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AcordeónGaziel: ‘De París a Monastir’

Gaziel: ‘De París a Monastir’

 

Dels Sants Oliver […] formuló una serie de reflexiones sobre Gaziel que se inscriben en la evolución de los géneros periodísticos. La clave, según él, era que con la Primera Guerra Mundial se había experimentado con una nueva manera de contar la guerra. “El clásico corresponsal de guerra, incorporado de una manera fija en el Cuartel General, siguiendo en el Estado Mayor de los ejércitos, abarcando el conjunto de las batallas, ha pasado a la historia”. La nueva mirada era la del cronista. “Ha surgido un nuevo tipo de cronista, el cronista espiritual de la guerra, que no actúa tanto sobre sus episodios concretos, sobre la descripción minuciosa de los combates, como sobre la repercusión social del estupendo conflicto, es decir, sobre el fondo humano en que se desenvuelve”. No eran notas de agencia ni un copiar y pegar de la prensa del país en cuestión. Lo que Gaziel logró era que el lector creyese que estaba contemplando lo que la crónica contaba.

 

Si Gaziel consiguió dotar de autenticidad aquellos artículos fue gracias a la acertada forma con la que los construyó. Una forma retórica ensamblada a una forma moral. Por una parte, el gusto para la descripción del detalle significativo […], el ritmo sincopado de la prosa, la acumulación de adjetivos o la artificiosa disposición de la acción narrada. Por otra parte, un talante humanístico para contemplar la realidad de una manera sentida, dejando en segundo término la toma de partido ideológica, porque quien mira está, sobre todo, desbordado por el crescendo del drama humano que ve desplegarse a su alrededor.

 


De París a Monastir, por Gaziel

 

 

1. Ex Oriente, lux

 

París, 12 de octubre de 1915

 

Nadie pensaba en los Balcanes. Toda Francia, toda Europa, casi todo el mundo, tenían puestas las miradas en la reciente ofensiva francesa emprendida en Champaña. Los primeros resultados obtenidos, el número de prisioneros, el optimismo gubernamental, habían despertado en París una atención extraordinaria, una gran esperanza. Y, de pronto, el ensueño pareció desvanecerse. La entrada en guerra de Bulgaria a favor de los imperios centrales disipó las ilusiones e hizo brotar nuevas dudas. Olvidamos en un instante la ofensiva francesa, que quedó estancada. Todos los ojos se volvieron hacia Oriente con profunda ansiedad. La guerra entraba en una fase inesperada, llena de misterio. ¿Qué iba a ocurrir en los Balcanes?…

 

Ayer tarde, saliendo de la Sorbona, un profesor amigo mío me aconsejaba: “Lo que usted debería hacer, a mi juicio (si le interesa seguir de cerca el conflicto europeo), es marcharse cuanto antes a los Balcanes. El Oriente va a ponerse de moda”. Me limité a sacar del bolsillo un telegrama que acababa de recibir de La Vanguardia, en contestación a una carta mía. Lo mostré a mi amigo.

 

Decía así: “Puede usted marcharse a los Balcanes cuando guste”.

 

Parto esta tarde. El otoño que comencé en París, entre los entusiasmos de la ofensiva en Champaña, voy a terminarlo en Oriente, entre los temores de la irrupción búlgaro-germánica. Mi primera crónica la escribiré navegando con rumbo a El Pireo.

 

 

2. El mar desierto

 

A bordo del Grao, 22 de octubre

 

Estaba tan liso y sosegado anoche el mar, que ni me di cuenta de que el vapor iba saliendo calladamente del puerto. En el fondo del comedor, a la luz de una lámpara eléctrica, albeaban los manteles dispuestos para una cena frugal. Solo dos pasajeros nos sentábamos a la mesa, que era inmensa y maciza, empotrada en el suelo. Alrededor, en la penumbra, brillaban las puertas bruñidas de los camarotes. Sobre el techo se levantaba una claraboya de cristales opacos, abierta a la frescura de la noche. Ni el más ligero temblor, ni el más leve crujido, nos advirtieron de que el buque surcaba el lomo blando, espumoso, del mar. Solo se agitaron los aires, y entró en la estancia un soplo vivo, fuerte, libre, de un viento cargado de aromas salobres. A esta señal silenciosa me levanté de la mesa, con un impulso irresistible, y salí a cubierta.

 

Estábamos lejos ya de la costa y del puerto. Todo aparecía sumido en la vasta penumbra de la noche. El espacio se dilataba sobre el mar, con un esplendor tan intenso que absorbía el sentido. El fulgor de los astros y el brillar de la luna salpicaban las aguas. Entre ambas planicies inmensas, nuestro pobre bajel se escurría, apocado, avanzando mar adentro, con un farolillo encendido en el extremo de un mástil y dejando una estela muy leve, fosforescente.

 

Barcelona era tan solo como una sombra más densa perdida entre las tinieblas, y aplastada a lo largo del horizonte marino. El contorno de su mole se dibujaba apenas, ceñido por un halo de luz. En el fondo, una línea de puntos brillantes marcaba la ladera del Tibidabo invisible. Más cerca, sobre la orilla del mar, parpadeaba a intervalos el faro del Llobregat, como un astro que agoniza y se extingue. Ni un rumor nos llegaba de la urbe lejana. A nuestro alrededor solo resonaba, en la inmensidad prodigiosa, el vasto y melancólico murmullo del mar.

