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‘Foxcatcher’ y los luchadores de La Mina. Impostura, auto-ficción y retransmisión de la vida

 

Atletas rudos, narices abolladas, orejas magulladas y vendajes de compresión. Esto es lo que me encontré, hará ya tres o cuatro años, durante mi primera visita al Club de lucha de La Mina, en Sant Adriá del Besós. Jamás había imaginado que iba a verme envuelto en el sudoroso universo de la lucha greco-romana, pero a raíz de mi trabajo como productor en una película cuya trama principal transcurría en buena medida entre salas de entrenamiento y aparatos de musculación (La plaga, 2013), durante un verano entero viví sumergido en él.  Aquellos días conocí a muchos luchadores que rezumaban testosterona y hablaban con marcados acentos de Europa del este; algunos hasta trabajaban por las noches en la puerta de una discoteca aunque, para mi sorpresa, en el trato cotidiano se comportaban con una dulzura enternecedora. Parecían hechos de paz y pelea a partes iguales.

 

Al final de una de las jornadas de rodaje filmamos una escena en la que se veía a Iurie (así se llamaba nuestro protagonista) entrenando solo, en la semioscuridad del atardecer, con la única compañía de un muñeco grande y pesado como una persona –la versión para luchadores de los sacos de arena del boxeo–. Iurie lo derribaba violentamente y luego volvía a ponerlo en pie, practicando una y otra vez los embates que se ejecutan en un combate real. La secuencia quedó bien, y la estampa de Iurie con el muñeco –derroche de fuerza y angustiada soledad a un solo tiempo– terminó por convertirse en una de las imágenes promocionales de la película. Ese día quedó archivado en mi memoria como uno de los grandes momentos del rodaje.

 

Hacía ya mucho tiempo que no pensaba en todo aquello cuando, casi tres años después, Neus y yo salimos a dar un paseo en una ociosa tarde invernal. Al poco rato nuestro piloto automático nos había conducido hasta la puerta del cine más cercano. Tras unos momentos de duda, cedimos a la tentación y nos metimos a ver una película de la que apenas sabíamos nada. Se titulaba Foxcatcher. Su cartel no revelaba mucho acerca de su temática, pero en él destacaba generosamente el logotipo del festival de Cannes, que había coronado al director de la cinta, Bennett Miller, con el premio a la mejor dirección. Suficiente como para convencernos de comprar la entrada y arriesgarnos a ver qué pasaba. Y sucedió algo inesperado.

 

Las luces se apagaron, la sesión empezó y, tras un inicio extrañamente poético, hecho con imágenes antiguas que mostraban un grupo de aristócratas yendo de cacería, vino una escena prácticamente igual a la que habíamos filmado años atrás. Un luchador –que hasta se parecía bastante a Iurie– entrenaba en soledad, en un gimnasio poco iluminado, abrazado a un muñeco inerme al que no paraba de derribar.

 

La similitud de las secuencias me provocó esa misma sensación, entre reconfortante y envidiosa, de cuando lees en un libro célebre una idea que ya habías tenido antes. Miré a Neus en la oscuridad. No parecía especialmente sorprendida. Estaba sencillamente intrigada por lo que vendría a continuación.

 

Pensándolo bien, la coincidencia no era tan extraña, porque ese tipo de muñecos están en todos los gimnasios de lucha greco-romana. Además, la imagen del luchador solitario y reconcentrado es casi un cliché, un motivo universal para representar el temor del guerrero ante la batalla. Más raro era que no nos hubiéramos enterado de que estaba en cartel una película sobre la lucha libre, sobretodo teniendo en cuenta que había acaparado premios importantes y que era candidata a varios Oscar. Seguramente había quedado algo eclipsada por el enconado debate entre los partidarios de Birdman y los devotos de Boyhood. Pero aun así… Debería estar más al caso de la actualidad cinematográfica, pensé, y volví a concentrarme en la pantalla.

 

Las siguientes dos horas me pasaron volando. Foxcatcher me sacudió con una fuerza inusitada, como no es frecuente que me suceda. Por la noche estuve leyendo algunas de las cosas que se habían escrito sobre ella y así me enteré, con estupor, de hasta qué punto la narración era fiel a las hechos históricos que se contaban. Porque Foxcatcher partía de una historia real, un caso que había conmocionado a mediados de los años noventa la escena internacional de la lucha, y el guión había sido escrito a partir del libro autobiográfico de uno de sus protagonistas –uno de esos relatos de true crime que tanto gustan al público estadounidense–.

