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Mientras tantoHéroes y tubérculos

Héroes y tubérculos


No me doy más de siete u ocho años cuando, en la escuela nacional a la que acudía a la sazón, se celebró un concurso de dibujo en conmemoración de no recuerdo bien qué. El tema debió de ser libre y cada chiquillo, ni corto ni perezoso —es un suponer—, eligió pintar lo primero que se le ocurriría o viera más hacedero. Dibujaron barcos, palacios, coches y motos ya por entonces, aviones y batallas y también animales, caballos al galope, tigres al acecho, leones y elefantes imponentes. Yo, váyase a saber si por mi procedencia o por mi afición a lo concreto, a la tierra que tanto me ha gustado siempre tocar y desmenuzar o bien a las cosas de comer, vamos a decir a la materia, a lo tangible, a lo palpable y palmario y paladino (más claro, agua), no vi nada mejor que ponerme a dibujar una remolacha, o bien un nabo, no recuerdo con precisión, tal vez incluso un tubérculo con el resto del tallo y las hojas y todo. Fuera la beta vulgaris de marras, quenopodiácea de familia, de raíz fusiforme y carnosa que llamamos normalmente remolacha, o fuera más bien otra raíz también abultada y carnosa como el nabo, la brassica napus, blanquecina o amarillenta y no rojilla por lo común como la remolacha, o aun un simple y humilde tubérculo con su parte de hinchazón comestible en el tallo subterráneo no separada ni arrancada todavía del resto de la planta, lo cierto es que me debí de aplicar tan concienzudamente a recrear en la lámina esa protuberancia y su pelambrera de hojas, que lo debí de hacer con tal amor a la sencilla realidad y tal esmero por lo visto en el sombreado y acierto en los trazos, que me valió para mi sorpresa el primer premio.

 

Es verdad que no se me daba mal el dibujo y que el resto lo hizo la aplicación y el empecinamiento, como suele ocurrir. Pero a lo que vamos: las sensaciones que con mayor nitidez recuerdo de aquella circunstancia son dos. La de estar embebido en el sombreado de la raíz o el tallo abultado de marras, borrando y esfumando y volviendo a rayar sin acabar de estar nunca contento ni por asomo y, luego —la más duradera por lo que tiene de perplejidad—, no el pasmo o la satisfacción de recibir el premio (en casa me habían prevenido contra toda satisfacción como si fuera uno de los pecados capitales), sino algo que no me encajaba, una especie de distorsión o desproporción, de malformación incluso o torcedura que yo no podía comprender en el discurso del maestro durante la asignación de premios; algo que con su estridencia me rascó los oídos, o más bien la lógica o hasta la estética y quién sabe si la simple veridicidad lo mismo que rascaba yo por el enlucido granuloso de las paredes los huesecillos de albericoque para desgastarlos y hacerme un pito. El maestro, en su discurso muy de la época, declaró, enarbolando además mi lámina ante los ojos y seguramente los oídos pasmados de todos, que yo era “un héroe”.

 

“¡Un héroe!”, repitió, y me resonó con un extraño crujido; un héroe como todos aquellos de los tebeos que yo leía o las películas de las que me empapaba por haber pintado una patata o un nabo ni que fuera con sus hojillas. Aquello no podía ser, no había por dónde cogerlo; allí debía de haber algún gato encerrado.

 

Resplandecían en mi imaginación las hazañas de mis héroes preferidos, de hombres hechos y derechos, rectos de espíritu y recios de cuerpo como a mí me gustaban, que se consagraban con denuedo a la causa de la justicia y la persecución del bien colectivo poniendo en peligro sus vidas para poner a salvo una doncella o deshacer un entuerto, y, acto seguido, miraba mi sumisa remolacha, mi pobre nabo o mi humilde tubérculo cabezonamente sombreado y me daba cuenta de que aquello no cuadraba por ningún lado, de que aquella fervorosa asignación hacía aguas por algún oscuro sitio que a mí desde luego se me escapaba.

 

Sin poder dejar de darle vueltas al asunto, lo planteé en casa. No le des tanta importancia, me respondieron como es fácil suponer, es una forma de decir como otra cualquiera; el maestro lo que quería era ensalzar tu dibujo, poner bien el trabajo que habías hecho y ponerte bien. Pero no, me puso fatal, porque allí había algo que no cuadraba de ninguna forma y, si no cuadraban las cosas que decían los maestros, cómo iba a cuadrar luego nada. ¿No me habría estado incluso tomando el pelo?, o tomando el pelo a algo que yo entonces no hubiera podido nombrar —¿tomando el pelo al propio lenguaje? Porque algo querría decir aquella forma de decir o, lo que más me temía, algo escondería.Me volví a acordar de ese episodio, y de mi temprano reconcomio con la lógica y las palabras —con el hecho de que una forma de decir no es igual a otra cualquiera—, cuando, hace unos años, leí el espléndido libro de apuntes lingüísticos de Victor Klemperer que publicó en español la editorial Minúscula. Son, como de muchos es sabido, las notas y recuerdos que escribió este filólogo —que permaneció en la Alemania nazi, víctima de las leyes raciales pero no hasta el punto de ser deportado, merced a su casamiento con una mujer aria— en torno a la lengua del Tercer Reich, a las vicisitudes y modalidades ligüísticas de la época nazi. Además de documentarnos sobre ese aspecto nada baladí de aquella infamia, el libro de Klemperer tiene el impagable mérito de ponernos muchas veces la carne de gallina al comprobar cuánto de todo aquello todavía colea o más bien se reproduce entre nosotros, a veces con la celeridad, repentinidad y esponjosidad de las setas, a la que cae un mínimo chaparrón totalitario, que, por estar al abrigo en nuestra confortabilidad, no advertimos o bien percibimos con una sonrisa de desentendimiento o indiferencia.