 

Asomado a la barandilla de popa, sentí de pronto que se desplegaba ante mí un camino insondable de aventura. ¿Qué extraño impulso me condujo a emprender este largo viaje a Oriente? Mientras todo no fue más que proyectos, preparativos y ansias; mientras solo se trató de venir de París a Barcelona –aun sabiendo que mi viaje no debería terminarse sino en las costas de Grecia o quizá más allá–, me sentí con la audacia suficiente para realizar las empresas más arduas y convertirme en explorador de tierras vírgenes o en moderno argonauta. Pero en esos instantes de exquisita tortura, cuando echada ya la suerte me vi como abandonado y perdido en la soledad de la noche, solo conmigo mismo, en medio del mar, un impulso de añoranza indecible me hizo tender las manos hacia la costa que se fundía a lo lejos, sumergida en la sombra nocturna. ¿Cuándo volveré a verla, regresando de tierras remotas, esta tierra suave? Entonces mis ojos estarán impregnados de la luz de otros cielos, de la fina transparencia del aire de Italia, de la limpidez de los campos de Grecia, y también de la trágica, incurable violencia del mundo. Al volver a ese puerto mi alma estará cargada y rendida bajo el peso de inolvidables recuerdos –como las naves que llegan de más allá de los mares, repletas de frutos exóticos–. Pero entretanto, todo es en mí inquietud, vaguedad, incertidumbre. ¿Qué riesgos me esperan? ¿Qué peligros me acechan? El mundo está en guerra, y yo salgo a recorrer nuevos campos de batalla con una sencillez que me asombra a mí mismo. El lector que permanece en su casa, tranquilo, leyendo estas crónicas, jamás podrá ni sospechar siquiera las secretas congojas y la intrépida audacia que encierran.

 

 

Cuando me retiré a mi camarote, ayer noche, la luna declinaba sobre el horizonte y el mar se adormecía en el pálido encanto del amanecer. La serenidad de las horas pasadas en vela había dado una gran paz a mi espíritu. Al extenderme en la estrecha litera, rendido de sueño, hice el propósito de no acordarme más, hasta Génova, de la guerra, ni de las peripecias seguras que me están destinadas. Pero he aquí que, al despertarme esta mañana y al subir a cubierta, me sentí rodeado de una atmósfera de temor y misterio. Era algo inexplicable, que se filtraba sin querer en el alma, a través del sentido. El día era claro, tibio, azulado. Ni rastro de costas había en la lontananza serena. Las aguas brillaban como un charco tranquilo; pero el mar aparecía lúgubre, espantosamente desierto.

 

¿Por qué esta soledad tan profunda? El mar Mediterráneo, luminoso y benigno, no puede concebirse abandonado y sin vida como un yermo oceánico. El Mediterráneo es algo así como un piélago familiar de la raza latina. En los días de paz sus aguas presentan la animación de una fresca llanura, surcada de innumerables y seguros caminos. Aun en medio de este mar nunca llega a perderse la sensación de la costa invisible, que está siempre cerca, muy cerca, poco más allá del espacio que marca la curva tensa, hinchada, del horizonte. A cada paso los navegantes descubren siluetas esbeltas de bergantines, faluchos y goletas, con las velas doradas de luz, resbalando sobre un mar de esmeralda, o las torres sombrías de grandes buques que pasan doblando la cresta frágil de las olas.

 

Mas hoy el Mediterráneo se halla como aplastado bajo una inmensa tristeza. El espectro de la guerra vaga flotando sobre el ámbito anchuroso del mar. La mayoría de buques que antes lo surcaban están encerrados en los puertos. La suspensión del comercio y el temor a los submarinos germánicos han acabado con la alegría secular de estas aguas. Sus viejos surcos se van cerrando lentamente, como caminos sin tránsito borrados por la mano del tiempo. Y ahora el mar está liso, aletargado, desierto. Diríase que se ha vuelto más frío e inmenso, abandonado a su propia soledad y a su ronco murmullo.

 

Ni una sola nave hemos hallado al paso; ni la sombra de un barco velero; ni el penacho humeante de un buque, flotando en la lejanía venteada, desierta. Al caer de la tarde, el capitán me ha invitado a subir con él a lo más alto del puente. Estaba el mar tan solitario, tan lívido al fulgor del crepúsculo, que su visión infundía el espanto severo de una inmensa ruina. A media milla del buque, por el lado de babor, se ha producido en la superficie del agua un confuso torbellino de espuma. El dorso negro y arqueado de un cuerpo gigante asomaba sobre el cristal de las olas. Sentí un momento el temor de un peligro. ¿Se trataría de un submarino alemán?… El capitán me miró sonriendo. La súbita aparición era un ballenato que andaba solazándose tumultuosamente, bajo el suave declinar de la tarde. El monstruo asomó varias veces, entre blancas tempestades de espuma, su lomo recio de charol. Y alejose mar adentro, seguro, tranquilo, regodeándose en la espaciosa soledad de las aguas como un rey absoluto en sus tierras sumisas.