 

Mientras leía las reseñas no paraban de venirme a la mente todos esos luchadores de La Mina que había conocido años atrás, a quienes hacía mucho tiempo que no veía. Era imposible que no conocieran ese caso. Seguro que todos habían corrido a ver la película. Seguro, de hecho, que no hablaban de otra cosa desde hacía semanas, me dije. Sentí un deseo irrefrenable de saber qué pensaban de todo aquello.

 

Al día siguiente fui a visitarlos.

 

 

*     *     *

 

Llegué a medio entrenamiento. Todo continuaba más o menos igual a como lo había visto tres años atrás. La novedad, si acaso, la aportaba un grupito de niños (y niñas) de no más de diez años que recibían de un gigante ucraniano de metro noventa sus primeras lecciones sobre técnicas de inmovilización. ¿No son un poco demasiado jovencitos?, pregunté. No. Los veteranos me convencieron de que para llegar lejos había que empezar temprano. Según ellos no existía nada más educativo que la lucha.

 

“La lucha es un deporte noble”, me explicaba Juan Carlos, el entrenador. “Enseña los valores del sacrificio, la constancia y el respeto a los demás”. Precisamente por esto, Foxcatcher no parecía haberle gustado demasiado. “Ese momento, hacia el principio, cuando le pega un cabezazo a su hermano en medio del entreno… Eso no sucede nunca. Eso no es lucha”. A su modo de ver, en ciertas ocasiones la película transmitía una imagen algo deformada de la realidad. “Nos hace parecer violentos”, me decía, mientras detrás de él un cuerpo humano volaba de espaldas, al final de un combate, para ir a impactar estrepitosamente sobre el tapiz.

 

Para mi sorpresa, Juan Carlos no era el único que mostraba una opinión más bien tibia sobre Foxcatcher. Entre casi todos los tipos con los que hablé dominaba una cierta indiferencia. Muchos ni siquiera la habían visto, y los que lo habían hecho opinaban, en el mejor de los casos, que “no estaba mal”. La conversación se alejaba continuamente de la película para recalar una y otra vez en las preocupaciones cotidianas de un luchador: peso, lesiones, campeonatos… y, sobre todo, la difícil conciliación entre trabajo y entrenamientos. Si algo me quedó claro fue que nadie había comprado el cartel de Foxcatcher para colgarlo en la pared de su dormitorio.

 

¿Por qué tan poco entusiasmo? Cuando llegué estaba convencido de que iba a encontrarme con opiniones más bien positivas, aunque solo fuera por la visibilidad inusual  que la película reportaría a ese deporte minoritario, pero en lugar de eso lo que percibí fueron muy pocas ganas de hablar del tema, casi una cierta incomodidad. “Quizá no les interesa demasiado el cine”, pensé mientras regresaba a casa, de noche, por la ronda litoral. De hecho, muchos de aquellos luchadores ni siquiera habían visto La plaga, la película que habíamos filmado en su propio gimnasio, así que lo de su escasa cinefilia era una hipótesis plausible.

 

Sin embargo, durante el trayecto se me ocurrió que el motivo principal de su incomodidad tenía que ser otro. Al fin y al cabo, algunos luchadores sí habían ido a ver la película, imagino que con la esperanza de que les gustara. Pero algo había habido en ella que les había molestado. Quizás la habían encontrado poco realista o quizás no estaban de acuerdo con la imagen que transmitía sobre la lucha; o tal vez –y esta opción me empezaba a parecer la más convincente–, de una forma u otra se habían sentido engañados. Porque Foxcatcher comenzaba según las normas del género, pero luego empezaba a saltárselas, cada vez más libremente, hasta convertirse en algo bastante distinto de lo que uno se había imaginado. Lo que de entrada parecía una película sobre la lucha, el olimpismo y los retos del deportista terminaba por convertirse en una oscura reflexión sobre el poder y la sumisión. ¿Sería quizás esta la raíz del problema?

 

 

*     *     *

 

Permítanme contar la trama en cuatro pinceladas, a ver si así aclaramos un poco el misterio. Prometo hacerlo con prudencia, explicando lo suficiente pero tratando de no desvelar nada esencial –aunque en las películas suele ser difícil distinguir entre lo esencial y lo accesorio–.

 

De entrada, con lo que nos encontramos es con un planteamiento de drama deportivo en toda regla: Mark Shultz (Channing Tatum), un deportista tan parco en palabras como espartano en su estilo de vida, entrena junto a su hermano David (Mark Ruffalo) para alcanzar la medalla de oro en el campeonato del mundo. El héroe y su entrenador cabalgando juntos en pos de un objetivo grabado con fuego sobre sus mentes hiperfocalizadas: ganar, ganar y ganar. Hasta aquí todo correcto. Solo nos falta el antagonista. Y este no tarda en llegar, encarnado el misterioso personaje de John Du Pont (Steve Carrell).