 

Klemperer escribe que una de las palabras más usadas en el Tercer Reich era, como no podía ser menos, la de “héroe”. Pero esa palabra, que aludía en origen, como recuerda el filólogo, a las personas que realizaban grandes esfuerzos en pos del bien de la humanidad, se declinaba durante el nazismo con una carga tan decorativa, tan retumbante de fanfarronería, de vanidad y lucro propio, que le quitaba cualquier posible autenticidad. “Demasiado ruidoso, demasiado lucrativo, demasiado satisfactorio desde la perspectiva de la vanidad para ser la mayoría de las veces auténtico”, escribió Klemperer. Así el nazismo falsificó y desacreditó todo el concepto, concluye.

 

Como todas las grandes máquinas falsificadoras y desacreditadoras —pasada la hecatombe que producen— de todo lo que tocan, el aparato de dominación y de imposición de relatos del nacionalsocialismo manipulaba para sus fines todo lo que caía bajo sus garras. Pero que Klemperer haya consignado su lenguaje en sus cuadernos no sólo retrata, con precisión semejante a la de una cámara fotográfica, aquella época y aquellas prácticas, sino que nos pone en guardia de antemano sobre lo que indican ciertas utilizaciones del lenguaje, sobre el camino que pueden tomar las cosas que empiezan a decirse de determinadas formas, con determinados desencajamientos de palabras, determinadas forzaturas, determinados ahuecamientos o dislocaciones de significado. Indican a veces mucho antes hacia dónde, literalmente, van a ir los tiros. Porque anuncian, alfombran, anticipan a la vez que preparan y transforman. Pero también, para oídos y ojos atentos, facilitan el que a cualquier máquina de falsificación que se precie, por pequeña o incipiente que aún sea, a cualquier aparato de imposición de relatos y lenguaje, y por lo tanto de realidad, se llame como se llame y actúe en nombre de lo que actúe, y por estupendo que de buenas a primeras pueda incluso llegar a parecer, se le pueda ver en seguida o más pronto que tarde su plumero totalitario.

 

Me volví a acordar de mi profesor franquista y de las anotaciones del filólogo judío al leer no hace mucho, con un pasmo análogo a mi estupefacción infantil ante mi heroico tubérculo, un artículo necrológico sobre un aclamado escritor catalán. El escrito, muy halagüeño como se corresponde de ordinario con la caridad del luto, venía en el periódico ABC, no demasiado condescendiente en principio con los despropósitos del peor nacionalismo catalán, así que pensé que cómo serían allí los escritos de los medios, casi todos, más condescendientes o directamente jaleadores. Decía el artículo que ese “paladín de la vida política y social barcelonesa” había sido “un héroe de las letras catalanas”.

 

Como no me era desconocido el escritor, ni la magnitud alcanzada por la subvención y cría de determinadas actividades en el régimen de las actuales Autonomías vamos a decir españolas, llegar a esa línea y crujirme el lenguaje como aquella vez de mi ínclito y heroico tubérculo o mi regordeta remolacha fue todo uno. Qué pasa aquí, me dije igual que entonces de sopetón, qué gato hay escondido.

 

Maoísta cuando ser maoísta era, al margen de los millones de muertos que supuso, moda entre jóvenes descontentos de sus padres burgueses; anarquista cuando los anarquistas constituían en España un público nutrido y colorista y, al final, nacionalista catalán cuando la sartén del poder y el presupuesto la tenían por el mango cogida y bien cogida los nacionalistas y le dejaban cocinar, desde estupendas cocinas en atalayas de admirables vistas y repletas alacenas, platos de suculento encargo que luego eran convenientemente aplaudidos, no puede negarse desde luego que ese “paladín” tuviera lo que se dice madera de héroe.

 

“Demasiado ruidoso, demasiado lucrativo, demasiado satisfactorio desde la perspectiva de la vanidad”, recordé ahora que, a diferencia de mi propia época heroica de tubérculos y remolacha, había leído ya a Klemperer y sabía algo más del porqué de aquella desazón infantil ante el desencaje y la dislocación de las palabras, algo más de lo que éstas alfombran y preparan, y de lo que se esconde y desgozna tras ello. Aunque también es verdad que demasiado es asimismo lo que se les ve el plumero, pensé sintiendo enseguida el alivio de los pensamientos esperanzadores.

 

Pero una voz, una voz de rechifla que no supe de dónde venía, si del interior amargo del huesecillo de albericoque que de niño rascaba en los revoques granulosos de las paredes para hacerme un silbato o bien de lo alto, de lo bajo más bien, de lo más bajo y oscuramente obstinado de la historia de los hombres, añadía enseguida, como en un eco burlón, que por mucho que se les vea el plumero, que por más que esté a la vista lo que a la vista está, todo ese ruido, todo ese lucro, toda esa satisfacción y vanidad, en realidad hace que muy pocos lo quieran ver y se lo dejen ver a sí mismos sin mirar más bien para otra parte, la parte justamente donde está el lucro y está el ruido y la satisfacción de la vanidad también es más fácil, esa parte tan opuesta de ordinario a la de los humildes tubérculos de estar por tierra cuyo esfuerzo concienzudo de recreación y enunciación hace encima que te desazones tan a menudo y te suenen tan mal algunas proclamas o te suenen a tan envenenadamente huecas.

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