en Madrid, Nadie lo quiere creer. La patria de los espectros, de su autor de cabecera, Eusebio Calonge. Es un buen montaje, lleno de hallazgos y con un final circular extraordinariamente bello e impregnado de significaciones, pero también con momentos que parecen ya vistos y otros que transmiten la impresión de que la anécdota se ha estirado hasta el límite y tal vez más allá. Un producto de la Factoría la Zaranda, a medida de lo que se espera de este grupo de gran prestigio en los circuitos internacionales. Gustan, pero no sorprenden. Apenas cambian el menú del día.

 

Y un apunte más. La Zaranda siempre ha hecho gala de una independencia a contrapelo de honores y reconocimientos. Hasta recibir el año pasado el Premio Nacional de Teatro, circunstancia que se hace constar en la publicidad de su último espectáculo. Sus componentes entienden que el galardón es como si les hubiera sido “dado por el pueblo español, otorgado por unos profesionales [se refieren al jurado] y simplemente entregado por unos políticos” según declararon a Rosana Torres (El País, 8 de junio de 2011). Curiosamente, meses antes habían rechazado el premio Max de la Crítica que otorga un jurado de profesionales del periodismo teatral absolutamente independientes, ajenos a la SGAE y a cualquier presión amistosa, política, social, cultural o económica, sujetos solo a su propio criterio. Antes de hacer público el fallo y sabedores de esa vitola de impermeabilidad a cualquier distinción, los miembros del jurado convinieron que uno de ellos hablara con gente de La Zaranda y les consultara si aceptarían el galardón. Contestaron negativamente y se optó por elegir otra sólida candidatura de entre las propuestas. Lo sé porque estaba allí. Ignoro si estas palabras contravienen el acuerdo tácito de confidencialidad de las deliberaciones. Y me interrogo sobre los motivos de la aceptación de un premio y el rechazo del otro. Estoy convencido de que nada tiene que ver que el Max de la Crítica no conlleve dotación económica alguna, solo el reconocimiento de la prensa especializada, y que el Nacional de Teatro reporte 30.000 euros a su ganador. Seguramente, ha pesado de foma decisiva que, en el fondo, es como si lo hubiera dado el pueblo español. Olé.

 

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