 

Lo raro es que Du Pont, que según el manual debería ser otro forzudo luchador dispuesto a interponer todos sus músculos entre Mark y el título mundial, no es más que un hombre ya mayorcito (roza los sesenta), que apenas si soportaría una leve actividad deportiva. Y que encima, en vez de poner obstáculos en el camino de nuestro héroe, parece empeñado en ayudarle.

 

Du Pont  es un millonario excéntrico, heredero de una gran familia de industriales que, tras contactar a Mark a través de su secretario personal, lo cita en su aristocrática mansión de Delaware –envía un helicóptero a buscarle–, y una vez lo tiene sentando en el mullido sofá del salón-biblioteca se ofrece a financiar sin límites su entrenamiento olímpico y el de su hermano. Una propuesta difícil de rechazar que Mark, por supuesto, acepta.

 

Llegados a este punto aun podemos pensar que la carrera por las medallas constituirá el eje central de la película –a pesar de que las ambiguas intenciones de Du Pont, presumiblemente oscuras, deberían habernos alertado en sentido contrario–. Además, Bennett Miller sabe hasta qué punto nuestras mentes están contaminadas por Roky I, II, III, IV, V y sus infinitas variaciones, así que se divierte amagando con darnos otra cucharada de ese manido potaje hecho de resurrecciones milagrosas y combates que cambian de signo en el último segundo. Pero poco a poco nos vamos dando cuenta de que los combates, cuando llegan, pasan por el metraje como de puntillas, como si temieran despistarnos del verdadero núcleo de la narración.

 

Y es que a Miller le interesa bastante poco quién vaya a ganar el campeonato o cuánto vaya a sufrir para conseguirlo. Todo esto lo va relegando a una discreta trama secundaria, porque en lo que de verdad quiere que nos fijemos es en la personalidad de Du Pont y en sus cada vez más menos equívocas razones. Ya hemos dicho que al principio estaban envueltas en cierto misterio. Pues bien, a medida que se van revelando resulta evidente que la lucha greco-romana no es tanto el tema como el escenario, un colorido telón de fondo sobre el que se desarrolla un drama mucho más violento que ningún combate.

 

¿Que cuál es este drama? Pues uno no demasiado distinto del que atenaza a la mayoría de gente: la voluntad de ser otro. Du Pont quiere dejar atrás su vida de hombre mediocre, temeroso de su madre y prisionero de su fortuna. Quiere transformarse en alguien diferente de quien en realidad es, en alguien más heroico, un triunfador, un tipo venerado. Y lo desea con fervor religioso. Quiere, hablando claro, hacer realidad sus fantasías: un anhelo no muy distinto del que alberga buena parte de la humanidad.

 

Pero, a diferencia de buena parte de la humanidad, Du Pont es archi-millonario. Él no tiene que conformarse, como nos pasa a casi todos los demás, con adornar imaginativamente su perfil en las redes sociales o con exagerar a conveniencia ciertas pequeñas anécdotas de su biografía. Du Pont juega a lo grande. Apoyándose en su fortuna inagotable compra voluntades, reparte donaciones, mantiene a sueldo una corte de aduladores y hasta encarga vídeos auto-laudatorios a profesionales del reporterismo (por llamarlos de alguna forma). La ficción que construye para sí mismo es una verdadera superproducción. Y es ahí, y no en el desenlace de ningún combate, donde radica la miga de Foxcatcher.

 

¿Les suena de algo? Esto de la impostura y la auto-ficción es el tema de moda. Y no es de extrañar, si tenemos en cuenta que hoy en día todos vivimos más o menos sumergidos en una continua retransmisión de nuestra vida. La distancia entre nuestro ser íntimo y la imagen que de él proyectamos al ciberespacio se agranda a marchas forzadas, y creo que este desencaje inunda  cada rincón de Foxcatcher –aun si lo hace de una manera más indirecta y menos chisporroteante que los combates–. La lucha, al fin y al cabo, no es más que un vehículo para plantear el problema, el andamio que el director necesita para construir su narración, pero que retira rápidamente una vez que ha cumplido su cometido. Para que lo realmente importante pueda contemplarse en toda su magnitud.