 

Ya entrada la noche me retiré al camarote, cansado de vagar por el puente. Temíase que los vigías de la escuadra francesa vinieran a registrarnos en alta mar, frente a las costas del golfo de León. Decidí pasar la noche velando. Me puse a leer, medio tumbado sobre un diván, bajo la oscilante linterna del camarote. Las horas pasaban abrumadoras, lentas. El buque avanzaba sin el más leve ruido, sobre las aguas cubiertas de sombra.

 

A altas horas se ha presentado en mi camarote el mayordomo de a bordo. Con los brazos levantados hacía grandes y silenciosos aspavientos, como para indicarme que me alzara y le siguiera presto, sin causar ruido. Salí al instante, creyendo encontrarme con los oficiales franceses.

 

Pero sobre cubierta no había ni un alma. La luna estaba ya hundida, y a nuestro alrededor no brillaba más que la luz del farolillo colgado del mástil de proa. En el fondo del mar tenebroso palpitaba dulcemente el faro de Tolón: sus rayos resbalaban sobre las aguas desiertas.

 

¿A qué era debida la alarma? He percibido en las tinieblas, a una milla de nosotros, la mole ruda, sombría, de un crucero de guerra, navegando con las luces completamente apagadas. La bandera colgaba lacia en el asta de popa, y sendos penachos de humo brotaban de sus tres chimeneas. Detrás del crucero, como si este fuera remolcándolo con un cable invisible, seguía un gran trasatlántico, con sus mástiles finos y sus puentes superpuestos que albeaban en la obscuridad de la noche.

 

A bordo del buque todas las luces estaban asimismo extinguidas. Ni con ayuda de mis gemelos de campaña me ha sido posible descubrir la más leve huella de vida en las dos sombras. El crucero avanzaba velozmente. El trasatlántico lo seguía sumiso, sin apartarse ni un punto de la estela profunda que su guía dejaba en las aguas. Ambos pasaron y se perdieron en la noche, como dos buques fantasmas que estuvieran vagando en las tinieblas, sin tripulación y sin rumbo, tal como aparecen en las viejas leyendas de los mares inhóspitos.

 

¿Se trataría, acaso, de un buque apresado por la escuadra francesa? El mayordomo me ha dicho que lo más probable es que el crucero fuera escoltando al trasatlántico, por temor a los submarinos alemanes que hace poco aparecieron en aguas de Mallorca. La noche terminaba cuando volvía otra vez a mi cuarto.

 

A pesar de los temores habidos, nuestro buque avanzó libremente por las costas francesas. Un viento dulcísimo se levantaba sobre el mar con la llegada del alba. Los aires se iban llenando de luz. A lo lejos asomaba, entre brumas, la costa de Italia. Las cumbres de los Alpes Marítimos destacaban sus motas verdes, pardas y cárdenas, en la neblina del amanecer. Los oteros emergían coronados de pinos y villas adormecidas en paz. El mar despertaba tan claro; tan puro, que la luz de los cielos parecía brotar de su fondo, a través de las aguas transparentes y finas como velos de seda.

 

 

 

 

 

Fragmento de De París a Monastir, de Gaziel, que acaba de publicar Libros del Asteroide.

 

 

 

 

En octubre de 1915 Gaziel, un aprendiz de filósofo que se había convertido por casualidad en corresponsal de guerra, emprendió un viaje desde París que culminaría en la ciudad serbia de Monastir. Su propósito era escribir un reportaje sobre la situación bélica en el sur de Europa. Las crónicas de guerra de Gaziel tuvieron gran repercusión y marcaron un punto y aparte en la historia del reporterismo español. Agustí Calvet (Sant Feliu de Guíxols, 1887-Barcelona, 1964), más conocido por el seudónimo Gaziel, fue uno de los periodistas más influyentes del primer tercio del siglo XX en España. Debutó en el oficio en 1909 en La Veu de Catalunya, órgano del partido conservador la Lliga Regionalista. En 1914 marchó a París con la intención de retomar sus estudios de Filosofía y allí le sorprendió la Primera Guerra Mundial. Entre 1914 y 1918 recopiló sus artículos sobre la guerra en varios libros. Así surgieron volúmenes como Diario de un estudiante en París (1915) y De París a Monastir (1917). Entre 1920 y 1936 fue director de La Vanguardia, desde donde se consolidó como uno de los analistas más lúcidos de la política de la época. Pasó la guerra civil en el exilio y a su vuelta en 1940 tuvo que dejar de ejercer su profesión. Se instaló en Madrid, donde trabajó en el sector editorial, y escribió libros de memorias y de viajes.

 

 

Jordi Amat (Barcelona, 1978) es escritor y filólogo. Colabora en el Cultura/S’ de La Vanguardia y es autor de varios ensayos sobre la historia literaria e intelectual española. Editor de Tot s’ha perdut y las Meditacions en el desert de Gaziel, prologó Vida de Manolo, de Josep Pla, para Libros del Asteroide.

 

 

 

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