 

Semanas después de haber visto Foxcatcher las imágenes que uno ha guardado en la retina no son las de ningún combate, sino las de Du Pont instruyendo a Mark para que en el transcurso de un acto social se refiera a él en términos casi reverenciales. O la escena en la que David se ve forzado a decir que Du Pont es su “mentor”. En una película llena de campeonatos del mundo, músculos en tensión y agónicas cuentas atrás. La secuencia que sin ninguna duda encierra más dramatismo es una de carácter intimista y contemplativa, que nos muestra a Du Pont solo, en su casa, mirándose al espejo mágico de un monitor de televisión: un narciso contemporáneo, tan ávido de adulación que no duda en falsificarse a sí mismo hasta el más absoluto patetismo. En una sociedad de individuos desdoblados entre un sinfín de identidades virtuales la locura de Du Pont nos ilumina más de lo que quisiéramos.

 

 

*     *     *

 

Visto lo visto, me dije al llegar a casa, quizá no fuera tan extraño que Foxcatcher no hubiera levantado pasiones en el Club de La Mina. Los luchadores con los que hablé seguramente habrían preferido que las hazañas de Mark tuvieran más protagonismo, en vez de ir quedando relegadas a un segundo término por los tripijuegos del director y la demencia de Du Pont.

 

Además, para una vez que la lucha greco-romana sale en una película es una lástima que lo haga como mero trasfondo de las fantasías ególatras de un millonario chiflado. De hecho, yo mismo salí del cine pensando que tal vez hubiera estado mejor ambientar la historia de Du Pont en otro entorno: la política, las altas finanzas, las cúpulas del poder empresarial… Quizás así nos habría sido más fácil reconocer en él a una figura que está por todas partes. Un demonio que, encarnado en personalidades distintas, vemos cada día en los periódicos, las noticias y demás teatros de la respetabilidad social. ¿Cuántos magnates no intentan, a golpe de donación y gabinete de prensa, labrarse una inverosímil reputación de filántropos y humanistas? La nómina es interminable. Empiezan con un perfil biográfico en el suplemento dominical y en un abrir y cerrar de ojos se encuentran pagándole a un lobby estadounidense para que les consiga una condecoración a la medida de su grandeza. Los egos poderosos resisten mal las tentaciones hagiográficas.

 

Pero había algo más. Existía otra razón por la cual, en el club de La Mina, Foxcatcher resultaba un hueso duro de roer. Una razón que no descubrí hasta el día siguiente de mi visita, mientras empezaba a escribir estas líneas, cuando, a media mañana, recibí un mensaje de Juan Carlos, el entrenador.

 

“Yo vi luchar a Du Pont”, decía. “Una vergüenza”.

 

Debía de ser el año 1994, y Juan Carlos, que por aquél entonces aún competía, había asistido al Torneo de Niza. Du Pont también, y lo había hecho en calidad de luchador. Compitió en la sección de veteranos, contra un argelino que perdió de forma inexplicable, puesto que era más fuerte, más ágil y con más técnico que su contrincante. Juan Carlos comprendió, años más tarde, que el de Du Pont fue uno de esos combates amañados con los que el viejo se fabricaba un historial de falsas victorias. Pero en aquél momento no quiso darse cuenta. Todo el mundo veía en Du Pont un respetable benefactor de la lucha libre, y si alguien lo dudaba se guardó muy bien de decirlo, no fuera a cerrarse el grifo del dinero.

 

Tal vez por eso años después Juan Carlos no consiguió disfrutar de la película. Seguramente la espina de haber creído una vez a aquel hombre se le había quedado atragantada, y ver ahora en el cine el tenebroso desenlace de su historia le resultaba demasiado doloroso. O quizá sencillamente Foxcatcher le incomodaba, igual que me incomodó a mí, porque es una de esas películas que diseccionan el mal demasiado bien como para no resultar perturbadoras.

 

Documentándome para este artículo he leído algunas notas biográficas sobre personajes ricos y poderosos –largos listados de logros, aciertos y reconocimientos–, y no me he creído casi nada. Quizás esto sea lo mejor de Foxcatcher. Que después de verla tienes el sentido crítico más afinado. Igual que las exposiciones de Joan Fontcuberta, Foxcatcher actúa como una vacuna contra la adulación, la credulidad y las mentiras del poder. Véanla y me creerán.

 

 

 

 

Pau Subirós (Barcelona, 1979) es escritor y productor audiovisual. Estudió filosofía, antropología y un máster en historia económica en la Universidad Autónoma de Barcelona. Como guionista y productor ha colaborado en numerosos proyectos cinematográficos y televisivos, entre ellos el multipremiado largometraje La plaga, dirigido por Neus Ballús. En el editorial Anagrama ha publicado El productor accidental, una crónica narrativa sobre el mundo de la producción cinematográfica independiente. En Twitter: @pausubiros3

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